– No vendrá -dijo Waaler sin dejar de observar las imágenes de pasillos y entradas vacíos.
– ¡Qué pronto lo has dicho! -protestó Falkeid.
Waaler negó despacio con la cabeza.
– Sabe que estamos aquí. Lo noto. Está en algún lugar, riéndose de nosotros.
En un árbol de un jardín, pensó Otto.
Waaler se levantó.
– Chicos, vamos a recoger. La teoría del pentagrama no ha funcionado. Mañana empezaremos otra vez desde el principio.
– La teoría es válida.
Los otros tres se volvieron hacia el capullo de Harry, que ya se guardaba el móvil en el bolsillo.
– Se llama Sven Sivertsen -afirmó-. Ciudadano noruego con domicilio en Praga, nacido en Oslo en 1946, pero, según nuestra colega Beate Lønn, aparenta ser mucho más joven. Pesan sobre él dos condenas por contrabando. Le ha regalado a su madre un diamante idéntico a los que hemos encontrado junto a las víctimas. Y la madre dice que la ha visitado en Oslo en las fechas en cuestión. En Villa Valle.
Otto vio que Waaler se había quedado pálido y muy tenso.
– Su madre -susurró Waaler-. ¿En la casa que señalaba el último pico de la estrella?
– Sí -confirmó el capullo de Harry-. La mujer está en casa, esperando la llegada de su hijo. Esta noche. Ya va un coche con refuerzos camino de la calle Schweigaardsgate. Yo tengo el mío aquí cerca.
Se levantó de la silla. Waaler se frotó el mentón.
– Hemos de reagruparnos -dijo Falkeid cogiendo el walkie-talkie.
– ¡Espera! -gritó Waaler-. Nadie hará nada hasta que yo lo diga.
Los demás lo miraron expectantes. Waaler cerró los ojos. Transcurrieron dos segundos. Los abrió de nuevo.
– Detén ese coche que está en camino, Harry. No quiero un solo coche de policía a menos de un kilómetro a la redonda de esa casa. Si advierte el menor peligro, habremos perdido. Sé un par de cosas sobre los contrabandistas de los países del Este. Siempre, siempre procuran asegurase la retirada. Ésa es una. La otra es que, si logran desaparecer, nunca vuelves a dar con ellos. Falkeid, tú y tus hombres os quedáis aquí y continuáis el trabajo hasta que se os ordene lo contrario.
– Pero tú mismo has dicho que no…
– Haz lo que te digo. Puede que ésta sea nuestra única oportunidad y, ya que es mi cabeza la que está en juego, me gustaría encargarme personalmente. Harry, tú asumes el mando aquí. ¿Vale?
Otto vio que el capullo de Harry dirigía la vista a Waaler, pero con una mirada ausente.
– ¿Vale? -repitió Waaler.
– De acuerdo -dijo el capullo.
Sábado. Consolador
Olaug Sivertsen miraba a Beate con los ojos desorbitados y expresión aterrada mientras la policía comprobaba que todas las balas estaban en su sitio.
– ¿Mi Sven? ¡Pero Dios mío, tenéis que comprender que estáis equivocados! Sven es incapaz de hacer daño a nadie.
Beate metió el cargador del revólver en su lugar y se acercó a la ventana de la cocina que daba al aparcamiento de la calle Schweigaardsgate.
– Esperemos que así sea. Pero, para averiguarlo, antes tenemos que detenerlo.
El corazón de Beate latía algo más rápido, pero no demasiado. El cansancio había desparecido cediendo a una ligereza y falta de ánimo, casi como si estuviera bajo la influencia de algún estupefaciente. Era el viejo revólver de su padre. Le había oído decir a un colega que nunca había que fiarse de una pistola.
– ¿Así que no dijo nada sobre la hora a la que llegaría?
Olaug negó con la cabeza.
– Dijo que tenía algunos asuntos que atender.
– ¿Tiene llave de la puerta principal?
– No.
– Bien. Entonces…
– No suelo cerrar cuando sé que va a venir.
– ¿La puerta no está cerrada?
