Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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– Eso no me preocupa -aseguró Andy.

– Vete ya a casa -le aconsejó Mick-. Dale recuerdos a tu madre, es una mujer adorable. Y tú eres un conductor fantástico, Andy; eres el mejor.

Nos sentamos en la mesa de siempre, con las puertas cerradas y la luz del amanecer como única iluminación. Mick cogió una botella y un vaso, pero bebió con moderación. Yo había cogido una Coca-Cola para mí y había encontrado un trozo de limón para quitarle un poco el dulzor, pero una vez que conseguí servírmela como quería, apenas toqué el maldito vaso.

Durante al menos una hora apenas intercambiamos una sola palabra. Cuando Mick se puso en pie, hacia las siete y media, yo le seguí. No tenía que preguntarle a dónde íbamos, y él tampoco necesitó entrar a coger el delantal. Aún lo llevaba puesto.

Lo acompañé a recoger el Cadillac y nos fuimos en él, en silencio, Novena Avenida abajo hasta la calle Catorce. Aparcamos frente a Towmey's, subimos por las escaleras, y entramos en el santuario de St. Bernard. Llegábamos unos minutos antes de la cuenta y tomamos asiento en la última fila de la pequeña capilla donde se celebraba la misa de los carniceros.

El cura que la oficiaba aquella mañana era joven, tenía la cara rosada y suave, como si nunca hubiera tenido que afeitarse. Tenía un fuerte acento del oeste de Irlanda y probablemente hubiese llegado al país hacía poco tiempo. Parecía seguro de sí mismo, al menos delante de su pequeña congregación de monjas y carniceros.

No recuerdo el contenido del oficio. Estaba allí y no estaba. Me ponía de pie cuando los demás lo hacían, y de la misma manera me sentaba y me arrodillaba. Incluso repetía las palabras que se suponía que tenía que decir. Pero mientras lo hacía, seguía respirando el olor de la mezcla de sangre y pólvora, veía cómo descendía el cuchillo describiendo su furioso arco, y observaba cómo chorreaba la sangre mientras la pistola me golpeaba la mano.

Y entonces ocurrió algo curioso.

Cuando los demás se pusieron en fila para recibir la comunión, Mick y yo nos quedamos en nuestros asientos, como siempre habíamos hecho. Pero mientras la gente se iba moviendo, a medida que cada persona decía amén y recibía la hostia, algo hizo que me levantase y me pusiese al final de la cola. Sentí un ligero hormigueo en las palmas de las manos y una especie de latido en la garganta.

La fila seguía avanzando.

– El cuerpo de Cristo -decía el cura una y otra vez.

– Amén -contestaba cada uno de los comulgantes.

Seguíamos aproximándonos, y de pronto, me encontré frente al sacerdote, y Ballou estaba justo detrás de mí.

– El cuerpo de Cristo -me dijo el cura.

– Amén -contesté yo.

Y tomé la Sagrada Forma sobre mi lengua.

24

Fuera, el sol brillaba y el aire me despertaba con su frescura. En mitad de las escaleras de la iglesia, Mick se puso a mi lado y me cogió del brazo. Tenía una enorme sonrisa en los labios.

– Bueno, ya está claro que nos vamos a abrasar en el Infierno -me dijo-. Hemos ido a comulgar con sangre en las manos. Si hay alguna forma más segura de entrar en el Infierno, desde luego a mí no se me ocurre. Llevo treinta años sin confesar mis pecados, y mi delantal aún está húmedo de la sangre de ese bastardo, y voy y me subo al altar como si estuviera en estado de gracia.

Suspiró de puro asombro.

– Y lo tuyo aún es mejor. Ni siquiera eres católico… Porque no estás bautizado, ¿verdad?

– Creo que no.

– Jesús bendito, un puto pagano yendo a comulgar al altar; y yo voy y me coloco detrás de él como una oveja descarriada. ¿Qué te ha llevado a hacer eso, tío?

– No lo sé.

– La otra noche te dije que eras una caja de sorpresas. Pero por Dios que no conocía ni la mitad de ellas. Anda, vamos.

– ¿Adónde vamos?

– Necesito beber algo -me dijo-. Y quiero que me acompañes.

