Chris Mooney - Desaparecidas

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Todo comenzó un día cualquiera para aquellas tres adolescentes de Belham, Massachusetts. Ellas iban a pasar un día como cualquier otro, en el bosque bebiendo cerveza y fumando un poco. Todo iba bien, hasta que presenciaron aquella escena. Ellas no estaban preparadas para ver algo así, les arrancó la inocencia de cuajo, quebró su amistad, y se convirtió en un reguero de sangre y dolor, mucho dolor…
Han pasado veinticinco años desde que ocurriera aquello, y el secuestro de Carol Cranmore, una adolescente de Belham, ha puesto en guardia a la policía y al FBI. Estos últimos, creen saber a lo que se enfrentan, un nuevo ataque de un asesino en serie, posiblemente el mismo que llevan buscando más de veinticinco años… conocido como El Viajero. Solo existe una persona que haya sido capaz de escapar de las garras de este asesino, pero su estado es tan deplorable que apenas puede que ayuda a la investigación que están llevando a cabo. Darby McCormick, miembro del Departamento de Policía de Boston, es acosada por los fantasmas del pasado, y asumirá este caso como algo personal. Intentara encontrar y salvar a Carol, aunque le cueste la vida en el intento…
Mientras tanto, Carol despierta en una celda oscura. Está asustada, no sabe donde está…oye gritos a lo lejos…gritos de mujeres encerradas como ella. Pero de vez en cuando suena un zumbido, y todas las celdas se abren. Carol cruza el umbral, bajo la atenta mirada de un sádico asesino, dispuesto a dar rienda suelta a sus fantasías mas perversas. Se inicia una caza que solo tiene dos reglas básicas: esconderse o morir.

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Había roto todas esas cartas. Helena Cruz sólo quería que le devolvieran a su hija. Y ahora, después de veinticuatro años de espera, no estaba más cerca de conseguirlo.

– No sé dónde está Melanie -dijo Darby-. Si así fuera, se lo diría.

– Dime que no sufrió. Al menos dame eso.

Darby intentó pensar en una respuesta adecuada. No importaba. Helena Cruz dio media vuelta y se marchó.

Capítulo 75

Coop dejó a Darby en su casa y se marchó. Ella entró en la cocina, buscando a su madre. La enfermera le dijo que Sheila estaba en el patio trasero.

Sheila estaba sentada cerca de su antiguo jardín. El aire vespertino era frío. Darby cruzó la hierba llevando consigo una silla plegable. Sheila vestía un chaleco azul sobre un grueso polar y llevaba puesta la gorra de béisbol de Big Red. Una manta de lana le cubría el regazo y gran parte de la silla de ruedas. Parecía tan frágil…

Darby colocó la silla junto a la de su madre, aprovechando los últimos rayos de sol. Sheila tenía un álbum de fotos abierto sobre las rodillas. Darby se vio a sí misma cuando era sólo un bebé, envuelta en una mantita rosa y un gorro a juego.

Su madre tenía los ojos enrojecidos. Había estado llorando.

– He visto las noticias. Coop me ha contado el resto. -Sheila hablaba con voz pausada mientras observaba los vendajes que cubrían la cara de Darby-. ¿Cómo te encuentras?

– Esto se curará. Estoy bien. De verdad.

Sheila cogió a Darby de la mano y la apretó. Darby miró hacia el patio, hacia las sábanas blancas tendidas que la brisa hacía oscilar. La cuerda de tender estaba muy cerca de la puerta del sótano por la que Evan Manning, y no Victor Grady, había entrado en la casa hacía más de dos décadas.

Darby recordó el día en que encontró a Evan esperándola en la calzada. Estaba allí para averiguar cuánto sabía ella sobre lo sucedido en el bosque. ¿Fue Evan quien encontró la llave que tenían escondida para emergencias? ¿O fue Boyle quien registró antes la casa?

– ¿Dónde has estado? -preguntó Sheila.

– Fui a comisaría con Coop. Banville, el inspector encargado del caso, me llamó para decirme que había encontrado algunas fotos. -Darby se volvió hacia su madre-. Fotos de Melanie.

Sheila posó la mirada en el patio. La brisa sacudía las ramas y hacía volar las hojas secas por el suelo.

– Helena Cruz estuvo allí -dijo Darby-. Quería saber dónde está enterrada Mel.

– ¿Y lo sabes?

– No. Nunca lo sabremos a menos que surjan nuevos datos.

– Pero sabes lo que le sucedió a Mel.

– Sí.

– ¿Qué pasó?

– Boyle se la llevó al sótano de su casa y la estuvo torturando durante días, tal vez semanas. -Darby se metió las manos en los bolsillos del abrigo-. Es todo cuanto sé.

Sheila resiguió con el dedo una foto de Darby durmiendo en su cuna.

– No dejo de pensar en estas fotos…, en los recuerdos que atesoran -dijo su madre-. Me pregunto si puedes llevarte los recuerdos contigo, o si simplemente se desvanecen cuando mueres.

A Darby le temblaba la voz, pero sabía lo que debía preguntar.

