– Mmm. Sabe a heroína. Aquí debe de haber cerca de medio kilo. ¿Y qué es esto?
– Una foto de dos niños que aún no sabemos quiénes son. Y una llave Trioving que no pertenece a esta puerta.
– Si es una llave de seguridad, la firma Trioving te dirá quién es el propietario. El niño de la foto me resulta familiar.
– A mí también.
– Gyrus fusiforme -declaró una voz de mujer detrás de ellos.
– Señorita Lønn -la saludó Møller sorprendido-. ¿Qué hace el Grupo de Atracos aquí?
– Fui yo quien recibió el soplo diciendo que aquí había heroína. Y quien pidió que te llamasen a ti.
– ¿Así que también tienes soplones en el mundo de la droga?
– Los atracadores y los drogadictos forman una gran familia feliz, ya sabes.
– ¿Quién es el soplón?
– No tengo ni idea. Me llamó a casa después de que me acostara. No quiso decir su nombre ni cómo supo que yo era policía. Pero la información era tan precisa y detallada que me espabilé y desperté a uno de los juristas policiales.
– Ya -dijo Møller-. Estupefacientes. Condenas anteriores. Peligro de destrucción de pruebas. Te dieron la autorización enseguida, supongo.
– Sí.
– No veo ningún cadáver, ¿por qué me han llamado a mí?
– Porque el soplón me dio otra pista.
– ¿Y bien?
– Se supone que Alf Gunnerud conoció muy de cerca a Anna Bethsen, como amante y como camello, hasta que ella lo dejó porque conoció a otro mientras él estaba en la cárcel. ¿Qué te parece eso, Møller?
Møller la miró.
– Me alegra -dijo-. Me alegra más de lo que te puedes imaginar.
Continuó mirándola y, al final, ella tuvo que bajar la vista.
– Weber -dijo-. Quiero que acordones este apartamento y llames a toda la gente que tengas. Hay trabajo que hacer.
Glock
Stein Thommesen llevaba dos años como policía en el servicio de guardia de la Policía Judicial. Quería ser investigador y soñaba con llegar a especialista. Tener un horario fijo, despacho propio y un sueldo más alto que un comisario. Llegar a casa y comentar con Trine algún problema profesional interesante que estuviera discutiendo con un especialista de la Brigada de Delitos Violentos y que a ella le pareciera profunda e incomprensiblemente complejo. Mientras tanto hacía guardias por un salario miserable, se despertaba cansado a pesar de dormir diez horas y, cuando Trine le decía que no pensaba vivir así el resto de su vida, intentaba explicarle cómo afecta al cuerpo pasarse el día llevando a urgencias a jóvenes con sobredosis, explicándoles a los niños que tienen que llevarse a su padre porque le pega a mamá y recibiendo el desprecio de cuantos odian el uniforme que llevas puesto. Y Trine alzaba los ojos al cielo como diciéndole que el disco estaba rayado.
Cuando el comisario Tom Waaler de la Brigada de Delitos Violentos entró en la garita de guardia y pidió a Stein Thommesen que lo acompañara a detener a uno que estaba en busca y captura, el primer pensamiento de Thommesen fue que Waaler tal vez podría darle algún consejo sobre lo que debería hacer para convertirse en investigador.
Cuando lo mencionó en el coche bajando por la calle Nylandsveien, Waaler sonrió y le dijo que escribiera algo en un papel; eso era todo. Y a lo mejor él, Waaler, podía recomendarlo.
– Eso estaría… muy bien.
Thommesen se preguntó si darle las gracias o si algo así sonaría a peloteo. Realmente, aún no había mucho que agradecer. Al menos le contaría a Trine que había tocado algunas teclas. Y nada más, sólo dejarla con la intriga hasta que le dijeran algo.
– ¿Qué clase de tipo es ése que vamos a coger? -preguntó.
– Andaba dando una vuelta por ahí y oí por la radio que se habían incautado de heroína en la calle Thor Olsen. Alf Gunnerud.
– Sí, lo oí en la guardia. Casi medio kilo.
– Y un momento después me llamó un tío y me dijo que había visto a Gunnerud por el almacén portuario.