Beate notó que la sangre se le agolpaba en la cabeza y oyó su voz chillona. No sabía con quién estaba más enfadada. Si con aquella señora mayor que había recibido protección policial, pero que, al mismo tiempo, dejaba la puerta principal abierta para que pudiera entrar su hijo, o consigo misma, por no haber comprobado algo tan elemental.
Respiró profundamente para templar el tono de su voz.
– Quiero que te quedes aquí sentada, Olaug. Yo iré al pasillo para…
– ¡Hola!
La voz resonó a espaldas de Beate, cuyo corazón latía rápidamente, ahora demasiado rápido. Se giró rauda con el brazo derecho extendido y el fino dedo índice doblado en torno al duro gatillo. Una figura llenaba el vano de la puerta. Ni siquiera lo oyó entrar. Buena, muy buena y tonta, muy tonta.
– ¡Guau! -dijo la voz riéndose.
Beate centró la vista en la cara. Vaciló otra fracción de segundo antes de aflojar la presión contra el gatillo.
– ¿Quién es? -preguntó Olaug.
– La caballería, señora Sivertsen -explicó la voz-. El comisario Tom Waaler.
Tras presentarse, le tendió la mano y, mirando a Beate de reojo, dijo:
– Me he tomado la libertad de cerrar la puerta principal, señora Sivertsen.
– ¿Dónde está el resto? -preguntó Beate.
– No hay resto. Sólo estamos…
Beate sintió un escalofrío al ver la sonrisa de Tom Waaler.
– … nosotros dos, querida.
Eran las ocho pasadas.
Las noticias de la tele informaban de que un frente frío se aproximaba a Inglaterra y de que pronto se acabaría la ola de calor.
En uno de los pasillos del edificio Postgiro, Roger Gjendem le comentó a un colega que, últimamente, la policía se mostraba muy misteriosa y que se apostaba cualquier cosa a que se estaba cociendo algo. Había oído el rumor de que habían movilizado al POT, cuyo jefe, Sivert Falkeid, llevaba dos días sin atender el teléfono. Tanto el colega como la redacción opinaban que se hacía ilusiones. De modo que sacaron en primera página la noticia del frente frío.
Bjarne Møller estaba en el sofá viendo el programa Beat for Beat. Le gustaba Ivar Dyrhaug. Le gustaban las canciones. Y no le importaba que en el trabajo opinasen que era un programa familiar un tanto conservador y más bien para señoras mayores. A él le gustaba lo familiar. Y con frecuencia pensaba que en Noruega debía de haber muchos cantantes con talento que nunca salían a la luz. Pero Møller no lograba concentrarse aquella noche en los fragmentos de texto y en la puntuación, sólo miraba con apatía mientras su mente vagaba hacia el informe telefónico que Harry acababa de darle sobre el estado de la investigación.
Miró el reloj y el teléfono por quinta vez en media hora. Habían acordado que Harry llamaría en cuanto supieran algo más. Y el jefe de la Policía Judicial le había pedido a Møller que lo informase una vez terminado el operativo. Møller se preguntaba si el jefe de la Policía Judicial tendría televisor en su cabaña y si estaría, como él, sentado ante la pantalla viendo la segunda y la tercera palabra en el panel - just y called -, con la solución en la punta de la lengua y la mente en otro lugar.
Otto dio una calada. Cerró los ojos y vio las ventanas inundadas de luz, oyó el crujir de las hojas secas al viento y sintió la decepción que lo embargaba cuando, en el interior de la casa, corrían las cortinas. La otra lata estaba tirada en el arcén. Nils se había ido a casa.
A Otto se le había terminado el tabaco, pero el capullo del policía que se llamaba Harry le había dado un cigarrillo. Harry sacó el paquete de Camel Light del bolsillo media hora después de que Waaler se hubiera pirado. Una buena elección, salvo por lo de light. Falkeid los miró con desaprobación cuando empezaron a fumar, pero no dijo una palabra. Harry fumaba despacio mientras escrutaba atento las imágenes, estudiándolas una a una. Como si aún pudiera haber algo que no hubiesen detectado.
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