– Especialmente si no hay sexo.
Paola acabó de echar la harina de maíz mientras Brunetti meditaba sobre lo dicho.
– Toma, remueve mientras pongo la mesa -dijo ella, haciéndose a un lado para dejarle sitio delante del fogón y tendiéndole la cuchara.
– Yo pondré la mesa -dijo él levantándose y abriendo el armario. Lentamente, dispuso los platos, las copas y los cubiertos-. ¿Hay ensalada? -preguntó, Paola asintió y él sacó cuatro platos de ensalada y los dejó en la encimera-. ¿Postre?
– Fruta.
Bajó otros cuatro platos.
Volvió a sentarse en su sitio y levantó la copa, tomó un sorbo, tragó y dijo:
– De acuerdo, pudo ser un accidente, y puede ser casualidad que se murmure de ella en la casa di cura. -Dejó la copa en la mesa y se sirvió más vino-. ¿Es eso lo que piensas?
Ella acabó de remover y dejó la cuchara atravesada encima de la olla.
– No; yo creo que han querido matarla. Y creo que alguien ha hecho circular la historia de que robaba dinero. Todo lo que me has contado de ella me impide creerla capaz de mentir o robar. Y dudo que alguien que la conozca bien pueda creerlo. A no ser que la fuente sea una persona con autoridad. -Tomó un sorbo de la copa de su marido y volvió a dejarla en la mesa-. Es curioso, Guido, pero lo que estaba escuchando cuando has llegado trata de esta cuestión.
– ¿De qué cuestión?
– En el Barbiere hay un aria preciosa… y no me interrumpas para decir que hay más de una… Me refiero a la de, ¿cómo se llama?, Basilio, el maestro de música, que trata de la calumnia que, al propagarse, hace que la víctima -y aquí Paola asombró a su marido rompiendo a cantar las últimas frases del aria del bajo con su voz de soprano ligera-: «Avvilito, calpestrato, sotto il pubblico flagello per gran sorte va a crepar.»
Antes de que terminara, sus dos hijos estaban en la puerta mirando atónitos a su madre. Cuando Paola terminó, Chiara exclamó:
– Mamma, no tenía idea de que supieras cantar.
Paola miraba a su marido, no a su hija, al responder:
– Siempre hay algo que descubrir acerca de las madres.
Hacia el final de la cena, salieron a hablar de la escuela, lo que llevó a Paola a preguntar a su hija por la clase de religión.
– Me gustaría dejarla -dijo Chiara tomando una manzana del frutero que estaba en el centro de la mesa.
– No sé por qué no queréis que la deje -dijo Raffi-. Es perder el tiempo.
Paola, en lugar de honrar con una respuesta la aportación de su hijo a la conversación, preguntó a Chiara:
– ¿Dejarla? ¿Por qué?
La niña se encogió de hombros.
– Creo que se te ha otorgado el don del habla, Chiara -dijo la madre.
– Mira, mamma, cuando me hablas en ese tono, ya sé que no vas a escuchar lo que te diga.
– ¿Puedo preguntar a qué tono te refieres? -inquirió Paola.
– Pues a ése -replicó Chiara.
Paola miró a los hombres de la familia en demanda de apoyo frente a este ataque injustificado de su benjamina, pero ellos la asaeteaban con ojos implacables. Chiara siguió pelando la manzana, procurando sacar la piel en una sola tira, que ya llegaba al canto de la mesa.
– Perdona, Chiara -dijo Paola.
Chiara le lanzó una mirada fugaz, acabó de pelar su manzana, cortó un trozo de la fruta y lo dejó en el plato de su madre.
Brunetti decidió reanudar las negociaciones.
– ¿Por qué quieres dejar la clase de religión, Chiara?
– Raffi tiene razón. Es perder el tiempo. Me aprendí de memoria el catecismo la primera semana, y lo único que hacemos es recitarlo cuando él nos pregunta. Es aburrido, y podría dedicar ese tiempo a leer o hacer deberes. Pero lo peor es que al cura no le gusta que le hagamos preguntas.
– ¿Qué clase de preguntas? -dijo Brunetti aceptando el último trozo de la manzana y permitiéndole con ello empezar a pelar otra.
