– Siempre ha sido voluntariosa y rebelde. Siempre le ha costado acatar la voluntad de Dios y el recto criterio de sus superiores.
– ¿Cosas que, supongo, deben de ser sinónimas? -dijo Brunetti.
– Puede bromear cuanto quiera, pero lo hace por su cuenta y riesgo.
– No he venido a bromear, madre. He venido a averiguar por qué esta persona abandonó el lugar en el que trabajaba.
La monja consideró la petición durante un rato. Brunetti, que la observaba, la vio llevarse una mano al crucifijo del pecho en un gesto totalmente inconsciente.
– Se había hablado de… -empezó, pero no terminó la frase. Bajó la mirada, vio la mano que apretaba el crucifijo, la retiró y miró a Brunetti-. Desobedeció una orden de sus superiores, y cuando le sugerí que hiciera penitencia por su pecado de desobediencia, se marchó. -Con evidente reticencia agregó-: Reconozco que su conducta me sorprendió. Siempre había sido… -Se interrumpió, y Brunetti observó cómo la verdad peleaba con las responsabilidades del cargo-. Siempre había cumplido con sus obligaciones de buen grado. Pero es excitable. La gente que procede de ese medio suele serlo.
Ni el espíritu cristiano podía hacerle superar sus prejuicios contra los sicilianos.
Brunetti no hizo comentarios.
– ¿Ha hablado con su confesor?
– Sí; cuando ella se fue.
– ¿Y le dijo algo que ella le hubiera contado?
La monja consiguió mostrarse escandalizada por la pregunta.
– Él no puede revelar nada oído en confesión. El secreto es sagrado.
– Sólo la vida es sagrada -replicó Brunetti, e inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho.
Vio que ella reprimía una respuesta y se puso en pie.
– Gracias, madre -dijo Brunetti. Si la sorprendió la brusquedad con la que su visitante daba por terminada la entrevista, no lo demostró. Él fue a la puerta y la abrió. Cuando se volvió para despedirse, vio que la monja seguía sentada, muy erguida, apretando el crucifijo con la mano.
Brunetti se fue a su casa por el camino más corto, paró a comprar agua mineral y a las siete y media abría la puerta. Nada más entrar, supo que ya estaban todos: Chiara y Raffi, en la sala, se reían de algo que daban por televisión y Paola, en su estudio, coreaba un aria de Rossini.
Brunetti llevó las botellas a la cocina, dijo hola a los niños y se fue por el pasillo al estudio de Paola. En un estante de la librería había un pequeño lector de CD y Paola, sentada en el sofá con el libreto en la mano, cantaba.
– ¿Cecilia Bartoli? -preguntó él al entrar.
Paola levantó la mirada, asombrada de que su marido hubiera reconocido la voz de la cantante a la que estaba ayudando con el aria, sin sospechar que él había visto el nombre de la soprano en el CD del Barbiere que ella había comprado la semana antes.
– ¿Cómo lo has adivinado? -preguntó, olvidando por un momento el Una voce poco fa.
– Nosotros hemos de tener vista para todo -dijo él, y enseguida rectificó-: Mejor dicho, oído.
– No seas bobo, Guido -dijo ella, pero se reía. Cerró el libreto, lo dejó caer sobre la mesa que tenía a su lado, se inclinó y paró la música.
– ¿Crees que a los niños les gustaría cenar fuera? -preguntó él.
– No; están viendo una película tonta que no acaba hasta las ocho, y yo estoy haciendo la cena.
– ¿Qué hay? -preguntó él, descubriendo ahora que estaba hambriento.
– Gianni tenía hoy un cerdo estupendo.
– Bien. ¿Cómo lo haces?
– Con porcini.
– ¿Y polenta?
Ella le sonrió.
– Claro. No es de extrañar que se te esté poniendo ese estómago.
– ¿Qué estómago? -preguntó Brunetti haciéndolo desaparecer. Ella no contestó y él dijo-: Es lo normal cuando acaba el invierno. -Para desviar la atención de Paola, y quizá también la suya propia, del estómago, le refirió los sucesos del día desde que, aquella mañana, había recibido la llamada de Vittorio Sassi.
