Yngvar Stubø, con sólo cuarenta y cinco años, se sentía viejo. Cuando tenía dieciséis, conoció a Elisabeth. Se casaron en cuanto cumplieron la mayoría de edad y tuvieron a Trine enseguida. Muchos años más tarde volvió un día del trabajo y se encontró a un niño de pecho durmiendo en una casa que por lo demás estaba vacía.
Era en pleno verano. El aroma a jazmín se extendía sobre la zona residencial de Nordstrand. El coche de Trine, un viejo Fiesta que le habían regalado sus padres, estaba aparcado con las ruedas delanteras sobre el césped, cosa que no le hizo gracia. Estaba medio enfadado cuando entró, tenía hambre. Había prometido estar en casa hacia las cinco, pero eran ya las seis menos cuarto. Reinaba un extraño silencio que lo hizo quedarse quieto en el recibidor y ponerse a escuchar. La casa estaba vacía y no se oía el menor ruido. No olía a comida, no sonaba el entrechocar de platos ni de vasos. Comenzó a caminar con sigilo, como si ya supiera lo que le esperaba.
Se le habían manchado de tinta los pantalones, junto al bolsillo, por estar jugueteando con un rotulador que se rompió. Elisabeth le había comprado ropa dos días antes. Cuando él se probó los pantalones, ella meneó la cabeza y comentó lo ridículo que era comprarle unos pantalones color caqui a un hombre como Yngvar. Lo había besado y se había echado a reír.
Se detuvo en el salón. No oía siquiera el canto de los pájaros en el jardín. Al mirar por la ventana los vio revoloteando, pero no se oía nada a pesar de que las puertas del jardín estaban abiertas.
En el piso de arriba se encontraba Amund. Tenía dos meses y estaba durmiendo.
Cuando Yngvar encontró a Elisabeth y a Trine se quedó paralizado. No les tomó el pulso a ninguna de las dos. Trine lo miraba fijamente, pero sus ojos marrones estaban recubiertos por una película mate. Elisabeth estaba inmóvil, con la boca abierta hacia el cielo de la tarde. Los dientes delanteros se le habían hundido en la boca y casi no le quedaba nariz.
Yngvar dio un respingo. El autobús pitó.
Puso el coche en marcha con lentitud y se alejó de la parada, buscando otro sitio donde estacionar; tenía ganas de vomitar.
Junto a un desvío abrió la puerta y vació el estómago antes de que el coche estuviera del todo parado. Afortunadamente llevaba agua en una botella.
Aquella noche se la había pasado sentado en el cuarto de la lavadora. La mancha de tinta se le resistía. Lo intentó todo: jabón, aguarrás, quitamanchas. Al final, cuando despuntó el día, agarró unas tijeras y recortó la mancha.
Varios compañeros del trabajo se ofrecieron a hacerle compañía, pero él no quiso saber nada. Su yerno estaba en Japón y regresó con más de cuarenta horas de retraso. Yngvar se aferraba a Amund y por fin rompió a llorar. No quería soltar al niño. El yerno se mudó a la casa y se quedó allí durante más de un año.
La botella de agua estaba vacía. Yngvar se esforzaba por respirar normalmente.
No tenía la menor idea de cómo comportarse con Inger Johanne. No sabía qué se hacía en estos casos, y no la entendía. Cuando llevó a Amund, lo hizo con la esperanza de que ocurriera algo, de que ella se diera cuenta de cómo era él en realidad y le pidiera que se quedara. Una compañera del trabajo le había dicho una vez que era muy enternecedor el modo en que se ocupaba de su nieto, incluso sexy, había añadido con una sonrisa que casi lo había hecho enrojecer.
No debería comer tanto. Se pasó la mano por la tripa, dolorida a causa de las arcadas. Estaba engordando mucho.
Le parecía que Inger Johanne lo trataba como si tuviese sesenta años.
Yngvar se bebió el último sorbo de agua y volvió a parar el coche. No tenía fuerzas para ponerse el cinturón de seguridad.
El examen de Sarah Baardsen había reforzado la inquietante teoría del forense sobre el asesinato con potasio. Junto a la sien, justo bajo el pelo, había encontrado una marca casi invisible. Un pinchazo de aguja. Impecable, había dicho en tono sombrío antes de colgar el teléfono. Todavía no se había tomado ninguna decisión respecto a Kim, que ya estaba enterrado.
