Anne Holt - Castigo

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Holt es, junto a Mankell, el referente de la literatura policíaca escandinava actual. En un frío sótano en algún lugar de Noruega se halla encerrada Emilie, una niña de nueve años. Desconoce donde está y el motivo de su encierro. Tampoco sabe quién es el hombre que regularmente le ofrece comida y bebida; sin embargo, su instinto le dice que se comporte bien con él. Los días se suceden y la intranquilidad se va apoderando del país.Yngvar Stubo, el comisario del servicio de criminología noruego encargado del caso, decide solicitar la ayuda de Inger Johanne Vik, una psicóloga que en el pasado trabajó como profiler para el FBI. Anne Holt es una de las autoras escandinavas más populares del momento, con más de tres millones de ejemplares vendidos en Alemania y los países nórdicos.

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Probablemente la sonrisa pretendía ser irónica, pero sólo resultaba triste, sobre todo cuando volvió a abrir los párpados.

– Pero al hacernos novios, fue como si se le cruzaran los cables. Se volvió celosísimo, muy posesivo. Nunca llegó a pegarme, pero de todos modos yo al final estaba muerta de miedo. Él… -Recogió las piernas en el sofá y se estremeció como si tuviera frío, a pesar de que en la casa debía de hacer una temperatura de por lo menos treinta grados-. No tardé en darme cuenta de que no estaba bien de la cabeza. Se despertaba en medio de la noche si yo iba al baño y venía a comprobar que realmente estuviera haciendo pis, como si creyera que me iba a… largar. Tampoco es que viviéramos juntos. En realidad no. Yo tenía alquilada una habitación que era demasiado pequeña para dos. Él vivía en una especie de comuna, pero creo que en el fondo la gente con la que vivía no lo aguantaba, así que acabó por mudarse a mi casa. Sin pedir permiso. No se trajo sus cosas ni nada, no había espacio para eso, pero fue como si tomara el mando. Recogía, limpiaba y hacía lo que le daba la gana. Es un maniático de la limpieza. Era, quiero decir, ahora ya no lo conozco. Era increíblemente egocéntrico. Todo era yo, yo, yo. Todo el rato. Hoy no lo habría tolerado, pero él era tan guapo y tan atento, al menos al principio, y yo era tan joven… -Sonrió levemente a modo de disculpa.

– ¿Sabe…? -dijo Yngvar, luego volvió a empezar-. ¿Sabía algo de su familia?

– Su familia -repitió Lena Baardsen con voz inexpresiva-. Conocía a su madre. Estuve con ella en dos ocasiones. Es simpática. A su manera. Muy dócil. A veces Karsten la trataba fatal, aunque por otra parte se notaba que… en el fondo la quería. A ratos, por lo menos. Lo único a lo que Karsten parecía tenerle miedo era a la abuela. Yo no llegué a conocerla, pero, joder, me contaba cada cosa que… -De pronto puso cara de sorpresa-. ¿Sabes qué? En realidad no recuerdo lo que me contó. No consigo recordar ningún ejemplo. Qué raro. Recuerdo muy bien que él la odiaba. Ésa era la impresión que me daba a mí, al menos. Que la odiaba de verdad.

– ¿Y el padre?

– ¿El padre? No sé… Nunca hablaba de su padre, creo. En realidad no le gustaba hablar de su vida. De su infancia y esas cosas. Por lo poco que me dijo, creo que lo criaron su madre y su abuela. Debía de ser la madre de su madre, supongo, aunque no estoy segura. Karsten estaba loco. He hecho todo lo posible por olvidarme de él.

En sus labios se volvió a dibujar algo parecido a una sonrisa. Yngvar se quedó mirando algo que había sobre la mesa: una foto de Sarah en un marco de plata. Junto a ella, una gran vela rosada y, en un jarroncito, una pequeña rosa.

– No consigo dormir -susurró Lena-. Me da tanto miedo que se apague esa vela… Quiero que esté encendida todo el tiempo. Para siempre. Mientras esa vela no se apague será como si nada de todo esto fuera realmente verdad.

Yngvar asintió casi imperceptiblemente.

– Lo sé -dijo con serenidad-. Sé cómo se siente.

– No -repuso ella con vehemencia-. ¡Tú no sabes cómo me siento!

Tras su cara desencajada, en el fondo de sus rasgos repentinamente crispados, Yngvar percibió la capacidad de Lena Baardsen para salir adelante, aunque ella todavía no la había descubierto. Que su hija hubiera muerto era para ella inconcebible y lo seguiría siendo durante bastante tiempo. Lena Baardsen se aferraba a una pena que la asediaba desde todas partes, todo el rato. Su existencia estaba fuera de toda realidad, porque en esos momentos la realidad era insoportable.

