Donna Leon - Mientras dormían

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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (Vestido para la muerte) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.
«Y ése es precisamente el espíritu de este comisario (…) una encomiable capacidad de raciocinio junto al salvajismo de las decisiones tomadas sin calibrar convenientemente las consecuencias. Una combinación explosiva.» José Antonio Gurpegui, El Cultural.
«Esta dama del crimen (…) hace una intriga exquisita, que apasiona e inicia a lectores profanos… Seguiré las próximas entregas de Guido Brunetti. Espero acompañarlo hasta su ancianidad.» Lilian Neuman, La Vanguardia.

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– San Leonardo fue inaugurada hace seis años, signor Brunetti. Fue bendecida por el Patriarca y de la atención a nuestros residentes se encargan las excelentes hermanas de la orden de la Santa Cruz. -Aquí Brunetti asintió, para dar a entender que había reconocido el hábito de la monja que le había abierto la puerta-. Somos un centro mixto -agregó la mujer.

Antes de que ella pudiera continuar, Brunetti dijo:

– Lo siento, dottoressa, pero no sé qué quiere decir.

– Esto significa que tenemos pacientes de la Seguridad Social y pacientes particulares. ¿Podría decirme qué clase de paciente sería su madre?

Brunetti había pasado largas jornadas deambulando por los pasillos de la burocracia, hasta conseguir para su madre la atención a la que cuarenta años de cotización de su padre le daban derecho; pero ahora dijo a la dottoressa Alberti con una sonrisa:

– Paciente particular, desde luego.

Al oír esto, la dottoressa Alberti pareció esponjarse y ocupar detrás de su escritorio un espacio mucho mayor todavía.

– Ni que decir tiene, que ello no supone diferencia alguna en el trato que reciben nuestros pacientes. Si lo preguntamos es sólo a efectos contables.

Brunetti asintió y sonrió como si lo creyera.

– ¿Y cuál es el estado de salud de su madre?

– Bueno, bueno.

Pareció que esta respuesta la interesaba menos que la anterior.

– ¿Cuándo piensan usted y su hermano trasladarla?

– Hemos pensado que antes del final de la primavera. -La dottoressa Alberti repitió su combinación de asentimiento y sonrisa al oír esto-. Naturalmente -prosiguió Brunetti-, antes debería poder hacerme una idea de las instalaciones.

– Por supuesto -dijo la dottoressa Alberti extendiendo el brazo hacia una delgada carpeta que tenía a la izquierda de la mesa-. Aquí tengo toda la información, signor Brunetti. Contiene una lista completa de los servicios de que pueden disponer nuestros pacientes, relación del personal médico, una breve historia de nuestra institución y de la orden de la Santa Cruz y una lista de nuestros fiadores.

– ¿Fiadores? -preguntó Brunetti cortésmente.

– Miembros de la comunidad que tienen a bien apoyarnos y que nos permiten dar su nombre como referencia. Digamos, una recomendación de la alta calidad de la atención que damos a nuestros pacientes.

– Comprendo. Naturalmente -dijo Brunetti moviendo la cabeza de arriba abajo pausadamente-. ¿Está también la tarifa de precios?

Si la pregunta le pareció a la dottoressa brusca o poco delicada, no lo demostró, y respondió a Brunetti con una señal de asentimiento.

– ¿Podría echar una mirada, dottoressa ? Para tratar de hacerme una idea de si nuestra madre podría ser feliz aquí. -Al decir esto Brunetti volvió la cara hacia un lado, como si le interesaran los libros que cubrían las paredes. No quería que la dottoressa Alberti pudiera ver en su cara algún indicio de la doble mentira que acababa de decir: su madre nunca vendría a este centro, como tampoco podría volver a ser feliz.

– No veo razón para que una de las hermanas no le guíe en una visita por el centro, signor Brunetti, por lo menos, por algunas de las dependencias.

– Muy amable, dottoressa -dijo Brunetti poniéndose en pie con una sonrisa afable.

Ella oprimió un pulsador que tenía encima de la mesa y, al cabo de unos minutos, la monjita entró en el despacho sin llamar.

– ¿Sí, dottoress a ? -dijo.

