Chris Mooney - Secuestradas

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A Darby McCormick le han propuesto la investigación de un nuevo caso. Se trata de la desaparición y posterior asesinato de dos jóvenes universitarias: Emma Hale, hija de un poderoso magnate y. alumna de primer curso en Harvard, cuvo cuerpo fue hallado a orillas del río, y Judith Chen, una estudiante ejemplar que se costeaba sus estudios con su trabajo en una cafetería. Nada parece relacionar ambos crímenes, salvo la causa de la muerte, un disparo en la nuca… y que las dos llevaban una estatuilla de la Virecn dentro de sus bolsillos.
Darby se incorporará a la recién creada CSU, Unidad Especial de Científicos Forenses, donde deberá trabajar codo con codo con el inspector Bryson, un hombre hosco y reservado. En el curso de sus indagaciones toparán con Malcolm Fletcher, un ex agente federal perseguido por la ley que podrfa ser la clave para dar con el paradero del homicida. La doctora McCormick tendrá que actuar contrarreloj, puesto que una nueva joven acaba de desaparecer y quién sabe cuánto tiempo puede pasar antes de que corra la misma suerte que sus predecesoras…

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Woodbury comprobó el sistema; la biblioteca de maquillajes había sido actualizada a principios del mes anterior. Comprobó si había alguna actualización adicional para descargarla, pero no la había.

– A lo mejor no es maquillaje -sugirió Darby.

– Todos son componentes químicos que se encuentran en el maquillaje, pero ¿de qué marca? -Sin apartar la vista del monitor, Woodbury se recostó en su asiento mientras se pasaba la mano por el vello rasurado de la nuca-. El problema es la sustancia que aparece como desconocida: está confundiendo al sistema. Primero tendremos que aislarla.

– ¿Podría la FTIR darnos una lista de posibles marcas?

– Podría, pero estaríamos hablando de centenares de muestras. El nivel del dióxido de titanio es interesante.

– ¿Por qué? ¿Qué significa?

– Es muy alto -respondió Woodbury-. El maquillaje, y eso engloba tanto las bases de maquillaje como los productos que se usan para camuflar los granos o las cicatrices, contiene trazas de dióxido de titanio, mica y óxidos de hierro. Aquí tenemos un nivel de dióxido de titanio más alto de lo normal. ¿Tenía Chen cicatrices en la cara?

– No lo creo. Podría volver a examinar las fotos.

– ¿Usaba maquillaje?

– Tenía algunos cosméticos en el armario del baño.

– Si dispusiera del maquillaje que utilizaba, podría tomar unas muestras y compararlas con lo que tenemos aquí.

– Me encargaré de que te llegue.

– ¿Te vas a encargar tú misma de traerlo o vas a enviar a alguien a buscarlo?

– ¿Por qué lo preguntas?

– No sé cómo decir esto sin que suene sexista, así que lo diré sin rodeos: tú eres una mujer.

– Gracias por haberte dado cuenta -dijo Darby.

– Lo que quiero decir es que tú estás más familiarizada con el maquillaje que, por ejemplo, un patrullero, que sería capaz de hurgar en su armario del baño o en su neceser de maquillaje y pasar algo por alto. Por lo que hemos descubierto hasta ahora, esta muestra podría ser una crema para los granos con color.

– Entendido. Yo misma recogeré las muestras.

– Por otro lado, podríamos estar hablando de una o de más muestras distintas de maquillaje, lo que significa que tal vez se trate de dos marcas distintas. No estaría mal que consiguieras también una muestra del maquillaje de Emma Hale. Si ambas chicas estuvieron encerradas en el mismo lugar, cabe la posibilidad de que Chen usase uno de los productos de Hale.

– ¿Cómo vas a identificar la sustancia desconocida?

– Veré lo que puedo hacer.

Esa era la forma que tenía Woodbury de decir que quería quedarse a solas para pensar. Darby sabía que no le gustaba trabajar con alguien todo el rato encima de él haciéndole preguntas.

– Iré a buscarte el maquillaje -dijo Darby.

Estaba en su despacho poniéndose el abrigo cuando recibió una llamada de la recepción de la comisaría.

– Tengo aquí a una mujer que se llama Tina Sanders y que quiere hablar con usted -le comunicó el sargento.

El nombre no le sonaba en absoluto.

– ¿Qué quiere? -preguntó Darby.

– Dice que tiene usted información sobre su hija desaparecida, Jennifer. Le he sugerido que vaya a Personas Desaparecidas, pero asegura que el detective con el que habló le dijo que hablara sólo y directamente con usted, y con ninguna otra persona.

– ¿Cómo se llama el detective?

– Espere. -El sargento habló un momento en un murmullo y luego volvió a ponerse al aparato-. No sabe cómo se llama pero dice que trabajaba con usted en el caso del Sinclair. ¿Eso le dice algo?

