Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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El Árbol de los Jenízaros: краткое содержание, описание и аннотация

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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Y para Yashim, como un relámpago, todo se aclaró.

La Kerkoporta. La puertecilla.

No eran muchos los habitantes de Estambul que conocían el relato de la conquista de 1453 con detalle. Era una historia de casi cuatrocientos años de antigüedad. Había sido el cumplimiento de un destino, y el cómo, o el porqué, de su victoria sobre los defensores griegos era una cuestión de escaso interés o importancia para la gente que vivía en el Estambul del siglo XIX.

Sólo dos clases de personas habían conservado su interés, y contado la historia a quien quisiera escucharla.

Los jenízaros, con orgullo.

Los fanariotas, con pesar… Aunque si ese pesar era totalmente genuino, Yashim nunca había sido capaz de averiguarlo. Porque los príncipes mercaderes griegos del Fanar, a fin de cuentas, habían hecho su fortuna bajo el gobierno otomano.

Yashim podía recordar exactamente dónde se encontraba cuando oyó por primera vez, con todo detalle, la historia de la conquista turca. En la mansión de Mavrocordato, situada en el distrito Fanar superior, que era el más grande y tenebroso palacio de la calle. Resguardado tras unos altos muros, y construido en un estilo rococó, era el cuartel general de una amplia familia que llegaba hasta los principados del Danubio y a los almacenes de Trebisonda, cosechando títulos civiles y eclesiásticos durante el camino. A lo largo de los siglos, los Mavrocordato habían dado eruditos y emperadores, boyardos y almirantes, granujas, santos y hermosas hijas. Eran fantásticamente ricos, y estaban asombrosamente bien relacionados y peligrosamente bien informados.

Debía de haber habido siete de ellos en torno a una mesa, y Yashim. Sus caras expresaban muchas cosas diferentes… Humor y amargura, miedo o celos, complacencia y desprecio: pero había también una adorable cara que él seguía viendo en ocasiones en sueños, y cuya mirada expresaba más. Solamente los ojos eran los mismos, azules y melancólicos. Yashim comprendió entonces por qué los turcos tienen miedo de los ojos azules.

La mesa había sido cubierta por una alfombra de Anatolia que debía de haber costado años fabricar, tan apretados estaban los nudos, de una calidad que ya no se encontraba entonces, aunque su color aparecía tan fresco como si la hubieran hecho hacía poco. Se había servido café, y cuando los pesados cortinajes se cerraron y los sirvientes se hubieron retirado, Giorgos Mavrocordato, el patriarca del clan, un hombre de mejillas caídas, invitó a Yashim a presentar su informe.

Posteriormente, Giorgos cruzó lentamente la sala hasta la chimenea, y el resto de los presentes se levantó para ir a sentarse junto a él en un silencio total, que era como una forma de hablar. Finalmente, la anciana madre de Giorgos se alisó la parte delantera de su negro vestido de seda y le hizo señas de que se acercara.

Y entonces le contó la historia de la Conquista.

Capítulo 86

Ahora, completamente inmóvil en el callejón, lo recordaba todo.

Y, por encima de todo, recordaba la amargura de la mujer cuando ella le contó lo de la Kerkoporta. La puertecilla.

El asedio había durado noventa días. El joven sultán Mehmed ordenó el asalto final contra las murallas. Exhaustos y debilitados, los pocos miles de bizantinos que quedaban para defender su ciudad oyeron el retumbar de los timbales y vieron moverse las colinas más allá de las murallas, cuando decenas de miles de soldados de Mehmed descendieron para atacar. Oleada tras oleada, se lanzaban sobre las débilmente defendidas murallas, levantadas mil años antes. Eran tropas de Anatolia, los bashi-bazouks de las colinas de Serbia y Bulgaria, renegados y aventureros provenientes de todo el Mediterráneo. A cada asalto que rechazaban, los defensores se debilitaban más, pero el ataque proseguía, con soldados de Mehmed en la retaguardia, provistos de correas y mazas para disuadir a los soldados de la retirada, las escalas chocando contra los muros, el salvaje sonido de las flautas anatolias, la caprichosa luz de las bengalas y el repentino retumbar del gigantesco cañón de los húngaros.

