Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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– Eres una mujer preciosa -le dijo Stettner.

Y a mí me comentó:

– Aquí la tengo en carne y hueso, pero he de verla en la pantalla para apreciar lo bella que es. Es curioso, ¿no crees?

Ya no importó la respuesta que yo fuera a darle, porque se perdió para siempre al oírse un ruido de disparos en alguna parte del edificio. Hubo dos detonaciones muy seguidas, y después una lluvia de tiros en respuesta a aquellos. Stettner dijo:

– ¡Jesucristo bendito!

Y se dio la vuelta para mirar a la puerta. Había empezado a moverse al segundo de percatarnos de lo que eran aquellos sonidos. Yo di un paso atrás, me separé la parte trasera de la chaqueta del traje con la mano izquierda y cogí la pistola con la derecha. La sostuve en la mano, con el dedo puesto en el gatillo y el pulgar en el percutor. Tenía la espalda contra la pared, con lo que podía cubrirles y ver al mismo tiempo la puerta que daba al pasillo.

– Quietos -les dije-. Que nadie se mueva.

En la pantalla, Olga montaba al chico, empalada en su pene. Lo cabalgaba de forma furiosa en aquel completo silencio. Podía verla por el rabillo del ojo, pero Bergen y su esposa ya no estaban mirando. Estaban uno junto al otro observándonos a mí y a la pistola que tenía en la mano. Los tres nos quedamos tan callados como la pareja que aparecía en la pantalla.

Un único disparo rompió el silencio. Después lo llenó todo de nuevo, hasta que unos pasos en las escaleras volvieron a romperlo.

Hubo más pasos por el pasillo, y ruidos de puertas que se abrían y se cerraban. Stettner parecía estar a punto de decir algo. Entonces oí cómo me llamaba Ballou.

– ¡Aquí! -le grité-. Al final del pasillo.

Entró a toda prisa en la habitación, con la tremenda automática como el juguete de un niño en su enorme mano. Llevaba el delantal de su padre. Su cara estaba contraída por la ira.

– Han disparado a Tom -dijo.

– ¿Es grave?

– No demasiado, pero ha caído. Era una puta trampa, entramos por la puerta y dos de ellos estaban escondidos en las sombras y empuñando pistolas. Por suerte, tenían muy mala puntería, pero Tom recibió una bala antes de que pudiese derribarlos.

Respiraba con dificultad, con enormes bocanadas de aire.

– He matado a uno, y al otro lo he derribado de dos tiros en el estómago. Acabo de meterle la pistola en la boca y saltarle la tapa de los sesos. Puto bastardo, disparar emboscado a un hombre…

Por eso Stettner parecía estar actuando cuando me abrió la puerta. Tenía público; después de todo, sus guardias estaban escondidos en las sombras.

– ¿Dónde está la pasta? Cojámosla y llevemos a Tom a un médico.

– Ahí tienes tu dinero -dijo Stettner con tono grave, señalando al maletín todavía abierto-. Lo único que tenías que hacer era cogerlo y marcharte. No hacía falta nada de esto.

– Pero si tú tenías guardias apostados en la entrada… -le recriminé.

– Era únicamente una medida de precaución, y parece que acertada. Aunque no me ha servido de nada, ¿verdad?

Se encogió de hombros.

– Ahí está tu dinero -repitió-. Cógelo y sal de aquí.

– Son cincuenta mil -le dije a Ballou-. Pero hay más en la caja fuerte.

Se quedó mirando, primero a la enorme Mosler y después a Stettner.

– Ábrela -le ordenó.

– No hay nada ahí dentro.

– ¡Abre la puta caja!

– No hay más que cintas, aunque ninguna tan buena como la que estábamos viendo. Es interesante, ¿no crees?

Ballou echó un vistazo a la televisión; ni siquiera se había dado cuenta de que estaba allí. Necesitó uno o dos segundos para comprender lo que estaba ocurriendo en el silencio de las imágenes. Después apuntó y le pegó un tiro, con la Sauer bien agarrada para amortiguar el considerable retroceso del arma. El tubo de imagen del aparato explotó y el estruendo fue enorme.

– Abre la caja -repitió.

– Ahí dentro no hay dinero. Tengo algo en otras cajas, y el resto en mi oficina.