– Sor Clara, haga el favor de enseñar al signor Brunetti la sala de día y la cocina y, quizá, una de las habitaciones particulares.

– Una última cosa, dottoressa -dijo él, como si acabara de recordar algo.

– ¿Sí?

– Mi madre es una mujer muy religiosa, muy devota. Si es posible, me gustaría hablar con la madre superiora. -Al ver que ella iba a poner reparos, se apresuró a añadir-: No es que tenga dudas; de San Leonardo no he oído más que elogios. Pero prometí a mi madre que hablaría con ella. Y, si no hablo, no puedo decirle una mentira. -Dibujó una sonrisa un poco infantil, instándola a comprender su situación.

– Bien, no es lo habitual -empezó ella. Miró a la hermana Clara-. ¿Cree que será posible, hermana?

La monja asintió.

– Acabo de ver a la madre superiora salir de la capilla.

Volviéndose hacia Brunetti, la dottoressa Alberti dijo:

– Entonces quizá pueda hablar con ella un momento. Hermana, ¿hará el favor de acompañar allí al signor Brunetti después de que haya visto la habitación de la signora Viotti?

La monja asintió y fue hacia la puerta. Brunetti se acercó a la mesa y tendió la mano.

– Ha sido usted de gran ayuda, dottoressa, muchas gracias.

La mujer se levantó para darle la mano, y nuevamente él sintió una ligera repulsión a su contacto.

– Estamos a su disposición, signore. Si desea más información, no dude en volver a visitarnos. -Con estas palabras, tomó la carpeta y la dio a Brunetti.

– Ah, sí -dijo él aceptándola con una sonrisa de gratitud antes de ir hacia la puerta. Cuando llegó a ella, se volvió con un gracias final antes de salir detrás de la hermana Clara.

De nuevo en el patio, la monja fue hacia la izquierda, entró en el edificio por otra puerta y avanzó por un ancho corredor. Al fondo había una gran sala en la que se veía a unos cuantos ancianos. Dos o tres mantenían conversaciones que la reiteración hacía languidecer. Media docena estaban inmóviles, contemplando recuerdos o, quizá, pesares.

– La sala de día -explicó la hermana Clara sin necesidad. Se apartó de Brunetti para recoger una revista que había caído de las manos de una mujer. Se la devolvió y habló con ella un momento. Brunetti le oyó decir unas palabras de ánimo en veneciano.

Cuando la monja volvió, él le habló en el dialecto.

– La residencia en la que ahora está mi madre también está asistida por su orden.

– ¿Cuál es? -preguntó ella, más que por verdadera curiosidad, por el hábito de demostrar interés que -suponía Brunetti- tenía que desarrollarse en una persona que hacía aquella labor.

– Casa Marina, en Dolo.

– Ah, sí, la orden está allí desde hace años. ¿Por qué desea traer aquí a su madre?

– Para que esté más cerca de mi hermano y de mí. Así nuestras esposas estarían más dispuestas a venir a visitarla.

Ella asintió, comprensiva. Sabía lo que le costaba a la gente visitar a los ancianos, especialmente, si no eran los propios padres. Llevó a Brunetti por el pasillo otra vez al patio.

– Había una hermana que estuvo allí varios años y fue trasladada aquí. Hace un año, me parece -dijo Brunetti con estudiada naturalidad.

– ¿Sí? -hizo la monja con la misma curiosidad educada y distante-. ¿Quién es?

Suor Immacolata -dijo él, vigilando desde su mayor estatura la reacción de la joven.

Le pareció que su paso vacilaba o quizá que pisaba con más fuerza el desigual pavimento.

– ¿La conoce? -preguntó Brunetti.

La vio pelear con la mentira. Al fin dijo:

– Sí -sin dar explicaciones.

Como si no hubiera advertido su reacción, Brunetti agregó:

– Era muy buena con mi madre. En realidad, mi madre llegó a quererla mucho. Mi hermano y yo estamos muy contentos de que esté aquí porque, en fin, parece que ejerce un efecto calmante en nuestra madre. -Y Brunetti agregó mirando a la hermana Clara-: Usted ya sabe cómo son algunas personas mayores. A veces… -dejó la frase sin terminar.

La hermana Clara dijo abriendo una puerta:

– La cocina.

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