– Maria procedía de una familia lovarra con prestigio. Se quedaron en Suecia, donde su padre era bulibas. Se casó con Stefan y se mudó a Oslo cuando ella sólo tenía catorce años y él dieciocho. Stefan estaba totalmente enamorado. Por aquella época, Raskol se escondía en Rusia, ¿sabes? No de la policía, sino de unos albano-kosovares de Alemania que le acusaban de haberlos estafado en un negocio.
– ¿Un negocio?
– Se encontraron con un trailer vacío en la autopista, cerca de Hamburgo -sonrió Simon.
– ¿Pero Raskol volvió?
– Un buen día de mayo regresó a Tøyen de improviso. Y entonces Maria y él se vieron por primera vez. -Simon se rió-. Dios mío, y cómo se miraron. Tuve que desviar la vista al cielo para comprobar si se acercaba alguna tormenta de lo cargado que estaba el ambiente.
– Así que se gustaron, ¿no?
– Desde el primer instante. Delante de todo el mundo. A algunas mujeres les dio hasta vergüenza.
– Pero, si fue tan evidente, los familiares reaccionarían, ¿no?
– Pensaron que no era importante. Tienes que recordar que nos casamos más jóvenes que vosotros, ¿sabes? Es imposible parar a la juventud. Se enamoraron. Trece años, te puedes imaginar…
– Puedo -aseguró Harry frotándose la nuca.
– Pero esto era serio, ¿sabes? Ella estaba casada con Stefan, pero amó a Raskol desde el día en que lo vio. Y a pesar de que ella y Stefan vivían en su propia caravana, se encontraba con Raskol, que pasaba allí todo el tiempo. Y pasó lo que tenía que pasar. Cuando nació Anna, los únicos que no entendieron que Raskol era el padre fueron Stefan y el propio Raskol.
– Pobre chica.
– Y pobre Raskol. Sólo Stefan estaba feliz. Andaba por ahí como si midiera tres metros. Decía que Anna era tan guapa como su padre.
Simon sonrió con los ojos empañados de tristeza.
– Quién sabe si no podrían haber seguido así. Si Stefan y Raskol no hubiesen decidido atracar un banco…
– ¿Y no salió bien?
La hilera de coches llegaba hasta el cruce de Ryen.
– Éramos tres. Stefan era el mayor, así que él entraría y saldría en primer lugar. Mientras los otros dos corrían a buscar el coche para darse a la fuga, Stefan se quedó armado dentro del banco para que no accionaran la alarma. Eran aficionados, ni siquiera sabían que el banco tenía alarma insonora. Cuando llegaron con el coche para recoger a Stefan, lo encontraron con la cara pegada al capó de un coche de policía. Un agente lo estaba esposando. Raskol conducía. Sólo tenía diecisiete años y ni siquiera se había sacado el carné de conducir. Bajó la ventanilla. Con trescientas mil en el asiento trasero, avanzó despacio hacia el coche de policía sobre cuyo capó pataleaba su hermano. Raskol y el policía establecieron contacto visual. Ay, Señor, el ambiente estaba tan cargado como cuando se conocieron él y Maria. Y se miraron fijamente unos segundos que duraron una eternidad. Yo tenía miedo de que Raskol gritara, pero no dijo ni media palabra. Sólo siguió conduciendo. Fue la primera vez que se vieron.
– ¿Raskol y Jørgen Lønn?
Simon asintió con la cabeza. Salieron de la rotonda y entraron en la curva de Ryen. Simon frenó junto a una gasolinera y puso el intermitente. Pararon delante de un edificio de doce plantas. En el bloque contiguo relucía el logotipo de DnB desde un rótulo azul fluorescente, sobre la entrada.
– A Stefan le cayeron cuatro años por disparar la pistola al techo -explicó Simon-. Pero después del juicio, ocurre algo extraño, ¿sabes? Raskol visita a Stefan en Botsen y, al día siguiente, uno de los carceleros comunica que el nuevo recluso parece haber cambiado de aspecto. Su jefe le dice que es normal en los que entran en la cárcel por primera vez. Y le cuenta que se da el caso de que las propias esposas no reconocen a su marido cuando vienen a visitarlo a la cárcel por primera vez. El carcelero se conforma con eso pero, varios días más tarde, una mujer llama a la cárcel. Dice que tienen preso al hombre equivocado, que el hermano menor de Stefan Baxhet lo ha suplantado y que tienen que soltar al recluso.