– Ábrela o estás muerto.

– No creo que pueda -dijo fríamente Stettner-. Nunca recuerdo la combinación.

Ballou lo agarró por la pechera de la camisa y lo tiró contra la pared de un bofetón con el revés de la mano. Stettner no perdió la compostura. Un hilillo de sangre resbaló de una de sus fosas nasales, pero si se dio cuenta de ello, no mostró signo alguno.

– Esto es una tontería -dijo-. No voy a abrirla. Si la abro, estamos muertos.

– Y si no la abres, también -replicó Ballou.

– Solo si eres idiota. Vivos te podemos conseguir más dinero; muertos, jamás podrás abrir la caja.

– Estamos muertos en cualquier caso -dijo Olga.

– Yo no lo creo -le corrigió Stettner.

Y luego se dirigió a Ballou:

– Puedes pegarnos si quieres. Tú tienes la pistola, así que tú decides. Pero, ¿no ves que no tiene ningún sentido? Y mientras tanto, tu hombre, Tom, está tirado en el suelo, desangrándose ahí arriba. Morirá mientras tú pierdes el tiempo intentando persuadirme de que abra una caja fuerte vacía. ¿Por qué no ahorras tiempo, coges los cincuenta mil y te llevas a tu chico a un médico, que es lo que en realidad necesita?

Mick se me quedó mirando. Me preguntó qué creía que había en la caja.

– Algo bueno -le contesté-, o ya la habría abierto.

Él asintió lentamente; después se giró y dejó la SIG Sauer junto al maletín. Yo aún apuntaba al matrimonio con mi Smith del 38. De un bolsillo del delantal de carnicero sacó un cuchillo que llevaba la hoja metida en una funda de cuero. Lo desenvainó. La hoja era de acero al carbono, y había ido perdiendo color con los años. A mí el arma me resultaba verdaderamente aterradora, pero Stettner se la quedó mirando con aparente agrado.

– Abre la caja -repitió Ballou.

– Creo que no.

– Le voy a cortar esas preciosas tetas a tu mujer -le dijo en tono amenazante-. La voy a convertir en comida para gatos.

– Eso no te va reportar beneficios económicos, ¿o sí?

Me acordé del traficante de Jamaica Estafes y el farol que se había echado. Yo no sabía si lo de Mick también lo sería, y la verdad es que no quería comprobarlo.

Agarró a Olga por el antebrazo, y la atrajo hacia sí.

– Espera -le pedí.

Se me quedó mirando con ojos furibundos.

– Los cuadros -continué.

– ¿De qué estás hablando, tío?

Señalé el pequeño Corot.

– Eso vale más de lo que puede tener en la caja -le aseguré.

– No quiero molestarme en vender un puto cuadro.

– Tampoco yo -le dije, pero apunté la pistola y descerrajé un tiro que dejó una enorme marca en la pared, al lado del óleo. El hormigón se descascarilló, pero lo que quedó hecho pedazos fue la sangre fría de Stettner.

– Puedes estar seguro que lo haré -le dije-. Le dispararé a ese y a los demás.

Dirigí la pistola hacia el par de retratos y apreté el gatillo sin haber apuntado previamente. La bala atravesó el retrato de la mujer, y le dejó un pequeño agujero a unos centímetros de la frente.

– ¡Por Dios! -se escandalizó Stettner-. Sois unos auténticos vándalos.

– No es más que pintura y tela.

– ¡Por Dios! Abriré la caja.

Marcó la combinación con mano rápida y segura. El único sonido que se podía oír era el giro de la ruedecilla. Yo agarraba fuertemente la Smith y respiraba el olor a pólvora que desprendía. La pistola pesaba y me dolía un poco la mano a causa del retroceso de los disparos. Quería dejarla. No había necesidad de apuntarle a nadie. Bergen estaba ocupado con la caja, y Olga, como congelada de miedo e incapaz de moverse.

Stettner metió el último número, giró la manilla y abrió las puertas gemelas. Todos miramos, y vimos en su interior varios fajos de billetes. Yo estaba a un lado, y mi visión estaba parcialmente bloqueada por los otros dos hombres. Vi cómo la mano de Stettner se metía a toda prisa en la caja abierta y grité:

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