La cosa todavía iría a peor, pero al final, cuando llegara el momento, le sería posible volver a vivir. Entonces vendría la verdadera tristeza, esa que no se pasa nunca y que no puede compartirse con nadie. Esa pena que le permitiría seguir viviendo y riendo, quizás incluso tener otros hijos, pero que sin embargo no la abandonaría nunca.

– Sí -aseveró Yngvar-. Sí que sé cómo se siente.

Hacía demasiado calor. Se levantó y abrió la puerta del pequeño balcón.

– ¿Ha sido él?

Yngvar se volvió a medias. La voz de ella sonaba cascada, como si ya casi no le quedara más. Había llegado el momento de marcharse. Lena Baardsen iba a salir adelante, y él ya tenía las respuestas que necesitaba.

– Se acordaba usted de la fecha de la última vez que lo vio -señaló.

– Me escapé -dijo Lena-. Me escapé a Dinamarca. Dejé el piso mientras él estaba en el trabajo, llevé todas mis cosas a casa de mi madre y me marché por un tiempo indefinido. Durante algunas semanas le estuvo haciendo la vida imposible a mi madre, pero luego se rindió. Supongo. ¿Ha sido él quien…? ¿Mató él a Sarah?

Yngvar cerró los puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en las palmas de las manos.

– Eso no lo sé -contestó secamente.

Dejó abierta la puerta de la terraza y se dirigió hacia la entrada. En medio del salón se detuvo en seco y miró de nuevo la foto de Sarah. La rosa se estaba marchitando. Se le doblaba el tallo y necesitaba más agua.

Al llegar al coche se dio la vuelta y contó los siete pisos de la fachada. Lena Baardsen había salido a la terraza y llevaba una manta sobre los hombros. No lo saludó con la mano. Él agachó la cabeza y se metió en el coche. La radio se encendió en cuanto arrancó el motor, pero hasta bien pasado Høvik Yngvar no se enteró de que el locutor hablaba de las penurias de la peste negra.

Se moría de ganas de pegarle un guantazo. Turid Sande Oksøy no sabía mentir bien, quizá por eso procuró por todos los medios que su marido no le viese la cara cuando repitió:

– Nunca he oído hablar de nadie que se llame Karsten Åsli. Nunca.

La casa adosada de Bærum estaba impregnada de otro tipo de pena que el pisito de Torshov. Aquí había niños vivos. Había juguetes tirados por el suelo y un olor a comida recalentada. Tanto Turid como Lasse acusaban los efectos de la falta de sueño y el exceso de llanto, pero en este hogar el tiempo de alguna manera había seguido su curso. Y no podía ser de otro modo; los gemelos no tenían más que dos años. Turid Oksøy había intentado maquillarse, Yngvar los había llamado al móvil y les había pedido permiso para pasarse por ahí a pesar de lo tarde que era. A Turid el rímel se le había apelmazado en torno a sus ojos, y el pintalabios hacía que su boca pareciera demasiado grande para su demacrado rostro. Sin darse cuenta, no podía parar de hurgarse una herida que tenía junto a la nariz y que empezó a sangrar. Ella rompió a llorar.

– Lo juro -sollozaba-. Tiene que creerme. No he conocido nunca a nadie que se llame Karsten.

Yngvar habría debido entrevistarse con ella a solas.

Visitarla en su casa había sido un error garrafal. Obviamente Lasse, su marido, no iba a dejarla sola. La tenía todo el rato firmemente agarrada, incluso cuando ella se volvía hacia otro lado. Yngvar debería haber esperado hasta el día siguiente, haberla citado en su despacho, sola, sin su marido. Necesitaba averiguar más detalles sobre Karsten Åsli, algo más sólido que aquella certeza instintiva respecto a lo peligroso que era aquel hombre, algo que le proporcionara la base sobre la que continuar la investigación. Con su experiencia y su renombre, quizás Yngvar podría obtener una orden de registro si conseguía demostrar que Karsten Åsli era la única persona que había conocido a todas las madres implicadas. Sobre todo teniendo en cuenta que él mismo lo negaba. Podía explicárselo a Turid Oksøy y después obligarla a confesar.

La mujer estaba muy asustada, e Yngvar no era capaz de comprender por qué. Su hijo había muerto, asesinado por un hombre desquiciado al que esta mujer estaba protegiendo. Se moría de ganas de inclinarse sobre la mesa, agarrarla de ese ridículo jersey rosa que llevaba y atizarle un bofetón. Quería sacarle la verdad a palos a ese escuálido cuerpo. Era fea. Tenía el cabello reseco, el maquillaje corrido, la nariz demasiado grande, los ojos demasiado juntos. Turid Sande Oksøy parecía un cuervo, e Yngvar se moría de ganas de lavarle la cara y extraer la verdad del cerebro de gallina que había detrás.

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