¡Astrid Monsen!
Notó que se le cerraba herméticamente la garganta y, por un momento, fue presa del pánico. No podía sufrir un ataque de disnea en mitad de la calle. Iba a cruzar pero, en ese momento, cambió el semáforo y apareció el muñeco rojo.
– Hola, iba camino de tu casa. -Harry Hole se colocó a su lado. Todavía tenía esa mirada de acosado, los mismos ojos enrojecidos-. Antes de nada quiero decirte que leí el informe de Waaler sobre la conversación que mantuvo contigo. Y comprendo que mintieras al hablar conmigo porque tenías miedo.
Ella sabía que no tardaría en empezar a hiperventilar.
– Fue muy poco acertado por mi parte no revelarte enseguida todo lo relacionado con mi papel en el asunto -admitió el policía.
Ella lo miró sorprendida. Sonaba realmente afligido.
– Y yo he leído en los periódicos que por fin han cogido al culpable -se oyó decir a sí misma.
Se quedaron mirando.
– O que lo han matado -añadió quedamente.
– Bueno -dijo él esforzándose por sonreír-. A lo mejor puedes ayudarme con un par de preguntas, de todos modos…
Era la primera vez que no se sentaba sola a su mesa de Baker Hansen. La chica de la barra la miró con una sonrisa cómplice de amiga, como si el hombre alto con el que venía fuera un pretendiente. Y, como tenía pinta de recién salida de la cama, puede que la chica hasta creyera que… no, no quería pensar en eso, ahora no.
Se sentaron y él le mostró unas copias de varios correos electrónicos a los que quería que echara un vistazo. Si ella, como escritora, los consideraba redactados por un hombre o por una mujer. Ella los miró. «Escritora», le dijo. ¿Debería decirle la verdad? Alzó la taza de té para que no viera la sonrisa que le provocaba esa idea. Por supuesto que no. Debía mentir.
– Es difícil decirlo -respondió ella-. ¿Es ficción?
– Sí y no -dijo Harry-. Creemos que la persona que lo ha escrito es la que asesinó a Anna Bethsen.
– Supongo que entonces será un hombre.
Harry miró la mesa y ella le echó una rápida ojeada. No era guapo, pero tenía algo. Ya lo había notado… por improbable que sonara, en cuanto lo vio tumbado en el rellano delante de su puerta. A lo mejor porque había tomado un Cointreau de más, pero lo percibió con pinta de pacífico, casi guapo, mientras lo contempló allí tumbado, como un príncipe durmiente que alguien hubiera dejado ante su puerta. El contenido de sus bolsillos estaba desperdigado por los peldaños de la escalera y ella recogió los objetos uno a uno. Incluso ojeó su cartera para encontrar nombre y dirección.
Harry levantó la vista y ella apartó la suya de inmediato. ¿Podría haberle gustado? Seguramente. El problema era que a él no le gustaría ella. Insistencias histéricas. Miedos infundados. Ataques de llanto. A él no le gustaría. Él querría mujeres como Anna Bethsen. Como Ramona.
– ¿Estás segura de que no la reconoces? -preguntó despacio.
Lo miró asustada. Hasta ese momento, no se había percatado de que le estaba enseñando una foto. La misma que le enseñó ya en otra ocasión. Una mujer y dos niños en una playa.
– ¿No la has visto nunca? La noche del asesinato, por ejemplo -preguntó Harry.
– No la he visto en mi vida -declaró Astrid Monsen con voz firme.
Otra vez caía la nieve. Copos de nieve grandes y húmedos teñidos de color gris sucio incluso antes de posarse en el campo marrón que había entre la comisaría y Botsen. En el despacho le esperaba un mensaje de Weber. Un mensaje que confirmaba la sospecha de Harry, la misma sospecha que le había hecho ver los correos de otra forma. Aun así, el breve y conciso mensaje de Weber le impresionó, aunque en cierto modo se lo esperaba.
