Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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El Árbol de los Jenízaros: краткое содержание, описание и аннотация

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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El hombre pegó un brinco cuando Yashim habló.

– ¿Qué quiere usted? -dijo con brusquedad.

– Se trata de una tekke -empezó Yashim… y mientras lo decía se le ocurrió una idea-. Estoy buscando una tekke sufí. No estoy seguro de cuál.

– ¿Le da lo mismo? -Parecía auténticamente sorprendido-. No son todas iguales, ¿sabe usted?

– Claro, entiendo -dijo Yashim-. En este caso, estoy buscando una antigua tekke en particular… Soy arquitecto -añadió sin reflexionar.

Se había pasado la mañana preguntando a la gente si recordaba una tekke karagozi. Suponía que una tekke en desuso podía convertirse en cualquier cosa, desde una tienda hasta un salón de té. No se le había ocurrido hasta ahora que el destino más probable para una tekke abandonada era ser adoptada por otra secta. Cualquier otra secta podría haber hecho suya la tekke karagozi.

– Una antigua tekke. -El hombre movió su nariz a derecha e izquierda-. Hay una tekke nasrani en la calle siguiente. Solamente llevan allí unos diez años más o

menos, pero el edificio es muy antiguo, si es a eso a lo que se refiere.

Los karagozi habían sido prohibidos diez años atrás.

– Eso -dijo Yashim sonriendo- es exactamente a lo que me refiero.

El hombre se ofreció a mostrarle el lugar. Mientras se dirigían allí dijo:

– ¿Y qué opina de todos esos asesinatos?

Esta vez le tocó a Yashim pegar un brinco. Un perro callejero salió de un portal y les ladró.

– ¿Asesinatos?

– Los cadetes, ya debe usted de haber oído hablar de ello. Todo el mundo lo está comentando.

– Oh, sí. ¿Qué piensa usted?

– Yo sólo pienso… lo que dicen todos. Es algo grande, ¿no? Va a ocurrir algo. -Movió una mano en el aire como si lo palpara entre sus dedos y el pulgar apretados-. Yo crío ratas.

– Ratas.

– ¿No le gustan los animales? Yo los adoro. No puedo permitirme criar animales, y no tengo espacio, pero criaba pájaros. Me gustaba cuando la luz caía sobre sus jaulas en invierno. Las colgaba fuera de la ventana. Los pájaros siempre cantaban bajo la luz del sol. Al final los solté. Pero las ratas son inteligentes. No les importa vivir en una jaula. Además, las suelto, que corran. Uno puede ver cómo se detienen y piensan sobre las cosas.

»Tengo tres. Se han estado comportando de forma extraña estos últimos días. No quieren salir de sus jaulas. Las saco, pero sólo quieren esconderse. Si eso pasara sólo con una, podría entenderlo. Yo mismo a veces no quiero ver a la gente; sólo quiero quedarme en casa y jugar con mis mascotas. Pero a las tres les pasa lo mismo. Creo que lo notan, también.

Yashim, al que nunca le habían gustado las ratas, preguntó:

– ¿De qué habla? ¿Qué es lo que notan?

El hombre movió negativamente la cabeza.

– No sé qué es. La gente murmura. Tal como he dicho, algo va a ocurrir y no sabemos qué. Aquí la tiene, la tekke.

Yashim miró a su alrededor con sorpresa. Había pasado por delante de aquella casa en forma de caja, sin ventanas, y se le había ocurrido que parecía un almacén o un depósito de mercancías. No era extraño que no se hubiera detenido.

– ¿Está usted seguro?

El hombre asintió enérgicamente.

– Quizás no haya nadie ahí ahora, pero parece que de noche sí. Buena suerte. -Movió la bolsa-. Voy a buscar un poco de comida para las ratas -explicó.

Yashim le brindó una débil sonrisa.

Luego llamó con fuerza a la doble puerta.

Capítulo 84

– Sí, karagozi. -El hombre continuó sonriendo amablemente.

