Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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A las diez y media me fui a Grogan's.

Mick estaba allí, y nos metimos en la oficina que tenía en la parte posterior del local. Allí tiene un viejo escritorio de madera, sillas de oficina y un sillón reclinable Naugahyde. También tiene un viejo sofá de cuero verde, donde a veces se tumba a descansar durante unas horas. Una vez me dijo que tenía tres apartamentos en la ciudad, cada uno de ellos alquilado a nombre de una persona diferente. Y, por supuesto, también tiene la granja del norte.

– Eres el primero en llegar -me dijo-. Tom y Andy estarán aquí a las once. Matt, ¿te lo has pensado bien?

– Sí.

– ¿Y no tienes remordimientos?

– ¿Por qué iba a tenerlos?

– No pasaría nada aunque los tuvieses. Es probable que haya mucho derramamiento de sangre. Ya te lo dije anoche.

– Sí, me acuerdo perfectamente.

– Tendrás que llevar pistola; y si la llevas…

– Tienes que estar dispuesto a usarla. Sí, ya lo sé.

– Oh, por Dios -me dijo-. ¿Estás seguro de que vas a ser capaz de hacerlo?

– Ya lo veremos, ¿no?

Abrió la caja fuerte y me enseñó varias armas. La que me recomendaba era una SIG Sauer de 9 mm automática. Pesaba una tonelada y, desde luego, parecía capaz de parar un tren sin frenos. Jugué un rato con ella, probé el pasador, le quité el cargador y volví a ponérselo, y la verdad es que me gustaba cómo me sentía con ella en la mano. Era una pieza magnífica y estaba claro que resultaba impresionante. Pero terminé devolviéndosela y eligiendo un revolver de cañón recortado S &W del calibre 38. No tenía el aspecto amenazador de la SIG Sauer, por no hablar de su potencia, pero me resultaba mucho más cómodo de llevar en los riñones, debajo del cinturón. Y además se parecía a la que solía llevar cuando pertenecía al cuerpo.

Mick se quedó con la SIG para él.

A las once, Tom y Andy ya habían llegado, y habían entrado en la oficina para elegir también ellos un arma. La puerta del despacho, por supuesto, se quedó cerrada, y todos dimos vueltas por allí hablando del buen tiempo que hacía, intentando convencernos de que todo iba a ser muy sencillo. Después Andy se fue, trajo el coche, salimos de Grogan's todos en fila y nos metimos dentro.

El vehículo era un Ford, un LTD Crown Victoria de unos cinco años. Era largo, tenía mucho espacio, un maletero enorme y un motor de gran potencia. Al principio creí que lo habían robado para la ocasión, pero luego me enteré de que Ballou se lo había comprado hacía algún tiempo. Andy Buckley lo tenía en un garaje del Bronx y lo sacaba para este tipo de trabajos. Las matrículas eran verdaderas, pero aunque las investigasen no les iban a llevar a ninguna parte, porque el nombre y la dirección del registro eran ficticios.

Andy cruzó la ciudad por la calle Cincuenta y Siete y después cogió el puente de la Cincuenta y Nueve hasta Queens. Esta ruta me gustó más que la que yo había seguido el día anterior. Una vez dentro del coche, ya no hablamos demasiado, y una vez que cruzamos el puente, el silencio prácticamente ya no volvió a romperse. Es posible que unos minutos antes de un partido por el campeonato los vestuarios también estuviesen así. O tal vez no; en los deportes no se dispara al que pierde.

No creo que tardásemos más de media hora en hacer el trayecto; no había tráfico, y Andy conocía muy bien el camino. Así que debimos de llegar al estadio aproximadamente a media noche. No había conducido muy rápido, pero luego redujo la velocidad a poco más de treinta kilómetros por hora para que pudiésemos examinar el edificio y sus alrededores mientras hacíamos una pasada. Subimos por una calle y bajamos por otra, y de vez en cuando pasábamos por el estadio y le echábamos un vistazo. Las calles estaban tan desiertas como la noche anterior, y el hecho de que fuera más tarde hacía que parecieran aún más solitarias. Después de dar vueltas durante veinte minutos o más, Mick le dijo que ya podía aparcar.

– Si seguimos conduciendo de un lado para otro, algún puto poli va a venir a preguntarnos si nos hemos perdido.

