Voy a morir. No tiene sentido. Tengo delante el cañón humeante de un arma. Éste no era el plan, al menos, no mi plan. Puede que siempre haya estado dirigiéndome hacia este punto sin saberlo. Pero mi plan no era así. Mi plan era mejor. Mi plan tenía sentido. La presión de la cabina está bajando y una fuerza invisible me oprime los tímpanos desde dentro. Alguien se inclina hacia mí y me pregunta si estoy listo, vamos a aterrizar.
Digo entre susurros que he robado, mentido, vendido estupefacientes, fornicado y maltratado. Pero nunca he matado a nadie. Lo de la mujer a la que lastimé en Grensen fue un accidente. Las estrellas brillan a nuestros pies a través del fuselaje.
– Cometí un único pecado… -sigo susurrando-. Contra la mujer a la que amo. ¿También ése se me puede perdonar?
Pero la azafata ya se ha ido y las luces de aterrizaje lo iluminan todo.
Fue esa noche que Anna dijo no por primera vez y yo dije que sí y entré dándole un empujón a la puerta. Era la droga más pura que había visto y en aquella ocasión no íbamos a estropear el buen rollo fumándola. Ella protestó, pero yo le dije que invitaba la casa y preparé la jeringuilla. Ella nunca había tocado una jeringuilla y fui yo quien le puso el chute. Es más difícil ponérselo a otra persona. Tras fallar dos veces, ella me miró y me dijo serena:
– Llevo tres meses limpia. Me había salvado.
– Bienvenida de nuevo -dije.
Se rió y me contestó:
– Te voy a matar.
Acerté al tercer intento. Sus pupilas se dilataron lentamente, como una rosa negra, las gotas de sangre del antebrazo aterrizaron en la alfombra y ella dejó ir un débil suspiro. Su cabeza cayó hacia atrás. Me llamó al día siguiente; quería más. Las ruedas chirrían contra el asfalto.
Tú y yo podíamos haber convertido esta vida en algo bueno. Ése era el plan, eso es lo que tiene sentido. Pero ignoro el sentido que pueda tener esto.
Según el informe de la autopsia, el proyectil de diez milímetros impactó y cercenó el tabique nasal de Alf Gunnerud. Algunos fragmentos del mismo atravesaron junto con la bala el fino tejido que cubre el cerebro, y el plomo y el hueso destrozaron principalmente el tálamo, el sistema límbico y el cerebelo, antes de que la bala penetrase en la parte posterior del cráneo. Al final de su trayectoria, el proyectil perforó el asfalto, que aún estaba fresco porque hacía dos días que la empresa Veidekke AS había arreglado la plaza.
Bonnie Tyler
Era un día triste, corto y, en general, innecesario. Unas nubes de un gris plúmbeo se arrastraban preñadas de lluvia por encima de la ciudad sin descargar una sola gota, y el viento resonaba a ráfagas esporádicas en los periódicos de los expositores exteriores del establecimiento Elmers Frukt & Tobakk. Los titulares indicaban que la gente había empezado a cansarse de la llamada «guerra contra el terrorismo», que había adquirido el tono ligeramente odioso de lema electoral y que, además, había perdido actualidad, porque nadie sabía dónde se encontraba el responsable principal. Había incluso quien opinaba que estaba muerto. Por ese motivo los periódicos volvían a dedicar su espacio a las estrellas de telerrealidad, a los famosos extranjeros de segundo orden que habían hablado bien de algún noruego y a los planes vacacionales de la familia real. Lo único que interrumpió la monótona calma fue un tiroteo que se produjo en el almacén portuario, donde un buscado asesino y camello, tras apuntar con un arma a un agente de policía, murió de un tiro antes de que le diera tiempo a disparar. La cantidad de heroína incautada en el apartamento del delincuente muerto era muy significativa, según el comisario jefe de la Sección de Estupefacientes, y el jefe de la Brigada de Delitos Violentos afirmó que se seguía investigando el asesinato del que era sospechoso aquel hombre de treinta y dos años. El periódico con la hora de cierre más tardía logró añadir que existían pruebas contundentes contra el individuo, que no era de origen extranjero. Y que, curiosamente, el policía implicado era el mismo que aquel que disparó en su casa al neonazi Sverre Olsen en el transcurso de la investigación de un caso similar, el año anterior. «El policía ha sido suspendido hasta que Asuntos Internos finalice la investigación», decía el periódico citando al jefe de la Policía Judicial, según el cual ése era el protocolo aplicable en tales ocasiones y que aquel asunto nada tenía que ver con el caso de Sverre Olsen.