Fuimos a un bar de carniceros en la esquina de la Trece con Washington. Ya habíamos ido allí en otras ocasiones. El suelo estaba cubierto de serrín, y el aire estaba viciado por el humo del cigarro del camarero. Nos sentamos en una mesa con un güisqui para él y un café solo bien cargado para mí.

Me preguntó simplemente:

– ¿Por qué?

Me quedé un rato pensando, y luego negué con la cabeza.

– No lo sé -le dije-. No lo tenía planeado.

Algo hizo que me pusiese en pie y me dirigiese al altar

– No hablaba de eso.

– ¡Ah!

– ¿Por qué has venido esta noche? ¿Qué es lo que te ha impulsado a ir a Maspeth con una pistola en la mano?

– Ah, ya -dije.

Soplé el café para que se enfriase un poco.

– Es una buena pregunta -le contesté.

– No irás a decirme que ha sido por el dinero. Te habrías podido llevar cincuenta mil simplemente por darle la cinta. No sé cómo saldrá el reparto, pero desde luego no llegará a esa cantidad. ¿Por qué doblar el riego para obtener una recompensa menor?

– Porque el dinero no era lo que más me importaba.

– No, el dinero no te importaba en absoluto -me dijo-. ¿Cuándo te ha importado a ti el dinero? Jamás.

Bebió un trago.

– Te voy a contar un secreto. Tampoco a mí me importa lo más mínimo. Lo necesito todo el puto tiempo, pero la verdad es que me da igual.

– Ya lo sé.

– No querías venderles la cinta, ¿verdad?

– No -le dije-. Los quería muertos.

Él asintió.

– ¿Sabes de quién me acordé la otra noche? Del viejo poli del que me hablaste, aquel irlandés que tenías como compañero cuando empezaste.

– Mahaffey.

– Sí, ese. Me acordé de Mahaffey.

– Ya sé por qué.

– Me acordé de lo que te dijo: «Nunca hagas nada si puedes encontrar a alguien que lo haga por ti»; ¿no fue eso lo que te dijo?

– Más o menos.

– Y yo me dije a mí mismo que no había nada de malo en ello. ¿Por qué no vamos a dejarles los asesinatos a los chicos de los delantales ensangrentados? Pero entonces dijiste que querías más pasta que la que cobra un intermediario, y por un momento pensé que me había equivocado contigo.

– Lo sé. Y te molestó.

– Pues sí, porque me negaba a verte como un tipo con semejante sed de dinero. Aquello significaba que no eras el hombre que yo pensaba que eras, y me fastidió mucho. Pero enseguida me volvió a quedar todo claro. Dijiste que querías tu parte, y que querías ir allí con la pistola.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Me pareció más fácil así. Iban a estar esperándome, e iban a dejarme pasar.

– Esa no es la razón.

– No, en realidad no lo es. Supongo que decidí que Mahaffey se equivocaba, o que su consejo no podía aplicarse a este caso en concreto. No me parecía bien eso de dejarles el trabajo sucio a otros. Si yo les había sentenciado a muerte, lo menos que podía hacer era estar presente cuando les ejecutasen.

Bebió e hizo un gesto con la cara.

– Te voy a decir algo -me aclaró-. El güisqui que sirvo yo en mi bar es bastante mejor que este.

– No te lo bebas si no te parece bueno.

Volvió a probarlo para asegurarse.

– Yo no diría que es malo -me dijo-. Ya sabes, con la cerveza o con el vino no me importa mucho, pero ya he tomado mi buena ración de ambos; y he tomado cervezas con tan poco cuerpo como el agua y vinos que ya estaban avinagrados. Y también me he llevado a la boca carne y huevos pasados, y comida mal preparada y echada a perder. Pero en toda mi vida no creo que haya tomado un solo vaso de güisqui de mala calidad.

– No -le dije-. Yo tampoco.

– ¿Cómo te encuentras, Matt?

– ¿Que cómo me encuentro? Pues no lo sé. Soy un alcohólico, nunca sé cómo me encuentro.

– Ah.

– Pero lo que sí sé es que estoy sobrio. Así es como me encuentro, sobrio.

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