– No he visto a ninguno desde que cruzamos el puente -apuntó Andy.

Mick iba delante, en el asiento del copiloto, y yo atrás con Tom, que no había abierto la boca desde que salimos de la oficina de su jefe.

– Hemos llegado pronto -comentó el conductor-. ¿Qué quieres que haga?

– Aparca cerca del sitio, pero no justo enfrente -contestó Mick-. Nos quedaremos aquí y esperaremos. Si alguien nos provoca, nos iremos a casa y nos emborracharemos.

Terminamos aparcados medio bloque más allá del estadio, al otro lado de la calle. Andy apagó el motor y las luces. Me quedé allí sentado, tratando de averiguar en qué distrito nos encontrábamos para saber quién podía venir a buscarnos. Tendría que ser el 108 o el 104, pero no era capaz de recordar dónde se encontraba el límite entre ambos, ni tampoco sabía dónde estábamos nosotros con respecto a él. No sé cuánto tiempo permanecí allí sentado, con el ceño fruncido, muy concentrado, tratando de ver el plano de Queens en mi cabeza, y colocándole un mapa de los distritos encima. Nada podía tener menos importancia en aquel momento, pero mi mente se afanaba en esos pensamientos como si de encontrar la respuesta a ellos dependiese el destino del mundo.

Todavía no lo había resuelto cuando Mick se giró hacia mí y señaló el reloj. Era la una en punto. Hora de irse.

Tuve que entrar solo. Aquella parecía ser la parte más sencilla, pero a mí no me lo pareció cuando llegó el momento de enfrentarme a ella. No había modo de saber qué tipo de recibimiento me esperaba. Si Stettner había decidido, cosa muy razonable además, que era más barato y más seguro matarme que pagarme, lo único que tenía que hacer era entornar la puerta unos centímetros y dispararme sin que prácticamente le hubiera puesto los ojos encima. Allí se podía disparar un cañón sin que nadie se enterase, y, además, aunque alguien lo oyese, le importaría un bledo.

Ni siquiera sabía si Bergen y Olga estaban en el interior. Yo llegaba justo a la hora, y ellos debían de llevar allí muchísimo tiempo. Eran los anfitriones, y no tenía sentido que llegasen tarde a su propia fiesta. Aun así, yo no había visto por la calle ningún coche que pudiese ser suyo, y no había detectado signo alguno de vida en el estadio, al menos desde donde estábamos aparcados.

Probablemente hubiera un garaje en el interior del edificio; me había parecido ver la puerta de uno en el lado opuesto. Si yo hubiera estado en su lugar, habría preferido tener dónde aparcar allí dentro. No sabía qué coche tendrían, pero si fuera alguno que encajase en su modo de vida desde luego no sería del tipo que a uno le gustaría dejar aparcado en la calle.

Todo aquello lo pensaba únicamente para mantener la cabeza ocupada en cosas vanas, igual que antes había hecho al tratar de adivinar el distrito en el que nos encontrábamos. ¿Estarían o no estarían? ¿Me saludarían con un apretón de manos o con una bala? Y el caso es que intuía desde el principio que estaban allí, porque sentía que unos ojos me observaban mientras me acercaba a la puerta. Llevaba el casete en el bolsillo del abrigo, ya que suponía que no me dispararían antes de asegurarse de que lo llevaba conmigo. También llevaba la Smith del calibre 38 en el mismo lugar que la había colocado al principio, debajo del abrigo y de la chaqueta del traje, sujeta bajo la cinturilla de los pantalones. En aquel momento me hubiera resultado mucho más práctico llevarla en el bolsillo del abrigo, pero quería tenerla a mano después de quitármelo y…

Me estaban observando, ya estaba claro, porque la puerta se abrió antes de que llegase a llamar. No había ninguna pistola apuntándome, solo Bergen Stettner vestido como lo había visto el jueves por la noche, con la chaqueta deportiva de ante. En esta ocasión, sus pantalones eran de color caqui, y parecían de un uniforme militar; además se había metido la parte inferior dentro de las botas. Desde luego, era una imagen muy curiosa, ya que las diferentes partes de su indumentaria en principio parecían no encajar unas con otras, aunque, sin saber muy bien cómo, sí lo hacían.

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