P. James - La muerte llega a Pemberley

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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Sin embargo, antes, tenía algunas cartas que escribir y, tras el desayuno, se dispuso a dedicar varias horas a la tarea. Todavía debía responder a algunas notas de afecto e interés enviadas por amigos que habían sido invitados al baile, y sabía que la familia de Longbourn, a la que Darcy había informado por correo expreso, esperaba, al menos, recibir diariamente una carta con las novedades. También estaban las hermanas de Bingley, la señora Hurst y la señorita Bingley, a las que debía comunicarse lo que iba aconteciendo, aunque en ese caso podía, al menos, delegar la tarea en el propio Bingley. Las dos visitaban a su hermano y a Jane dos veces al año, pero vivían tan inmersas en los placeres de Londres, que pasar más de un mes en el campo les resultaba intolerable. Cuando, finalmente, se instalaban en Highmarten, condescendían a visitar Pemberley. Alardear de sus reuniones, de su relación con el señor Darcy, de los esplendores de su residencia, era un placer demasiado intenso como para sacrificarlo por culpa de sus esperanzas truncadas o su resentimiento, aunque, de hecho, ver a Elizabeth como señora de Pemberley seguía siendo una afrenta que ninguna de las dos toleraba sin un doloroso ejercicio de autocontrol y, para alivio de la esposa de Darcy, sus visitas no eran frecuentes.

Ella sabía que Bingley las habría disuadido con tacto de ir a Pemberley en las actuales circunstancias, y estaba segura de que se mantendrían alejadas. Un asesinato en la familia puede aportar una chispa de emoción en las cenas de gala más solicitadas, pero era poco el beneficio social que podía proporcionar la brutal eliminación de un simple capitán de infantería, sin dinero ni posición que lo convirtieran en personaje interesante. Dado que ni siquiera el más huraño se libra de oír los chismes subidos de tono, siempre es mejor disfrutar de aquello que no puede evitarse, y era del dominio público, tanto en Londres como en Derbyshire, que la señorita Bingley se mostraba más que interesada, en aquella ocasión, en no abandonar Londres. Su caza de un caballero viudo de gran fortuna acababa de entrar en la fase más esperanzadora. Sin duda, sin su posición ni su dinero, habría sido considerado el hombre más tedioso de Londres, pero para que a una la llamen «su gracia» debe estar dispuesta a aceptar algún inconveniente, y la lucha por hacerse con sus riquezas, su título, y cualquier otra cosa que pudiera tener a bien ceder, era, comprensiblemente, encarnizada. Había un par de madres avariciosas, con dilatada experiencia en lances matrimoniales, que trabajaban arduamente en representación de sus hijas, y la señorita Bingley no tenía intención de ausentarse de Londres en una etapa tan delicada de la competición.

Elizabeth había terminado de redactar las cartas que enviaría a su familia de Longbourn, y la de su tía Gardiner, cuando Darcy apareció con una misiva que había llegado la noche anterior por correo urgente y que acababa de abrir. Entregándosela, le dijo:

– ‌Lady Catherine, como era de esperar, ha comunicado la noticia al señor Collins y a Charlotte, y estos adjuntan su carta a la de ella. Supongo que su contenido no te sorprenderá, ni te complacerá. Voy a estar en el despacho con John Wooller, pero espero verte a la hora del almuerzo, antes de mi partida a Lambton.

Lady Catherine había escrito:

Querido sobrino:

