Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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Subió los peldaños de tres en tres. En el quinto se detuvo a escuchar pero sólo oyó sus propios latidos. Tuvo que elegir entre dos puertas. En una había un trozo de papel gris que tenía escrito «Andersen» con rotulador, en la otra no ponía nada.

Aquélla era la parte más crítica del plan. Una única cerradura se podía forzar sin despertar a toda la escalera pero, si Alf tenía instalado todo el arsenal de Låsesmeden AS, Harry tendría un problema. Repasó la puerta de arriba abajo. Ninguna pegatina del servicio de emergencias Falken de la Policía Judicial, u otras centrales de alarma. Ninguna cerradura de seguridad antitaladro. Ningún cilindro Twin antiganzúa con doble línea de pitones. En otras palabras, pan comido.

Harry tiró de la manga de la chaqueta de cuero y sujetó el pie de cabra con la mano. Dudó antes de meter la punta en la puerta, justo debajo de la cerradura. Era demasiado fácil. Pero no había tiempo para pensar y no tenía elección. No forzó la puerta hacia fuera, sino lateralmente, hacia las bisagras, de manera que pudiera deslizar la tarjeta de crédito de Øystein por dentro de la cerradura de resorte al mismo tiempo que el pestillo se salía un poco del cerrojo del marco. Ejerció cierta presión sobre el pie de cabra para que la puerta se saliera un poquito de su sitio, y metió la punta del pie por el borde inferior. La puerta crujió contra las bisagras cuando empujó el pie de cabra al mismo tiempo que tiró de la tarjeta. Entró y cerró la puerta tras de sí. Había tardado ocho segundos.

El zumbido de una nevera y risas del televisor de un vecino. Harry intentó respirar tranquila y profundamente mientras prestaba atención en la oscuridad. Se oían pasar los coches fuera y se notaba una corriente fría contra la puerta; ambas cosas indicaban que el apartamento tenía ventanas antiguas. Pero lo más importante: ningún sonido que indicara que hubiese alguien en casa.

Encontró el interruptor de la luz. El pasillo necesitaba un lavado de cara. El salón, una renovación completa. La cocina estaba en estado de desahucio. Y el mobiliario del apartamento explicaba las escasas medidas de seguridad. O mejor dicho, la ausencia de mobiliario. Porque Alf Gunnerud no poseía nada, ni siquiera un equipo de música por el que Harry pudiera pedirle que bajara el volumen. Lo único que indicaba que alguien vivía allí eran dos sillas de camping, una mesa de salón verde, la ropa que había por todas partes y una cama con un edredón sin funda.

Harry se puso los guantes de fregar que le había traído Øystein y llevó una de las sillas de camping hasta la entrada. La puso delante de la fila de armarios superiores que llegaban hasta el techo, que tenía una altura de tres metros. Dejó la mente en blanco y subió con cuidado. En ese momento sonó el teléfono, Harry dio un paso para mantener el equilibrio pero la silla se desplomó y se fue al suelo con estrépito.

Tom Waaler tenía un mal presentimiento. A la situación le faltaba la predecibilidad que en todo momento aspiraba conseguir. Como su carrera y su futuro no estaban únicamente en sus manos, sino también en manos de las personas con quien se aliaba, el factor humano era un riesgo con el que tenía que contar. Y el mal presentimiento se debía al hecho de que en ese momento no sabía si podía fiarse de Beate Lønn, de Rune Ivarsson o, y esto era lo más importante, del hombre que representaba su fuente más importante de ingresos: Jota.

Cuando Tom oyó que la corporación municipal había empezado a presionar al comisario jefe para que se detuviera al Dependiente después del atraco de Grønlandsleiret, le dijo a Jota que se escondiera. Habían acordado que iría a un sitio conocido para él. Pattaya tenía la mayor concentración de delincuentes occidentales en el hemisferio oriental, y estaba sólo a un par de horas en coche al sur de Bangkok. Como turista blanco, Jota desaparecería entre la multitud. Jota llamaba a Pattaya «La Sodoma asiática», de modo que Waaler no podía comprender por qué, de repente, había reaparecido en Oslo diciendo que no podía pasar más tiempo allí.