– Los soplones están activos esta noche. También fue un soplo anónimo el que condujo a la incautación de la heroína. Puede ser una casualidad, pero es extraño que dos anónimos…
– Quizá se trate del mismo soplón -interrumpió Waaler-. Alguien que quiere vengarse de Gunnerud, alguien a quien haya estafado o algo así.
– Puede…
– Así que tienes ganas de investigar -dijo Waaler. A Thommesen le pareció notar cierta irritación en su voz. Dejaron el núcleo del tráfico y entraron en la zona portuaria-. La verdad es que lo entiendo. Es como… algo diferente. ¿Has pensado en qué grupo?
– Delitos Violentos -respondió Thommesen-. O Atracos. Sexuales creo que no.
– No, claro que no. Ya hemos llegado.
Pasaron por una plazoleta a oscuras, con contenedores apilados unos sobre otros y con un edificio grande y rosa al fondo.
– Mira, ese de allí, el que ves debajo de la farola, corresponde a la descripción -observó Waaler.
– ¿Dónde? -dijo Thommesen entrecerrando los ojos.
– Allí, junto al edificio.
– ¡La hostia, qué vista tienes!
– ¿Vas armado? -preguntó Waaler aminorando la marcha.
Thommesen miró a Waaler sorprendido.
– No dijiste nada de…
– Vale, yo tengo. Quédate en el coche, así podrás contactar con otros coches si la cosa se pone difícil, ¿de acuerdo?
– Vale. ¿Estás seguro de que no deberíamos llamar…?
– No hay tiempo.
Waaler encendió las luces largas y detuvo el coche. Thommesen calculó en unos cincuenta metros la distancia que los separaba de la silueta, pero mediciones posteriores revelarían que la distancia exacta era de treinta y cuatro metros.
Waaler cargó la pistola, una Glock 20 para la que había solicitado y obtenido un permiso especial. Cogió una linterna grande y negra que había entre los asientos delanteros y salió del coche. Gritó algo mientras se encaminaba hacia el tipo. En los respectivos informes de ambos agentes sobre lo que ocurrió, habría diferencias justo en este punto. Según el informe de Waaler, sus palabras fueron: «¡Policía, enséñamelas!». Lo que se debería entender como pon las manos sobre la cabeza. El fiscal estuvo de acuerdo en que era razonable suponer que una persona que ya había sido condenada y detenida varias veces conocía esa jerga. En cualquier caso, el comisario Waaler había informado claramente de que era policía. En el informe de Thommesen se recogía inicialmente que Waaler gritó: «¡Hola, aquí el tío policía! ¡Enséñamela!». Después de que Thommesen y Waaler mantuvieran una charla, Thommesen dijo que la versión de Waaler sería más correcta.
Sobre lo que pasó a continuación no había desacuerdo. El hombre de la farola reaccionó llevándose la mano al interior de la chaqueta para sacar una pistola que luego se supo que era una Glock con el número de serie borrado, imposible de rastrear. Waaler tenía, según el SEFO, la Sección de Asuntos Internos, una de las mejores calificaciones del cuerpo en las pruebas de tiro. Gritó y efectuó tres disparos consecutivos. Dos de ellos impactaron en Alf Gunnerud. Uno en el hombro izquierdo y el otro en la cadera. Ninguno de los impactos fue mortal de necesidad, pero hicieron que Gunnerud cayera hacia atrás y se quedara tumbado en el suelo. Waaler corrió hacia Gunnerud con la pistola en alto mientras gritaba: «¡Policía! ¡No toques el arma, o disparo! ¡No toques el arma, he dicho!».
Desde ese punto y hasta el final, el informe del agente Stein Thommesen no añadía nada sustancial, ya que se encontraba a treinta y cuatro metros de distancia, estaba oscuro y Waaler tapaba a Gunnerud con sus movimientos. Por otro lado, no había nada en el informe de Thommesen, ni en las pistas halladas en el lugar de los hechos, que refutara las declaraciones contenidas en el informe de Waaler relativas a lo que ocurrió a continuación: que Gunnerud cogió la pistola y le apuntó a pesar de sus advertencias, pero que Waaler tuvo tiempo de disparar primero. La distancia entre ambos era entonces de entre tres y cuatro metros.
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