Todas las campanas de la ciudad estaban tañendo. Cuando el humo se despejaba de la brecha producida en las murallas donde las tropas invasoras yacían muertas, cuando los defensores se precipitaban a reconstruir los escombros, cuando la luna luchaba para liberarse de una negra y fugitiva nube, el propio Mehmed avanzó al frente de su infantería de choque, los jenízaros. Los condujo al foso, y desde allí avanzaron, no en un salvaje frenesí destructivo como los irregulares y los turcos que habían sido lanzados contra las murallas a lo largo de la noche, sino, en la hora que precedía al alba, en una firme e inquebrantable fila.

– Lucharon sobre las murallas, cuerpo a cuerpo, durante una hora o más -contó la vieja dama-creyendo que los turcos estaban desfalleciendo. Incluso que aquellos jenízaros perdían ímpetu. Pero no… no era así.

Yashim había observado cómo los labios de la mujer se apretaban contra sus desdentadas encías. Con sus ojos secos, la mujer proseguía:

– Había una puertecilla, ¿sabes?, en el ángulo donde las grandes y viejas murallas de Teodosio se encontraban con las murallas más pequeñas detrás del Palacio de los Césares. Llevaba cerrada Dios sabe cuántos años. Era muy pequeña. No creo que dos hombres pudieran cruzarla uno al lado del otro, pero… la voluntad de Dios es infinita en su misterio. Había sido abierta al inicio del asedio para facilitar posibles salidas. Un grupo acababa justamente de regresar de una salida, y, quizás no lo creas, el último hombre se olvidó de atrancar la puerta.

Fue el descubrimiento de la puertecita balanceándose sobre sus goznes -una diminuta brecha en los trece kilómetros de maciza y doble muralla, un momentáneo fallo de atención en una historia de mil años- lo que cambió el curso del asedio. Unos cincuenta jenízaros se abrieron paso y consiguieron introducirse entre las dobles murallas. Sin embargo, su posición era muy expuesta, y podrían haber sido rechazados o muertos si uno de los héroes de la defensa, un capitán de la marina genovesa, no hubiera sido gravemente herido por un disparo a quemarropa en aquel mismo momento. Sus hombres se lo llevaron de las murallas; los bizantinos creyeron que los había abandonado y lanzaron un grito de desesperación. Los otomanos se precipitaron hacia los muros internos, y un gigante llamado Hassan surgió sobre la empalizada al frente de su compañía de jenízaros.

Al cabo de diez minutos, las banderas turcas estaban ondeando en la torre que se alzaba por encima de la Kerkoporta.

Todo esto había ocurrido cuatrocientos años antes.

Pero ahora, alzándose detrás del gran ciprés de la plaza, la torre de la Kerkoporta seguía en pie, roja y blanca y vacía, recortándose contra el azul cielo invernal.

El lugar exacto donde mil quinientos años de historia romana llegaron a su sangriento clímax, cuando el último emperador de Bizancio se arrancó su insignia imperial y, espada en mano, se desvaneció en medio de la refriega, para no ser visto nunca más.

El lugar exacto donde Constantinopla, La Manzana

Roja, el ombligo del mundo, fue conquistada por los jenízaros para el islam y el sultán.

El viejo Palmuk había tenido razón a fin de cuentas. Había una cuarta torre. La cuarta tekke.

Moviendo la cabeza ante los recuerdos que acababa de evocar, Yashim salió a la luz del sol invernal.

Capítulo 87

El tramo de escalones de piedra que conducía al parapeto interior de la primera muralla era casi invisible desde el callejón. Para llegar a él, Yashim hizo su camino por un pasaje sin rótulo entre dos casas de piedra adosadas a la base de la muralla. Al llegar a lo alto, dio la vuelta y siguió el camino del parapeto hasta la torre de la Kerkoporta.

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