«Así que es eso», pensó Yashim. Al mismo tiempo miró a su alrededor con repentina curiosidad. ¿Era allí, entonces, donde los jenízaros se habían entregado a sus ritos báquicos? ¡Bebida, y mujeres, y poesía mística! O algo más prosaico, como un mercado, donde se hacían tratos comerciales y los soldados que se habían convertido en mercaderes y artesanos charlaban sobre la situación del mercado, y de lo que podían sacar de él.

No había nada aparentemente sagrado en aquel lugar. Tal como estaba, bien podría haber sido el almacén con que Yashim lo había confundido, una sencilla y enjalbegada cámara iluminada por las usuales ventanas altas, con una gran mesa de roble ocupando el centro, y bancos a cada lado. Una sala para banquetes, digamos. Las paredes estaban recién encaladas, pero parecían haber estado pintadas antaño, a juzgar por las borrosas imágenes que Yashim aún podía distinguir.

– ¿Estaban decoradas las paredes?

El maestro de la tekke inclinó la cabeza.

– Una decoración muy hermosa.

– Pero… ¿qué? ¿Temas sacrílegos?

– En nuestra opinión, sí. Los karagozi no temían hacer representaciones de lo que Dios había creado. Quizás eran capaces de hacerlo con un corazón puro. Sin embargo aquellos que son creyentes, como es mi caso, lo hubiéramos considerado una distracción. No puedo decir, sin embargo, que ése fuera el motivo por el que las hicimos pintar. Más bien se debió a una preocupación por retornar a la antigua pureza de la tekke.

– Entiendo. ¿De modo que el pintar las paredes fue introducido en las tekkes karagozi más recientemente? ¿No fue una idea original?

El maestro de la tekke pareció pensativo.

– No lo sé. Para nosotros, la ocupación karagozi fue un interludio que preferimos no conmemorar.

Yashim levantó la mirada hacia el artesonado techo.

– ¿Interludio? No lo entiendo del todo.

– Perdóneme -dijo el maestro de la tekke humildemente-, no me he explicado con mucha claridad, quizás usted no se da cuenta de que esto fue una tekke nasrani hasta la época de la Rebelión Patrona. Los karagozi se hicieron muy fuertes en aquel período y necesitaron más espacio: de manera que se la entregamos. Recientes acontecimientos -añadió, con la usual circunspección- nos permitieron volver a ser propietarios del edificio, y las pinturas fueron cubiertas, como ve.

Yashim se volvió hacia él con una expresión de derro ta en los ojos. La Rebelión Patrona había tenido lugar en 1730.

– ¿Quiere usted decir que esta tekke fue construida por orden suya? ¿No fue karagozi originalmente?

El hombre sonrió y negó con la cabeza.

– No. Por tanto, ya ve, nos movemos en círculos. Lo que un día se abre, otro se cierra.

Cinco minutos más tarde, Yashim se encontraba de nuevo en la calle.

El plano de Palieski, trazado por el escocés-inglés Mustafá, identificaba la tekke correctamente… para la época en que fue trazado. Sin embargo, los karagozi no la habían construido. No era una de las cuatro tekkes originales.

Pero la idea tenía que ser correcta.

Yashim volvió a acordarse de la placita situada bajo las murallas bizantinas de la ciudad.

La imaginó en su mente. La mezquita. La fila de tiendas. Un viejo ciprés recortándose contra la deteriorada construcción de piedra de las murallas.

La tekke estaba allí. Tenía que estar allí.

Capítulo 85

Media hora más tarde, Yashim se acercaba a la plaza por un largo y recto callejón desde el sur.

Justo al frente, más allá de la boca del callejón, tenía una clara visión del espléndido ciprés donde anteriormente había estado charlando con los ancianos.

Desde donde se encontraba, a unos cuatrocientos cincuenta metros de distancia, podía ver lo que no había visto antes. Podía ver por encima de la copa del árbol.

Justo detrás de su esbelta punta, en un solitario y semiderruido esplendor, una torre bizantina se alzaba de entre las imponentes murallas de la ciudad.

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