Iba a devolver el cincel a su lugar cuando detuvo la mano en el aire.
Había un miembro de un ser humano en la caja de herramientas. Ya lo había visto antes en el lugar del crimen. Genitales seccionados. Tardó un segundo en comprender que el pene de color carne no era más que un consolador.
Se volvió a tumbar de espaldas, todavía con el cincel en la mano. Tragó saliva.
Después de tantos años desempeñando un trabajo que incluía revisar las pertenencias y las vidas privadas de la gente, un consolador no causaba demasiada impresión. No fue por eso por lo que tragó saliva.
Aquí, en esta cama.
¡Tenía que tomar esa copa ya!
El sonido se transmite bien a través del patio interior.
Rakel.
Intentó no pensar, pero era demasiado tarde. Su cuerpo pegado al de ella.
Rakel.
Y se produjo la erección. Harry cerró los ojos y notó que la mano de ella se desplazaba, con los movimientos inconscientes y casuales de una persona dormida, para posarse en su barriga. La mano se quedó allí sin más, como si no tuviera intención de ir a ninguna parte. Los labios de ella contra su oreja, su aliento cálido que sonaba como el rugido de algo que arde. Sus caderas que empezaban a moverse en cuanto la tocaba. Los pechos pequeños y suaves con aquellos pezones sensibles que se ponían duros con tan sólo notar su respiración. Su sexo que se abría con la intención de devorarlo. Sintió una presión en la garganta, como si estuviera a punto de romper a llorar.
Harry se sobresaltó cuando oyó abrirse la puerta de abajo. Se sentó, alisó el edredón, se levantó y se miró en el espejo. Se frotó la cara con ambas manos.
Willy insistió en acompañarlos para ver si Ivan, el pastor alemán, lograba olfatear algo.
Justo cuando asomaron a la calle Sannergata, un autobús rojo salía silenciosamente de la parada. Una niña pequeña miró fijamente a Harry desde la ventanilla trasera, su cara redonda fue haciéndose más pequeña a medida que el autobús se alejaba en dirección a Rodeløkka.
Fueron hasta la tienda Kiwi y regresaron sin que el perro reaccionase.
– Eso no quiere decir que tu mujer no haya estado aquí -explicó Ivan-. En una calle de la ciudad con tráfico de vehículos y muchos otros peatones resulta difícil distinguir el olor de una persona en particular.
Harry miró a su alrededor. Tenía la sensación de ser observado, pero en la calle no había nadie, y lo único que vio en las ventanas de la hilera de fachadas era el cielo negro y sol. Paranoia de alcohólico.
– Bueno -dijo Harry al fin-. De momento, no podemos hacer nada más.
Willy los miró con desesperación.
– Todo irá bien, ya verás -dijo Harry.
Willy contestó con voz queda, como el hombre del tiempo:
– No, todo no irá bien.
– ¡Ivan, ven aquí! -gritó el policía tirando de la cadena. El perro había metido el hocico debajo del parachoques frontal de un Golf que estaba aparcado al lado de la acera.
Harry le dio a Willy una palmadita en el hombro, evitando su mirada ansiosa.
– Todos los coches patrulla están avisados. Y si no ha aparecido a la medianoche, emitiremos una orden de búsqueda. ¿De acuerdo?
Willy no contestó.
Ivan seguía colgado de la cadena y no dejaba de ladrarle al Golf.
– Espera un poco -dijo el policía.
Se puso a cuatro patas y pegó la cabeza al asfalto.
– Vaya -dijo alargando el brazo por debajo del coche.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó Harry.
El policía se dio la vuelta con un zapato de tacón en la mano. Harry oyó jadear a Willy a su espalda y preguntó:
– ¿Es el zapato de Lisbeth, Willy?
– No irá bien -respondió Willy-. Nada irá bien.
