Jo Nesbø - La estrella del diablo

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En un verano excepcionalmente caluroso en Oslo, el cuerpo de una joven aparece en el suelo de su apartamento, en medio de un charco de sangre. Tiene amputado un dedo de la mano izquierda, y bajo un párpado le han colocado un pequeño diamante rojo con la forma de una estrella de cinco puntas: el símbolo de las tinieblas, el emblema del diablo. Cinco días después del tétrico hallazgo, un hombre denuncia la desaparición de su esposa. Otro dedo cercenado aparece en escena: lleva un anillo con un diamante rojo engarzado, tallado como una estrella de cinco puntas. Tendrán que pasar cinco días más para que aparezca el tercer cadáver… y se repita el ritual. Son demasiadas coincidencias, y todo apunta a que un asesino en serie está actuando en la ciudad.
Harry Hole no tiene vacaciones, por lo que el jefe Moller le asigna el caso y le impone como compañero a Tom Waaler, un tipo corrupto, implicado en el tráfico de armas y de alguna manera responsable de la muerte de Hellen Gjelten, compañera y amiga de Hole, en el transcurso de una investigación. Harry está decidido a demostrar que sus sospechas sobre Waaler están fundadas, e incluso empieza a preguntarse si no estará relacionado con los crímenes. Los demonios reales y los imaginarios se mezclan en la mente del policía, que se tiene que enfrentar a un criminal sanguinario y a un enemigo implacable dentro del departamento. Sólo tiene una cosa clara: la estrella de cinco puntas es la clave para resolver el misterio.

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– ¿Seguro que es para mí? -preguntó.

– Sí. Necesito un recibo…

El hombre le tendió una carpeta con un folio sujeto por una pinza.

Marius lo miró inquisitivamente.

– Lo siento, ¿no tendrás un bolígrafo? -preguntó el hombre sonriendo.

Marius no dejaba de observarlo. Había algo en él que no cuadraba. Algo que no podía precisar.

– Un momento -dijo Marius.

Se llevó el sobre consigo, lo dejó en la estantería, junto al llavero con el cráneo, buscó el bolígrafo en el cajón y se dio la vuelta. Marius se sobresaltó al ver que el hombre estaba tras él en el penumbroso pasillo.

– No te he oído -dijo Marius escuchando resonar su propia risa nerviosa que retumbaba entre las paredes.

No es que tuviera miedo. En su pueblo natal, la gente solía pasar sin más. Para que no saliera el calor. O para que no entrara el frío. Pero había algo extraño en aquel hombre. Se había quitado las gafas y el casco y Marius vio ahora qué era lo que no encajaba. Era viejo. Los mensajeros ciclistas solían ser chicos jóvenes. Tenía el cuerpo delgado y bien entrenado y podía pasar por el de una persona joven, pero la cara pertenecía a un hombre con más de treinta, incluso con más de cuarenta.

Marius estaba a punto de abrir la boca cuando su mirada reparó en el objeto que el mensajero sujetaba en la mano. Había luz en la habitación y el pasillo estaba a oscuras, pero Marius Veland había visto suficientes películas para reconocer el contorno de una pistola alargada por un silenciador.

– ¿Es para mí? -soltó de pronto.

El hombre sonrió y lo encañonó con la pistola. Directamente a él. A su cara. Y entonces Marius comprendió que debía tener miedo.

– Siéntate -dijo el hombre-. El bolígrafo es para ti. Abre el sobre.

Marius se dejó caer en la silla.

– Vas a escribir -explicó el hombre.

– ¡Buen trabajo, Bravo dos!

Falkeid gritaba y tenía la cara de un rojo encendido.

Otto respiraba intensamente por la nariz. En la pantalla se veía al objetivo tumbado en el suelo boca abajo delante del 205, con las manos esposadas a la espalda. Y lo mejor de todo, tenía la cara torcida hacia la cámara, así que se podía apreciar el asombro y ver cómo se retorcía de dolor, ver cómo aquel cerdo poco a poco se percataba de su derrota. Era una primicia. No, era más que eso, era una grabación histórica. El dramático desenlace del verano sangriento de Oslo: «El mensajero asesino detenido cuando estaba a punto de cometer su cuarto asesinato». El mundo entero lucharía por enseñarlo. ¡Dios mío! Él, Otto Tangen, era un hombre rico. Se acabó la mierda de trabajo en el 7-Eleven, nada de capullos tipo Waaler, podría comprar… podría… Aud Rita y él podrían…

– No es él -dijo el portero.

El autobús se quedó en silencio.

Waaler se inclinó en la silla.

– ¿Qué dices, Harry?

– No es él. Dos cero cinco es uno de los apartamentos donde no pudimos dar con el inquilino. Según la lista se llama Odd Einar Lillebostad. Es difícil distinguir lo que lleva el tío en la mano, pero a mí me parece que es una llave. Lo siento, señores, pero apuesto a que Odd Einar Lillebostad acaba de llegar a su casa.

