– ¿Quieres? Son australianas. Saben a gloria.
Harry negó con la cabeza sin quitarle el ojo de encima.
– ¿Puedo pasar? -preguntó Waaler.
Al ver que Harry no respondía, entró y cerró la puerta. Bordeó la mesa y se sentó en la otra silla. Se retrepó y siguió masticando la manzana roja y apetitosa.
– ¿Te has dado cuenta de que tú y yo somos casi siempre los primeros en llegar al trabajo, Harry? Extraño, ¿verdad? También somos los últimos en irnos a casa.
– Estás sentado en la silla de Ellen -observó Harry.
Waaler dio unas palmaditas en el brazo de la silla.
– Es hora de que tú y yo tengamos una charla, Harry.
– Habla -dijo Harry.
Waaler alzó la manzana, la expuso a la luz del techo y guiñó un ojo.
– ¿No es triste tener un despacho sin ventanas?
Harry no contestó.
– Corre el rumor de que vas a dejar el trabajo -dijo Waaler.
– ¿El rumor?
– Bueno, quizá sea un tanto exagerado llamarlo rumor. Tengo mis fuentes, por así decirlo. Supongo que has empezado a mirar otras cosas. Compañías de vigilancia. Compañías de seguros. ¿Cobradoras, quizá? Seguro que hay muchas empresas donde necesitan un investigador con estudios de Derecho.
Sus dientes blancos y fuertes se incrustaban en la fruta.
– A lo mejor no hay tantas empresas que aprecien un expediente con observaciones de episodios de embriaguez, absentismo injustificado, abusos, oposición a las órdenes de un superior y deslealtad hacia el Cuerpo.
Los músculos maxilares machacaban y trituraban.
– Pero bueno -prosiguió Waaler-. A lo mejor no importa que no te quieran contratar. A decir verdad, ninguno de esos trabajos ofrece retos especialmente interesantes para alguien que ha sido comisario y considerado uno de los mejores en su campo. Tampoco pagan muy bien. Y al fin al cabo, de eso se trata, ¿no? Que le paguen a uno por sus servicios. Ganar dinero para comprar comida y pagar el alquiler. Lo suficiente para una cerveza y quizás una botella de coñac. ¿O es whisky?
Harry notó que estaba apretando los dientes con tanta fuerza que le dolían los empastes.
– Lo mejor -continuó Waaler- sería ganar tanto como para permitirse un par de cosas más allá de las necesidades básicas. Como unas vacaciones de vez en cuando. Con la familia. A Normandía, por ejemplo.
Harry sintió que algo chisporroteaba dentro de su cabeza, algo que sonó como un pequeño fusible.
– Tú y yo somos muy diferentes en muchos aspectos, Harry. Pero eso no quiere decir que no te respete como profesional. Eres resuelto, listo, creativo y tu integridad está fuera de toda duda, siempre lo he dicho. Pero ante todo, eres mentalmente fuerte. Es una aptitud muy necesaria en una sociedad donde la competitividad es cada día más dura. Por desgracia, esa competitividad no se desarrolla con los medios que nosotros desearíamos. Pero si uno quiere ser ganador, debe estar dispuesto a emplear los mismos medios que los demás competidores, y una cosa más…
Waaler bajó la voz.
– Hay que jugar en el equipo correcto. Un equipo en el que se pueda ganar algo.
– ¿Qué es lo que quieres, Waaler?
Harry advirtió que le vibraba la voz.
– Ayudarte -respondió Waaler poniéndose de pie-. Las cosas no tienen por qué ser necesariamente como son ahora…, ¿sabes?
– ¿Y cómo son ahora?
– Ahora tú y yo tenemos que ser enemigos. Y el comisario jefe tiene que firmar necesariamente ese documento que tú ya sabes.
Waaler se encaminó hacia la puerta.
– Y tú nunca tienes dinero para hacer lo que es bueno para ti y para aquéllos a los que quieres… -Posó la mano en el picaporte antes de añadir-: Piénsalo, Harry. Sólo existe una cosa capaz de ayudarte en la jungla de ahí fuera.
«Una bala», pensó Harry.
– Tú mismo -sentenció Waaler. Y desapareció.