– ¿Tú lo has llamado después?
– No; he estado muy ocupado.
– ¿Por qué no lo llamas ahora? -preguntó ella. Lo dejó solo para que él pudiera hablar por el teléfono del estudio y se fue a la cocina, a poner el agua para la polenta.
– ¿Qué hay? -le preguntó al verlo entrar, sirviéndole una copa de dolcetto.
– Gracias -dijo él tomando un sorbo-. Le he dicho dónde y cómo está.
– ¿Qué clase de hombre parece?
– Lo bastante buena persona como para ayudarla a encontrar trabajo y alojamiento, y lo bastante sensato como para llamarme después de que ocurriera esto.
– ¿Qué crees que ha sido?
– Puede haber sido un accidente o puede haber sido algo peor -dijo Brunetti tomando otro sorbo de vino.
– ¿Quieres decir que pueden haber tratado de matarla?
Él asintió.
– ¿Por qué?
– Eso depende de a quién haya ido a ver después de hablar conmigo. Y de lo que haya dicho a esa persona.
– ¿Crees que sería tan imprudente? -Lo único que Paola sabía de Maria Testa era lo que Brunetti le había contado de suor Immacolata durante varios años, y todo eran elogios de su paciencia y de su caridad cristiana, no la clase de información que pudiera darle una idea de cómo podría comportarse la joven en una situación como la que describía Brunetti.
– No creo que ella lo considerara una imprudencia. Ha sido monja la mayor parte de su vida, Paola -dijo él, como si esto lo explicara todo.
– ¿Qué quieres decir?
– Que no tiene una idea muy clara de cómo reacciona la gente. Probablemente, no se ha visto expuesta a la maldad ni al engaño.
– Pero, ¿no dices que es siciliana?
– Eso no tiene gracia.
– No pretendía hacer un chiste, Guido -dijo Paola con voz ofendida-. Hablo en serio. Si creció en aquel ambiente… -Se volvió de espaldas a los fogones-. ¿Cuántos años dijiste que tenía cuando entró en el convento?
– Quince, creo.
– Pues, si se crió en Sicilia, sabrá del comportamiento humano lo bastante como para comprender que el mal es posible. No peques de romántico al juzgarla, no es una santa de escayola que vaya a hacerse pedazos a la primera señal de conducta reprobable o indecorosa.
Brunetti no pudo evitar que su voz sonara seca al replicar:
– Matar a cinco ancianos es algo más que indecoroso. -Paola no dijo nada, lo miró fijamente y se volvió a echar sal al agua que empezaba a hervir-. Está bien, está bien, ya sé que pruebas no hay muchas -admitió y, en vista de que Paola seguía de espaldas, fue aún más allá en sus concesiones-. Bueno, prueba, ninguna. Pero, ¿a qué viene entonces ese infundio de que ha robado y lesionado a uno de los ancianos? ¿Y por qué la han atropellado y abandonado en la carretera?
Paola abrió el paquete que estaba al lado de la olla y tomó un puñado de la harina de maíz que contenía. Mientras hablaba, con una mano, iba echando harina poco a poco en el agua hirviendo y con la otra removía con una gran cuchara de madera.
– Puede haber sido un atropello fortuito. Y un puñado de mujeres juntas no tienen mucho que hacer, aparte de murmurar.
Brunetti la miraba con la boca abierta.
– ¿Y así habla una mujer que se considera feminista? -dijo al fin-. No permita Dios que tenga que oír lo que dicen las no feministas acerca de las mujeres que viven solas.
– Lo digo en serio, Guido. Y da lo mismo que sean hombres o mujeres. -Imperturbable ante su protesta, Paola seguía echando harina y removiendo lentamente-. Si pones juntas a una serie de personas, forzosamente acaban murmurando unas de otras. Y, si no hay diversiones, peor que peor.
– ¿Diversiones tales como el sexo? -preguntó él, tratando de escandalizarla o, por lo menos, hacerla reír.
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