El ginecólogo, aunque probablemente sabía poner inyecciones, había quedado prácticamente descartado como sospechoso. Se había mostrado muy receptivo y comprensivo ante la visita de Yngvar. Respondió a todas las preguntas, mirándolo directamente a los ojos y negando con la cabeza a modo de disculpa. Tenía la voz cantarina, y los vestigios de un dialecto casi olvidado le habían recordado a Yngvar a su mujer. El médico estaba casado, tenía tres hijos y dos nietos. Trabajaba a media jornada en un hospital y tenía además una consulta privada.
Cato Sylling, el fontanero de Lillestrøm, trabajaba en Fetsund. Cuando Yngvar lo telefoneó a su móvil, el hombre derrochó buena voluntad. Podía ir a Oslo al día siguiente, no había ningún problema. Era un caso horroroso, lo sentía por Lasse y por Turid y estaba dispuesto a colaborar en lo que hiciera falta.
– Yo también tengo hijos, ¿sabe? Joder. Estrangularía a ese tipo con mis propias manos si me topara con él. Nos vemos mañana a la una.
No había sido difícil encontrar la dirección de Karsten Åsli. Tenía teléfono. La compañía estatal Telenor tenía registrados sus datos. Más complicado había sido dar con el lugar. Finalmente había encontrado una gasolinera donde un curioso gordinflón con el pelo muy rojo y una calva incipiente que intentaba disimular le había explicado a Yngvar cómo llegar.
– Tres desvíos más allá -le señaló-. Primero gira a la derecha, después dos veces a la izquierda. La casa que buscas está seiscientos o setecientos metros más adelante. Pero conduce con cuidado, si no se te van a estropear los bajos.
– Gracias -murmuró Yngvar y metió primera.
Karsten Åsli acababa de decidir que le iba a dar a Emilie una última comida. No es que tuviera mucha importancia porque ella ya no comía nada, y él no sabía si bebía algo. En todo caso no tocaba nada de lo que le bajaba, pero en el grifo tenía agua.
Un coche se aproximaba por la cuesta.
Karsten Åsli miró por la ventana de la cocina, en dirección al desvencijado camino de tierra.
El coche era azul, azul marino. Por lo que podía apreciar, era un Volvo.
Nunca venía nadie. Salvo el cartero, pero él conducía un Toyota blanco.
Había creído que estaba segura de lo que iba a decir, de cómo iba a formular las preguntas, pero a pesar de todo se sobresaltó cuando Astor Kongsbakken se puso al teléfono. De pronto el hombre estaba ahí, al otro lado del teléfono, e Inger Johanne no sabía por dónde empezar.
Hablaba muy alto, lo que podía significar que no oía muy bien, o quizá que estaba furioso. Cuando ella mencionó el nombre de Aksel Seier, un poco antes de tiempo, no le cupo la menor duda de que iba a colgar, pero no lo hizo. Sin embargo, la conversación se desarrolló de un modo que ella no había previsto. Él preguntaba y ella respondía.
En todo caso, el mensaje de Astor Kongsbakken era de una claridad meridiana: casi no recordaba nada del caso y no tenía la menor intención de devanarse la memoria por Inger Johanne Vik. Le recordó tres veces su avanzada edad y acabó amenazándola con llamar a un abogado, aunque no dejó muy claro qué le pediría al abogado que hiciese contra ella.
Inger Johanne hojeaba Asbjørn Revheim. Relato de un suicidio anunciado.
La furia de Astor Kongsbakken podía obedecer a distintos motivos. Tenía noventa y dos años y no sería de extrañar que fuese un viejo gruñón. Ya en los años cincuenta se contaban anécdotas sobre el temperamento de aquel hombre. Las dos fotos de él que aparecían en la biografía mostraban a un tipo bajito, de hombros anchos y con un labio inferior muy prominente, bastante diferente de la figura esbelta, casi desgarbada, de su hijo. En una de las fotos, el famoso fiscal general del Estado aparecía vestido con toga negra y llevaba el código penal en la mano derecha. Por su actitud, daba la impresión de que se estaba pensando si lanzar el libro sobre la mesa del juez. Tenía los ojos negros bajo sus grandes cejas y parecía estar gritando. Astor Kongsbakken había sido un hombre enérgico, fogoso y no a todo el mundo se le suaviza el carácter con los años.
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