Dedicaban también un pequeño espacio al incendio de una cabaña en Tryvann, pues se había encontrado una lata de gasolina cerca de la vivienda, que quedó totalmente calcinada. De ahí que la policía no descartara que se tratase de un incendio provocado. No obstante, nada decía el diario de los intentos de los periodistas por localizar a Birger Gunnerud para preguntarle cómo se sentía al perder a su hijo y su cabaña la misma noche.
Anocheció muy pronto. A las tres de la madrugada se encendieron las farolas de la calle.
Cuando Harry entró en House of Pain, temblaba en la pantalla una foto fija del atraco de Grensen.
– ¿Has descubierto algo? -preguntó señalando con la cabeza la imagen, en la que aparecía el Dependiente en plena carrera.
Beate negó con la cabeza.
– Estamos esperando.
– ¿A que ataque de nuevo?
– En estos momentos se encuentra en algún lugar, planeando el próximo atraco. Sospecho que será la semana que viene.
– Pareces segura.
Ella se encogió de hombros.
– Experiencia.
– ¿Tuya?
Ella sonrió y no contestó.
Harry se sentó.
– Espero no haberos causado problemas al no hacer lo que te dije que haría por teléfono.
Ella frunció el ceño.
– ¿A qué te refieres?
– Te dije que no registraría el apartamento hasta hoy.
Harry la miró. Su semblante revelaba una incomprensión sincera. Por otro lado, Harry no trabajaba en los Servicios Secretos. Iba a decir algo, pero cambió de idea, y Beate tomó la palabra.
– Tengo que preguntarte una cosa, Harry.
– Dispara.
– ¿Sabías lo de Raskol y mi padre?
– ¿A qué te refieres?
– Que era Raskol quien… estaba en aquel banco. Que fue él quien disparó.
Harry bajó la vista y se estudió las manos.
– No -dijo-. No lo sabía.
– ¿Pero te habías planteado la posibilidad?
Levantó la vista y se encontró con la mirada de Beate.
– Había pensado en esa posibilidad. Nada más.
– ¿Y qué fue lo que te hizo considerar esa posibilidad?
– La expiación de la culpa. El cumplimiento de condena.
– ¿La expiación de la culpa?
Harry respiró hondo.
– A veces la monstruosidad de un delito ciega la vista. O el entendimiento.
– ¿Qué quieres decir?
– Todo el mundo necesita expiar alguna culpa, Beate. Tú la tienes. Y Dios sabe que yo la tengo. Y Raskol la tiene. Es tan esencial como la necesidad de lavarse. Es cuestión de armonía, de conseguir un equilibro vital e imprescindible en uno mismo. Ese equilibro es lo que llamamos moral.
Harry vio que Beate palidecía para enrojecer enseguida. Y abrió la boca, como para decir algo.
– Nadie sabe por qué se entregó Raskol a la policía -continuó Harry-. Pero estoy convencido de que lo hizo para expiar alguna culpa. Para alguien que ha crecido con la libertad de movimiento como única prerrogativa, la cárcel es la forma de castigo más extrema. Robar vidas es diferente a robar dinero. Supón que cometiera un delito que le hiciera perder el equilibrio. Elige expiar la culpa en secreto, para sí mismo y para su dios, si tiene alguno.
Beate logró por fin articular palabra:
– ¿Un… asesino… moral?
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