Otto escrutó la imagen. Tenía un equipo por valor de más de un millón, un equipo que había sido adquirido e hipotecado, capaz de sacar un detalle de la mano y de ampliarlo sin dificultad para comprobar si aquel capullo de portero tenía razón. Pero no era necesario. La rama del manzano crujía. La luz entraba a raudales por las ventanas del jardín. Y chisporroteaba en la lata.

– Bravo dos a Alfa. Según su tarjeta de crédito, ese tío se llama Odd Einar Lillebostad.

Otto cayó pesadamente hacia atrás en la silla.

– Tranquilos, señores -intervino Waaler-. Todavía puede presentarse. ¿No es verdad, Harry?

El capullo de Harry no contestó. Y en ese momento le sonó el móvil.

Marius Veland miró los dos folios en blanco que había sacado del sobre.

– ¿Quiénes son tus parientes más próximos? -preguntó el hombre.

Marius tragó saliva con la intención de contestar, pero la voz no le obedecía.

– No te voy a matar -le advirtió el hombre-. Si haces lo que te digo no lo haré.

– Mis padres -respondió Marius en un susurro que sonó como un SOS lastimero.

El hombre le ordenó que escribiera en el sobre los nombres y la dirección de sus padres. Marius apoyó el bolígrafo en el papel. Los nombres. Aquellos nombres que tan bien conocía. Y la dirección de Bofjord. Después miró fijamente lo escrito. Le había salido una letra torcida y como temblorosa.

El hombre empezó a dictarle la carta. La mano de Marius se movía apática sobre la hoja.

«¡Hola! ¡Se me ha ocurrido de repente! Me voy a Marruecos con Georg, un chico marroquí al que conocí no hace mucho. Nos quedaremos en casa de sus padres, en un pequeño pueblo de montaña llamado Hassane. Estaré fuera cuatro semanas. Parece que allí la cobertura telefónica no es muy buena, pero intentaré escribir, aunque, según Georg, el servicio de Correos no es de los mejores. Os llamaré en cuanto vuelva. Saludos…»

– Marius -dijo Marius.

– Marius.

Hecho esto, el hombre le dijo a Marius que metiera la carta en el sobre y que lo guardara en la mochila que él tenía en la mano.

– En el otro folio, escribe «Vuelvo dentro de cuatro semanas». Firma con la fecha de hoy y escribe tu nombre. Vale, gracias.

Marius estaba sentado mirando su regazo con el hombre justo a su espalda. La brisa movía la cortina. Fuera trinaban histéricos los pájaros. El hombre se inclinó y cerró la ventana. Ahora sólo se oía el suave zumbido de la minicadena de la estantería.

– ¿Qué canción es? -preguntó el hombre.

Like a blister in the sun -respondió Marius. Lo había puesto en Repeat. Le gustaba. Le habría hecho una buena reseña. Una reseña «calurosa e incluyente».

– La he oído antes -aseguró el hombre, que encontró el botón del volumen y lo subió-. Pero no recuerdo dónde.

Marius levantó la cabeza y observó por la ventana el verano acallado tras los cristales, el abedul, que parecía decir adiós, el césped verde. En el reflejo, vio que el hombre, a su espalda, levantaba la pistola y le apuntaba a la nuca.

Let me go wild!, ladraban los pequeños altavoces.

El hombre bajó el arma.

– Perdona. Se me había olvidado soltar el seguro. Ya está.

Like a blister in the sun!

Marius cerró los ojos. Shirley. Pensó en ella. ¿Dónde estaría ahora?

– Ahora caigo -dijo el hombre-. Fue en Praga. Se llaman Violent Femmes, ¿no es verdad? Mi novia me llevó a un concierto. No tocan muy bien, ¿no?

Marius abrió la boca para contestar, pero, simultáneamente, se oyó una tos seca procedente de la pistola y nadie supo jamás su opinión.

Otto seguía mirando la pantalla. Detrás de él estaba Falkeid hablando con Bravo dos en el lenguaje de los malos. El capullo de Harry había cogido el móvil que resonaba estridente. No dijo gran cosa. Seguramente, sería una tía fea que quería que la follase, pensó Otto aguzando el oído.

Waaler no decía nada, simplemente se mordía el nudillo mientras observaba inexpresivo cómo se llevaban a Odd Einar Lillebostad. Sin esposas. Sin indicio razonable de sospecha. Sin una mierda.

Otto seguía sin apartar la vista de la pantalla, con la sensación de hallarse junto a un reactor nuclear. El exterior no revelaba nada, el interior estaba rebosante de cosas con las que uno no querría vérselas por nada del mundo. Los ojos clavados en la pantalla.

Falkeid dijo «cambio y cierro» y dejó el chisme de hablar. El capullo de Harry seguía alimentando el suyo con monosílabos.

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