– ¿Es eso verdad? -pregunta Harry sacando el mechero y acercándolo al extremo del cigarrillo.
– Claro -le confirma Simon-. Entre los gitanos del sur de Europa es bastante normal que los hermanos menores o los hijos cumplan condena en lugar del condenado, si éste tiene una familia que mantener. Como la tenía Stefan. Para nosotros es un honor, ¿sabes?
– Pero las autoridades descubrirán el error, ¿no?
– ¡Ah! -Simon abrió los brazos, como abatido-. Para ellos un gitano es un gitano. Si cumple condena por algo que no ha hecho, seguro que es culpable de alguna otra cosa.
– ¿Quién llamó por teléfono?
– Nunca lo averiguaron, pero Maria desapareció aquella misma noche. Nunca volvieron a verla. La policía llevó a Raskol a Tøyen en mitad de la noche y sacó a Stefan pataleando y maldiciendo de la caravana. Anna tenía dos años, estaba en la cama llamando a su mamá y nadie, ni hombre ni mujer, consiguió acallar sus gritos. Hasta que Raskol entró y la cogió en brazos.
Miraron hacia la entrada del banco. Harry se fijó en la hora. Sólo faltaban unos minutos para que cerrara.
– Y, entonces, ¿qué pasó?
– Cuando Stefan cumplió la sentencia, enseguida se fue del país. Yo hablaba con él por teléfono de vez en cuando. Viajaba mucho.
– ¿Y Anna?
– Ya sabes, creció en la caravana. Raskol la envió al colegio. Tuvo amigos gadzo. Costumbres de gadzo. Ella no quería vivir como nosotros, quería hacer lo que hacían sus amigos, decidir sobre su propia vida, ganar su propio dinero y vivir en su propia casa. Desde que heredó el apartamento de su abuela y se mudó a la calle Sorgenfrigata, no hemos sabido nada de ella. Ella… bueno. Ella misma eligió mudarse. Raskol era el único con el que mantenía algún contacto.
– ¿Crees que sabía que era su padre?
Simon se encogió de hombros.
– Por lo que yo sé, nadie le dijo nada, pero estoy seguro de que lo sabía.
Se quedaron en silencio.
– Aquí fue donde sucedió -dijo Simon cuando llegaron al lugar.
– Justo antes de la hora de cierre -dijo Harry-. Igual que ahora.
– No le habría disparado a Lønn si no hubiera sido necesario -dijo Simon-. Pero hace lo que tiene que hacer. Es un guerrero, ya sabes.
– Nada de concubinas risueñas.
– ¿Cómo?
– Nada. ¿Dónde está, Simon?
– No lo sé.
Harry esperó. Vieron que un empleado del banco cerraba la puerta por dentro. Harry siguió esperando.
– La última vez que hablé con él llamaba desde una ciudad de Suecia -dijo Simon-. Gotemburgo. Es todo lo que te puedo decir para ayudarte.
– No me estás ayudando a mí.
– Ya lo sé -suspiró Simon-. Lo sé.
Harry dio con la casa amarilla de la calle Vetlandsveien. Tenía las luces encendidas en ambas plantas. Aparcó, salió del coche y se quedó mirando hacia la estación de metro. Allí era donde solían reunirse las primeras tardes oscuras de otoño para ir a robar manzanas. Siggen, Tore, Kristian, Torkild, Øystein y Harry. Ésa era la alineación fija del equipo. Iban en bici hasta Nordstrand, porque allí las manzanas eran más grandes y la probabilidad de que alguien conociera a tu padre, más pequeña. Siggen era el primero que saltaba la valla, y Øystein hacía guardia. Y Harry, que era el más alto, llegaba hasta las manzanas más hermosas. Pero una tarde no tuvieron ganas de ir tan lejos e hicieron una incursión por el vecindario.
Harry vio el jardín situado al otro lado de la calle.
Ya se habían llenado los bolsillos cuando descubrió que una cara los miraba desde la ventana iluminada del segundo piso. Sin decir una palabra. Era Re.
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