Waaler se detuvo en un semáforo en rojo en la calle Uelandsgate y puso el intermitente izquierdo. Mal presentimiento. Jota había cometido el último atraco sin consultar primero con él, y eso suponía una grave infracción de las reglas. Quizás hubiese que tomar medidas.

Acababa de llamar a casa de Jota, pero nadie contestó. Eso podía significar, por ejemplo, que estaba en la cabaña de Tryvann trabajando en los detalles del transporte de valores del que habían hablado. O que estuviera repasando el instrumental, la ropa, las armas, la emisora policial, los planos. Pero también podía significar que había recaído y estaba en un rincón de su casa con una jeringuilla colgando del antebrazo.

Waaler conducía despacio por el oscuro y sucio tramo de calle donde vivía Jota. Un taxi estaba esperando al otro lado de la calle. Waaler miró hacia las ventanas del apartamento. Extraño, había luz. Si Jota se había enganchado otra vez, se armaría la gorda. Sería fácil entrar en el apartamento. Jota tenía una cerradura de mierda. Miró el reloj. La visita en casa de Beate le había excitado, y sabía que no podría dormirse hasta al cabo de un buen rato. Daría algunas vueltas con el coche, haría un par de llamadas y vería qué pasaba.

Waaler subió el volumen de Prince, pisó el acelerador y subió por la calle Ullevålsveien.

Harry estaba en la silla de camping con la cabeza apoyada en las manos, una cadera dolorida y sin pruebas de que Alf Gunnerud fuera su hombre. Sólo había tardado veinte minutos en revisar las pocas pertenencias que encontró en el apartamento, tan pocas que cabría sospechar que Gunnerud vivía en otro sitio. Harry encontró en el baño un cepillo de dientes, un tubo casi vacío de pasta Solidox, y un trozo de jabón irreconocible dentro de una jabonera. Además de una toalla que quizás hubiese sido blanca. Eso era todo. No había nada más. Pero era un riesgo que había que correr.

Harry sintió ganas de echarse a llorar. De darse cabezazos contra la pared. De abrir una botella de Jim Beam rompiéndole el cuello y beber alcohol y trozos de cristal. Porque tenía que ser él, tenía que ser Gunnerud. De todos los indicios que apuntaban hacia cada persona, había uno que superaba a todos los demás desde un punto de vista estadístico: condenas anteriores y cargos. El asunto apestaba a Gunnerud. Sus antecedentes incluían droga y uso de armas; trabajaba con un cerrajero; podía encargar las llaves de seguridad que quisiera, por ejemplo, para el apartamento de Anna. Y para el de Harry.

Se fue hasta la ventana. Reflexionó acerca de cómo había seguido al pie de la letra las instrucciones de un loco. Pero ya no habría más instrucciones, ni conversación. La luna apareció a través de una brecha de la capa de nubes como un chicle de menta a medio masticar, pero eso tampoco le sugirió la idea.

Cerró los ojos. Se concentró. ¿Qué había visto en el apartamento que le daría la siguiente frase? ¿En qué no se había fijado? Repasó el apartamento de memoria, tramo a tramo.

Lo dejó después de tres minutos. Había acabado. Allí no había nada.

Se aseguró de dejarlo todo tal como estaba cuando llegó, y apagó la luz del salón. Entró en el baño, se situó delante del inodoro y se desabrochó. Esperó. Dios mío, ya no podía hacer ni esto. Pero se liberó y suspiró cansado. Tiró de la cadena, el agua salió a chorros, y en el mismo momento se quedó de piedra. ¿Había oído un claxon por encima del rumor del agua? Se fue a la entrada y cerró la puerta del baño para oír mejor. Ya lo oía. Un bocinazo corto y fuerte venía de la calle. ¡Gunnerud volvía! Harry ya estaba en la puerta cuando se dio cuenta. En ese mismo instante lo entendió todo. Cuando ya era demasiado tarde.

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