– Mamá, cuando estuve en el sótano con Manning, él dijo algo sobre Mel. -Hizo un esfuerzo sobrehumano para seguir-. Cuando le pregunté dónde la había enterrado, qué había sido de ella, Manning me dijo que te lo preguntara a ti.

Sheila reaccionó como si acabaran de abofetearla.

– ¿Sabes algo? -preguntó Darby.

– No. No, por supuesto que no.

Darby apretó las manos. Sintió un leve alivio.

Sacó un papel doblado: era la copia en color que había hecho de la imagen de la pizarra. La dejó encima del álbum de fotos.

– ¿Qué es esto? -inquirió Sheila.

– Ábrelo.

Sheila lo hizo. Se le alteró el semblante, y entonces Darby lo supo.

– ¿Se supone que debo conocer a esta persona? -preguntó Sheila.

– ¿Recuerdas la foto que la enfermera encontró en la ropa que dejaste para donar? Te la enseñé y me dijiste que era una foto de Regina, la hija de Cindy Greenleaf.

– La morfina me afecta a la memoria. ¿Puedes llevarme dentro? Estoy muy cansada y quiero acostarme.

– Esa foto está colgada en una de las pizarras de comisaría. Esta mujer fue una de las víctimas de Boyle y Manning. No la hemos identificado.

– Llévame dentro, por favor -insistió Sheila.

Darby no se movió. Odiaba lo que estaba haciendo, pero no tenía más remedio.

– Cuando Boyle se fue de Belham, se instaló en Chicago. Nueve mujeres desaparecieron antes de que se marchara a Atlanta. Otras ocho mujeres desaparecieron allí y veintidós en Houston. Boyle iba de estado en estado mientras Manning preparaba pruebas falsas para cargar las muertes a cabezas de turco. Hablamos de un centenar de víctimas, quizá más. De algunas no sabemos ni su nombre. Como la mujer de la foto.

– Deja esto, Darby. Por favor.

– Estas mujeres tenían familia. Hay madres por ahí que, como Helena Cruz, se preguntan cada día qué ha sido de sus hijas. Sé que me ocultas algo. ¿Qué es, mamá?

Sheila contemplaba una de las fotos de Darby: en ella le faltaban los dos dientes delanteros y estaba de pie en la bañera.

– Tienes que decírmelo, mamá. Por favor.

– Tú no sabes lo que es…

Darby aguardó. El corazón se le aceleraba.

– ¿Qué es lo que no sé, mamá?

Sheila estaba pálida. Darby distinguió las venitas azuladas que surcaban su piel de marfil.

– Cuando coges a tu hija por primera vez, cuando la tienes en brazos y le das de comer, y la ves crecer, harías cualquier cosa para protegerla. Cualquier cosa. El amor que sientes… Dianne Cranmore te lo dijo. Es un amor mayor del que se puede soportar.

– ¿Qué pasó?

– Él tenía tu ropa -dijo Sheila.

– ¿A quién te refieres?

– Ese detective, Riggers, me dijo que había encontrado ropa perteneciente a algunas de las mujeres desaparecidas en casa de Grady. Y fotos. Tenía fotos de ti y se había llevado algunas prendas tuyas.

– No me quitó nada esa noche.

– Riggers me dijo que Grady debía de haber entrado en casa y que aprovechó para llevarse parte de tu ropa. No dijo por qué. No importaba. Nada importaba porque Riggers malogró el registro: fue un registro ilegal, y en consecuencia se invalidaron todas las pruebas encontradas porque esos hombres, que se creían profesionales, lo habían echado todo a perder y Grady iba a salir impune.

– ¿Te lo contó Riggers?

– No. Fue Buster, el amigo de tu padre. ¿Te acuerdas de él? Solía llevarte al cine y…

– Sé quién es. ¿Qué te dijo?

– Buster me contó que Riggers había jodido el caso, me dijo que intensificaron la vigilancia sobre Grady por si podían encontrar algo antes de que éste hiciera las maletas y se largara.

A Sheila le temblaba la voz.

– Ese… monstruo entró en mi casa para matar a mi hija, y la policía iba a dejarlo escapar.

Darby sabía lo que venía, lo sentía directo hacia ella con la fuerza de un tren en marcha.

– Tu padre… tenía una pistola. Para emergencias, decía. La tenía en el taller. Yo sabía usarla, como también sabía que no podrían seguir el rastro del arma. Cuando Grady se fue a trabajar, me dirigí a su casa. Llovía. La puerta del porche trasero estaba entreabierta. Entré. Había estado empaquetando enseres. Había cajas por todas partes.

Darby sintió un escalofrío.

– Me escondí en su cuarto hasta que llegó. Esperé a que subiera y se acostara. Oí que encendía el televisor y me figuré que se habría quedado dormido en el sofá, así que bajé. Estaba tirado en una silla. Había bebido. Tenía una botella en el suelo. Subí el volumen del televisor y me acerqué a la silla. No se movió, ni se despertó, cuando apoyé la pistola en su frente.

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