Harry se pasó el resto del día hablando por teléfono y yendo y viniendo al aparato de fax. Mientras meditaba, fue colocando piedra sobre piedra, procurando no pensar en qué buscaba. Pero ya era demasiado evidente. Esta montaña rusa podía subir, bajar y retorcerse todo lo que quisiera, era como cualquier otra montaña rusa, debía terminar donde había empezado.
Cuando Harry acabó y lo vio casi todo claro, se retrepó en la silla. No experimentó una sensación de triunfo, sólo de vacío.
Rakel no le hizo preguntas cuando la llamó para decirle que no lo esperase. Luego subió las escaleras hasta el comedor y salió a la terraza, donde tiritaba un grupo de fumadores. Las luces de la ciudad ya fulguraban en el prematuro crepúsculo. Harry encendió un cigarrillo, pasó la mano por el borde del muro e hizo una bola de nieve. La amasó. Cada vez con más fuerza, le dio palmadas con la mano, la apretó hasta que el agua fundida fluyó entre los dedos. La arrojó hacia la ciudad, hacia el campo. Siguió la bola de nieve blanca con los ojos mientras caía cada vez más rápido, hasta que desapareció contra el fondo blanco y gris.
– En mi clase había un chico llamado Ludwig Alexander -dijo Harry en voz alta.
Los fumadores miraron al comisario pateando el suelo para mantenerse en calor.
– Tocaba el piano y nosotros lo llamábamos Re porque una vez, en clase de música, cometió la estupidez de decirle en voz alta a la profesora que re sostenido menor era su tonalidad favorita. Cuando nevaba nos pasábamos los recreos jugando a guerras de bolas de nieve entre las diferentes clases. Re no quería participar, pero lo obligábamos. Era lo único en lo que lo dejábamos participar…, como carne de cañón. Lanzaba con tan poca fuerza que sólo conseguía hacer unas bolas penosas. La otra clase contaba con Roar, un tío gordo que jugaba al balonmano en Oppsal. Solía parar las bolas con la cabeza, por diversión, y luego ponía a caldo a Re con sus lanzamientos de antebrazo. Un día, Re metió una piedra grande dentro de su bola de nieve y la lanzó lo más alto que pudo. Roar saltó riendo y le dio un cabezazo. Sonó como cuando cae una piedra en aguas poco profundas; duro y suave al mismo tiempo. Fue la única vez que vi una ambulancia en el patio del colegio.
Harry le dio una honda calada al cigarrillo, antes de proseguir.
– En la sala de profesores discutieron durante días si había que castigar a Re. Él no le había tirado la bola de nieve a nadie en particular, de modo que la cuestión era si había que castigar a una persona por no tener en cuenta que un idiota se comportará como tal.
Eran más de las tres y media. El frío viento había tomado carrerilla en el espacio abierto que quedaba entre el río Akerselva y la estación de metro de la plaza de Grønland, cuyos usuarios, hasta entonces estudiantes y jubilados, se veían ya reemplazados por hombres y mujeres con corbata y gesto serio que salían de la oficina para volver a sus hogares. Harry empujó ligeramente a uno de ellos al bajar las escaleras a toda velocidad, lo que le valió un improperio que retumbó en las paredes de hormigón. Se detuvo ante la ventanilla de los lavabos, donde se encontró a la misma señora mayor de la otra vez.
– Tengo que hablar con Simon cuanto antes.
Lo miró con ojos castaños y tranquilos.
– No está en Tøyen -añadió Harry-. Se han marchado todos.
La mujer se encogió de hombros sin comprender.
– Dígale que soy Harry.
Ella negó con la cabeza y lo espantó con la mano.
Harry se apoyó contra el cristal que los separaba.
– Dígale que soy el spiuni gjerman.
Simon tomó la calle Enebakkveien, en lugar del largo túnel de Ekeberg.
– No me gustan los túneles, ¿sabes? -le explicó mientras ascendían por la ladera a paso de tortuga, ralentizados por el tráfico de la hora punta vespertina.
– Así que los dos hermanos huyeron a Noruega, crecieron juntos en una caravana y se pelearon porque estaban enamorados de la misma chica -dijo Harry.
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