Domingo. Despedida
Ella estaba fumando un cigarrillo en la cama. Estudiaba detenidamente la espalda de él, delante de la cómoda, cómo los omoplatos se movían bajo la seda del chaleco arrancándole destellos en negro y azul. Posó la mirada en el espejo. Miró sus manos, que anudaban la corbata con movimientos suaves y seguros. Le gustaban sus manos. Le gustaba verlas trabajar.
– ¿Cuándo vuelves? -preguntó.
Sus miradas se encontraron en el espejo. Su sonrisa también era suave y segura. Ella hizo un mohín, haciéndose la ofendida.
– En cuanto pueda, mi amor.
Nadie decía «mi amor» como él. Liebling. Con ese acento tan peculiar y aquel tono cantarín que casi consiguió que volviese a gustarle la lengua alemana.
– Mañana, espero, en el vuelo de la noche -respondió él-. ¿Me esperarás?
Ella no pudo evitar una sonrisa. Él se rió. Ella se rió. Mierda, siempre se salía con la suya.
– Estoy convencida de que hay un montón de chicas esperándote en Oslo -dijo ella.
– Eso espero.
Se abotonó el chaleco y cogió la chaqueta de la percha que había colgada en el armario.
– ¿Has planchado los pañuelos, querida?
– Los he puesto en la maleta, junto con los calcetines -respondió ella.
– Estupendo.
– ¿Vas a verte con algunas de ellas?
Él volvió a reír, se acercó a la cama y se inclinó sobre ella.
– ¿Tú qué crees?
– No lo sé. -Le rodeó el cuello con los brazos-. Me parece que hueles a mujer cada vez que vuelves a casa.
– Eso es porque nunca estoy fuera el tiempo suficiente para que el olor a ti desaparezca, querida. ¿Cuánto hace que te conocí? ¿Veintiséis meses? Pues llevo veintiséis meses oliendo a ti.
– ¿Y a nadie más?
Ella se deslizó hacia abajo en la cama y lo atrajo hacia sí. Él la besó ligeramente en la boca.
– Y a nadie más. El avión, mi amor…
Él se liberó de su abrazo.
Ella lo miró mientras se iba acercando a la cómoda, abría un cajón y sacaba el pasaporte y los billetes de avión. Los metió en el bolsillo interior y se abrochó la chaqueta. Todo lo hacía con movimientos sinuosos, con una seguridad y una eficacia desprovistas de esfuerzo que a ella le resultaban sensuales y sobrecogedoras a la vez. De no ser porque la mayoría de las cosas las hacía igual, con el mínimo esfuerzo, ella habría jurado que llevaba toda la vida practicando para hacer aquello: irse. Abandonar.
Curiosamente, a pesar de todo el tiempo que habían pasado juntos los dos últimos años, ella sabía muy poco de él, aunque nunca le había ocultado que había estado antes con muchas mujeres. Él solía decirle que era porque la buscaba a ella desesperadamente. A las otras las iba desechando en cuanto se daba cuenta de que no eran ella y continuó su búsqueda sin descanso hasta que un día de otoño de hacía dos años se conocieron en el bar del Gran Hotel Europa, en V á clavsk é Náměstí.
Era la forma más fina de promiscuidad que ella había oído jamás.
Más fina que la suya, en cualquier caso, que sólo estaba allí por dinero.
– ¿Y qué haces en Oslo?
– Negocios -dijo él.
– ¿Por qué nunca quieres contarme lo que haces exactamente?
– Porque nos queremos.
Cerró la puerta silenciosamente tras de sí. Ella oyó sus pasos en la escalera.
Sola otra vez. Cerró los ojos con la esperanza de que el olor de él permaneciera en las sábanas hasta su vuelta. Se llevó la mano al collar. No se lo había quitado ni una sola vez desde que se lo regaló, ni siquiera cuando se bañaba. Pasó los dedos por el colgante y pensó en su maleta. En el alzacuello blanco y almidonado que había visto al lado de los calcetines. ¿Por qué no se lo comentó? A lo mejor porque tenía la sensación de que ya preguntaba demasiado. No debía contrariarlo.
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