– Hágala subir -le pidió Darby.

Capítulo 40

Tina Sanders estaba devastada por la osteoporosis. Asomando como una protuberancia en la espalda y oculta bajo la tela roja de un raído abrigo de plumón, tenía la clásica cifosis propia de las ancianas. La mujer caminaba encorvada, agarrándose a los mangos de goma de su andador con los dedos huesudos y agarrotados. Llevaba el pelo, recogido con rulos, parcialmente cubierto por un pañuelo de seda azul.

– ¿Han encontrado a Jenny?

– Hablemos en la sala de reuniones -le indicó Darby.

Tina Sanders avanzó a trompicones con su andador, arrastrando los pies calzados con zapatos ortopédicos negros. Darby le sujetó la puerta. Ya había dejado un mensaje en el móvil de Tim Bryson, así como en el contestador de su despacho, pidiéndole que la llamase de inmediato.

Darby ayudó a la mujer a sentarse. El pelo y la ropa le apestaban a humo de cigarrillo.

Con la mano temblorosa, Tina Sanders rebuscó en el interior de su bolso, extrajo un trozo doblado de papel y lo dejó encima de la mesa.

En la hoja, de 8,5 x 11 se veía la fotografía de una mujer de pelo rubio con mechas: era la misma foto que Darby había visto pegada a la pared semiderruida del Sinclair.

– ¿De dónde ha sacado esto, señora Sanders?

– Me la dejó en el buzón.

– ¿Quién se la dejó en el buzón?

– El detective -explicó Tina Sanders-. Me dijo que viniera aquí a hablar con usted. Dijo que usted sabía lo que le había pasado a Jenny.

– ¿Cómo se llamaba ese hombre?

– No lo sé. Pero ¿qué pasa con Jenny? ¿Han encontrado su cuerpo?

– Tendrá que perdonarme, señora Sanders, pero estoy un poco confusa. Espere un momento. -Darby abrió su libreta-. Primero dígame cómo ha conseguido esa fotografía.

La anciana trató de dominar su impaciencia.

– Esta mañana me han llamado por teléfono. Era un hombre que afirmaba ser un detective de Boston. Me ha dicho que Darby McCormick, del Laboratorio Criminalístico de Boston, ha averiguado lo que le pasó a mi hija. Le he preguntado qué le había ocurrido, y me ha pedido que abriese mi buzón. Ahí es donde he encontrado la foto. Cuando he vuelto al teléfono, ya no estaba; se había cortado la llamada o algo así. Eso es lo que ha pasado. Y ahora, cuénteme lo de Jenny. ¿Qué ha averiguado?

– ¿Dónde vive, señora Sanders?

– En Belham Heights.

Darby se había criado en Belham y conocía bien la zona de Heights: edificios baratos de tres plantas con vistas a cuerdas de tender atadas a los porches y patios traseros del tamaño de un sello de correos, separados por vallas de tela metálica a punto de romperse.

– Y la mujer de la foto es su hija.

– Eso ya se lo he dicho… ¿qué?, por lo menos seis veces, ¿no?

Tina Sanders sacó un paquete de cigarrillos Virginia Slims de su bolso.

– Lo siento, señora Sanders, pero no puede fumar aquí dentro.

– Sólo quiero llevar esto en la mano. -Había dado la vuelta al paquete de tabaco: debajo del celofán había un crucifijo de oro-. Llevo veintiséis años rezando por que llegara este momento -añadió, con la voz quebrada-. No me puedo creer que esté sucediendo al fin.

– Cuénteme lo que le pasó a su hija -dijo Darby-. Empiece por el principio y tómese el tiempo que necesite.

Capítulo 41

La noche del 18 de septiembre de 1982, la joven de veintiocho años Jennifer Sanders, enfermera de psiquiatría del Instituto Sinclair de Salud Mental, había salido del hospital para reunirse con su madre en una boutique de novias en el centro de Boston. Habían quedado a las cinco de la tarde, y luego irían a cenar.

Hacia las seis Jennifer no había aparecido todavía en la tienda, y Tina supuso que su hija, que debía entrar en la ciudad desde la zona norte, estaría atrapada en algún atasco de tráfico. Jennifer no tenía forma de llamar para decir que iba a llegar tarde; era 1982, una época en la que los teléfonos móviles eran juguetitos enormes y muy caros que sólo poseían los ricos.

Hacia las siete y media de la tarde, todavía sin noticias de su hija, Tina Sanders se había puesto nerviosa. A lo mejor le había dado un golpe al coche, a lo mejor se le había averiado y había tenido que ir a buscar una cabina para llamar a la asistencia en carretera. Pero si ése era el caso, Jennifer habría llamado también a la tienda para que su madre supiera lo que había pasado. A lo mejor había sufrido un accidente. A lo mejor estaba gravemente herida e iba de camino de algún hospital.

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