Tu carta, como supondrás, supuso un impacto considerable, pero, afortunadamente, puedo aseguraros a ti y a Elizabeth que no he sucumbido. Tuve, eso sí, que llamar al doctor Everidge, que me felicitó por mi fortaleza. Os aseguro que me encuentro tan bien como cabe esperar. La muerte de ese desgraciado joven -‌de quien, por supuesto, no sé nada- causará inevitablemente una conmoción nacional que, dada la importancia de Pemberley, no podrá evitarse. El señor Wickham, al que la policía ha detenido con gran tino, parece tener un extraordinario talento para crear problemas y avergonzar a las personas respetables, y no puedo evitar sentir que la indulgencia de tus padres hacia él, en su infancia, en contra de la cual me expresé con frecuencia ante lady Anne, ha sido responsable de muchos de sus desmanes posteriores. Con todo, prefiero creer que, al menos de esta monstruosidad, él es inocente y, dado que su desafortunado matrimonio con la hermana de tu esposa lo ha convertido en hermano tuyo, desearás sin duda hacerte cargo de los gastos derivados de su defensa. Esperemos que, al hacerlo, no te arruines tú ni arruines a tus hijos. Necesitarás un buen abogado. Bajo ningún concepto contrates a uno del lugar: solo obtendrás a un don nadie que combinará la ineficacia con unas expectativas de remuneración descabelladas. Yo te ofrecería a mi señor Pegworthy, pero lo necesito aquí. La prolongada discrepancia que mantengo con mi vecino por el asunto de las lindes, de la que ya te he informado, está llegando a su punto álgido, y en los últimos meses ha habido un aumento lamentable de la caza furtiva. Acudiría personalmente a ofrecerte mis consejos -‌el señor Pegworthy asegura que, de haber sido yo un hombre y de haberme dedicado al derecho, habría sido un orgullo para la abogacía inglesa-‌, pero hago falta aquí. Si hubiera de visitar a todas las personas que podrían beneficiarse de mis consejos, no estaría nunca en casa. Te sugiero que contrates a un abogado de Inner Temple. Se dice que son todos unos caballeros. Di que acudes de mi parte, y te recibirán bien.

Transmitiré tus noticias al señor Collins, dado que no pueden mantenerse ocultas. En tanto que clérigo, se sentirá inclinado a enviarte sus habituales y deprimentes palabras de consuelo, y yo adjuntaré su misiva a mi carta, aunque le impondré limitaciones en cuanto a su extensión.

Os envío mi comprensión a ti y a la señora Darcy. No dudes en solicitar mi presencia si los acontecimientos del caso se tuercen, y yo me enfrentaré a las nieblas otoñales para estar a tu lado.

Elizabeth no esperaba leer nada interesante en la carta del señor Collins, quien se habría entregado con censurable placer a su habitual mezcla de pomposidad y estupidez. Era, eso sí, más larga de lo que ella suponía. A pesar de lo declarado, lady Catherine había sido indulgente en ese punto. Empezaba afirmando que no tenía palabras para expresar su sorpresa y su espanto para, acto seguido, encontrar un gran número de ellas, aunque pocas acertadas y ninguna de la menor utilidad. Como había hecho en el caso de la boda de Lydia, atribuía todo aquel desgraciado asunto a la falta de control sobre su hija ejercido por el señor y la señora Bennet, y a continuación se felicitaba por el rechazo de la propuesta de matrimonio que lo habría vinculado a él, irremediablemente, a la tragedia. Seguía profetizando un catálogo de desastres para la afligida familia, que empezaba con el peor de todos -‌el disgusto de lady Catherine, que les vetaría la entrada en Rosings-‌ e iba desde la ignominia pública, hasta la ruina y la muerte. Concluía mencionando que, en cuestión de meses, su querida Charlotte le daría su cuarto hijo. La rectoría de Hunsford empezaba a quedarse un poco pequeña para su familia en aumento, pero confiaba en que la Providencia, a su debido tiempo, le proporcionaría una vida más desahogada y una casa más grande. Elizabeth pensó que con aquellas palabras apelaba, y no era la primera vez que lo hacía, al interés del señor Darcy, y como en ocasiones anteriores recibiría la misma respuesta. La Providencia, por el momento, no se mostraba muy inclinada a ayudarlo y Darcy, desde luego, tampoco lo haría.

La carta de Charlotte, sin lacre, era la que Elizabeth estaba esperando. Constaba apenas de unas frases breves y convencionales mostrando su consternación, su condolencia, y le aseguraba que sus pensamientos y los de su esposo estaban con la afligida familia. Sin duda, el señor Collins habría de leer la carta, y por tanto de ella no cabía esperar nada más íntimo ni afectuoso. Charlotte Lucas había sido amiga de Elizabeth durante la infancia y la primera juventud, la única mujer, además de su hermana Jane, con la que le había sido posible entablar conversaciones racionales, y Elizabeth todavía lamentaba que aquella confianza mutua se hubiera transformado en cordialidad y en una correspondencia regular pero nada reveladora. Durante las dos visitas que Darcy y ella habían hecho a lady Catherine desde su matrimonio, se había impuesto un encuentro formal en la rectoría, y Elizabeth, reacia a exponer a su esposo al presuntuoso señor Collins, había acudido sola. Había intentado comprender que Charlotte aceptara la proposición matrimonial de este, hecha apenas un día después de la que pronunció ante ella y fue rechazado, pero era improbable que Charlotte hubiera olvidado o perdonado la primera reacción sorprendida de su amiga al conocer la noticia.

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