Jueves y viernes. Pesadilla
El jueves por la tarde, un vehículo rojo del servicio de Correos se detuvo ante una estafeta de Rodeløkka. El contenido del buzón se había introducido en una saca que habían depositado en la parte trasera de la furgoneta que lo llevó a la central de la calle Biskop Gunerius número 14, más conocida como el edificio Postgiro. Esa misma noche clasificaron el correo en la terminal de clasificación de la central. Lo hicieron por tamaño y el sobre marrón acolchado fue a parar a una bandeja junto con otros sobres de formato C5. El sobre pasó por varias manos, pero lógicamente nadie se fijó en ése en particular, como tampoco repararon en él durante la clasificación geográfica, durante la cual lo depositaron primero en la bandeja de Østlandet y luego en la del código postal 0032.
Cuando el sobre llegó por fin a la saca y fue a parar a la parte trasera del vehículo rojo de Correos, listo para ser distribuido a la mañana siguiente, ya había anochecido y la mayoría de los habitantes de Oslo dormían plácidamente.
– Todo irá bien -aseguró el chico dándole a la niña de la cara redonda unas palmaditas en la cabeza. Notó enseguida que el fino cabello de la pequeña se le pegaba a los dedos. Electricidad estática.
Él tenía once años. Ella sólo siete, y era su hermana pequeña. Habían ido al hospital a ver a su madre.
Llegó el ascensor, el niño abrió la puerta. Un hombre con bata blanca retiró la corredera, les sonrió y salió. Y ellos entraron.
– ¿Por qué tienen un ascensor tan viejo? -preguntó la niña.
– Porque el edificio es viejo -explicó el chico cerrando la cancela.
– ¿Es un hospital?
– No exactamente -respondió el hermano pulsando el botón del primer piso-. Es un lugar donde puede descansar un poco la gente que está muy cansada.
– ¿Es que mamá está cansada?
– Sí, pero todo irá bien. No debes apoyarte en la puerta, Søs.
– ¿Cómo?
El ascensor echó a andar de golpe y el cabello largo y rubio de la hermana se balanceó un poco. «Electricidad estática», pensó observando atentamente cómo se elevaba despacio separándose de la cabeza. La niña se agarró el pelo rápidamente y dejó escapar un grito. Fue un grito débil y estridente que le heló la sangre en el cuerpo al chico. Se había enganchado al otro lado de los barrotes. Se lo había pillado con la puerta del ascensor. El chico intentó moverse, pero era como si él también estuviera enganchado.
– ¡Papá! -gritó la pequeña poniéndose de puntillas.
Pero papá se había adelantado para ir a buscar el coche en el aparcamiento.
– ¡Mamá! -gritó entonces la niña cuando se vio a unos centímetros del suelo del ascensor.
Pero mamá yacía en una cama con una sonrisa helada. Sólo estaba él.
Y ella pataleaba en el aire agarrada a su propio pelo.
– ¡Harry!
Sólo él. Sólo él podía salvarla. Si conseguía moverse.
– ¡Socorro!
Harry se sentó en la cama sobresaltado. El corazón le latía como un bajo de percusión.
– Mierda.
Oyó su propia voz ronca y dejó caer la cabeza de nuevo en la almohada.
Una luz grisácea se filtraba por entre las cortinas. Entornó los ojos. Miró los números digitales que relucían rojos en la mesita de noche: las 4.12 horas. Vaya noche de verano infernal. Vaya pesadilla infernal.
Salió de la cama y se fue al baño. La orina tintineaba en el agua mientras él miraba al frente. Sabía que no volvería a conciliar el sueño.
La nevera estaba vacía, sólo había una botella de cerveza sin alcohol que había llegado a la cesta de la compra por despiste. Abrió el armario que había sobre la encimera. Todo un ejército de botellas de cerveza y de whisky lo miraba en silencio en posición de firmes. Todas vacías. En un súbito ataque de rabia, las derribó de un golpe y, un buen rato después de haber cerrado la puerta, aún seguían haciendo ruido. Miró la hora otra vez. Al día siguiente era viernes. Pero el viernes abrían de nueve de la mañana a seis de la tarde. La tienda de licores no abriría hasta dentro de cinco horas.
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