– Mira -empezó Chiara, con la atención concentrada en el movimiento del cuchillo-, hoy nos estaba diciendo que Dios es nuestro padre, y, al referirse a Dios, siempre decía «Él». Entonces yo levanto la mano y le pregunto si Dios es espíritu. Él me dice que sí lo es. Y yo pregunto si un espíritu es distinto de una persona porque no tiene cuerpo, no es material. Él dice que sí y yo le pregunto cómo, siendo espíritu, Dios ha de ser masculino, si no tiene cuerpo ni nada.
Brunetti miró a su mujer por encima de la cabeza inclinada de Chiara, pero llegó tarde para advertir cualquier vestigio de sonrisa de triunfo en la cara de Paola.
– ¿Y qué te ha dicho el padre Luciano?
– Se ha puesto hecho una fiera y ha empezado a gritar. Ha dicho que yo quería presumir. -Miró a Brunetti, olvidando momentáneamente la manzana-. Pero no es verdad, papá. Yo no quería presumir. Quería saber. No le encuentro sentido. Quiero decir que por qué no puede ser Dios las dos cosas.
– No lo sé, tesoro. Hace ya mucho tiempo que yo estudié eso. Supongo que Dios puede ser lo que quiera. Quizá Dios sea tan grande que escapa a nuestras pequeñas reglas sobre la realidad material y nuestro pequeño universo. ¿No se te ha ocurrido pensarlo?
– No, nunca. -Chiara apartó el plato. Reflexionó un momento y dijo-: Podría ser. -Otro silencio especulativo-. ¿Puedo ir a hacer los deberes?
– Desde luego -dijo Brunetti, inclinándose para revolverle el pelo-. Si tienes dificultades con los problemas de mates, con los más difíciles, me los traes.
– ¿Y qué harás, papá? ¿Decirme que no puedes ayudarme porque ahora las mates son muy distintas de cuando las estudiabas tú? -preguntó Chiara riendo.
– ¿No es lo que hago siempre con tus deberes de matemáticas, cara ?
– Sí, debe de ser lo único que puedes hacer, ¿eh?
– Eso me temo -dijo Brunetti echando la silla hacia atrás.
Cuando los chicos se fueron, Brunetti miró a Paola.
– ¿De acuerdo?
– ¿De acuerdo, en qué?
– En que quizá ya sea hora de que deje la clase de religión.
Paola dejó de recoger la mesa y lo miró en silencio. Estaba esperando.
– ¿Te ha contado algo más acerca de las cosas que dice el cura?
Ella movió la cabeza negativamente.
– No; son las otras chicas las que hablan, y diría que, aunque entre ellas se ríen, son cosas que les chocan.
– ¡Por todos los santos…! -estalló Brunetti-. ¿Serán todos iguales?
– ¿Iguales a quién?
– A este hombre nefasto.
Ella tardó en contestar.
– No; creo que no. -Casi de mala gana, añadió-: Yo reconocería que la mayoría no lo son, lo que ocurre es que sólo nos fijamos en los malos. Y luego generalizamos.
– Siempre creí que no los tragabas -dijo Brunetti.
– ¿A quién? ¿A los curas?
– Sí.
Ella sonrió.
– Ésa es la impresión que debo de dar en mis momentos de arrebato. Pero en realidad no los detesto. Yo aborrezco a los déspotas. Y los déspotas espirituales son los peores, los más cobardes. Pero a los curas, no. Hay muchos curas buenos.
Brunetti asintió.
– Eso espero. ¿Qué hacemos? ¿Escribir una carta?
– Sí.
– ¿Habrá que dar una explicación?
– Creo que no. Sólo decir que necesita más tiempo para las otras asignaturas.
– ¿Y nada más?
Paola asintió.
– Nada más.
Ya que el tema de la religión había invadido su vida tanto en el ámbito doméstico como en el profesional sin que él pudiera impedirlo, aquella noche, Brunetti se dedicó a la lectura de los primeros Padres de la Iglesia, ocupación a la que no era muy dado. Empezó por Tertuliano, cuya manera de despotricar le hizo pasar rápidamente a los escritos de san Benedicto, hasta que se tropezó con un pasaje que decía: «El esposo que, en el transporte de un amor inmoderado, yace con su esposa ardorosamente para satisfacer su pasión y deseara tener comercio con ella aunque no fuera su esposa, comete pecado.»
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