Brunetti miró en torno simulando interés.
Terminada la inspección de la cocina, la monja lo llevó en sentido opuesto hacia una escalera. Mientras subían, explicó:
– Las mujeres están arriba. Hoy la signora Viotti pasa el día con su hijo y puedo enseñarle su habitación. -Brunetti iba a decir que quizá la signora Viotti tuviera algo que objetar a esto, pero se contuvo y siguió a la monja por un pasillo, éste, pintado de color crema y con los inevitables pasamanos.
La monja abrió una puerta y Brunetti se asomó a la habitación, diciendo lo que suele decirse ante un ambiente confortable y estéril. A continuación, la hermana Clara se volvió hacia la escalera.
– Antes de hablar con la madre superiora, me gustaría saludar a suor Immacolata -dijo Brunetti, y se apresuró a añadir-: Si no hay inconveniente, desde luego. No quiero distraerla de sus obligaciones.
– Suor Immacolata ya no está aquí- dijo la hermana Clara con voz tensa.
– Oh, sí que lo siento. Mi madre tendrá un disgusto. Y mi hermano también. -Trató de imprimir en su voz un tono de filosofía y resignación al añadir-: Pero hay que hacer la obra del Señor, dondequiera que nos envíen. -Como la monja no respondiera, Brunetti preguntó-: ¿La han enviado a otra residencia, hermana?
– Ella ya no está con nosotras -dijo la hermana Clara.
Brunetti se detuvo bruscamente, fingiendo asombro.
– ¿Ha muerto? Hermana, eso es terrible. -Entonces, como si recordara los dictados de la piedad, susurró-: Que Dios se apiade de su alma.
– Sí, que Dios se apiade de su alma -dijo la hermana Clara volviéndose a mirarlo -. Ha dejado la orden. No ha muerto. Uno de los pacientes la sorprendió robando dinero en su habitación.
– Dios mío -exclamó Brunetti-. Qué horror.
– Cuando él quiso detenerla, ella le dio un empujón que le hizo caer al suelo y romperse la muñeca, y se marchó, sencillamente, desapareció.
– ¿Avisarían a la policía?
– Creo que no. Se quería evitar el escándalo.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Hace unas semanas.
– Bien, opino que habría que dar parte a la policía. Una persona así no puede andar libremente por ahí. Abusando de la confianza y la debilidad de los ancianos. Es abominable.
La hermana Clara no hizo a esto ningún comentario. Lo llevaba por un pasillo estrecho, torció a la derecha y se paró delante de una gruesa puerta. Dio un golpe, oyó una voz, abrió y entró. Momentos después, salió y dijo:
– La madre superiora lo recibirá.
Brunetti le dio las gracias.
– Permesso? -dijo entrando en la habitación. Cerró la puerta a su espalda, para dar mayor legitimidad a su presencia en la habitación y miró en derredor.
La habitación estaba prácticamente vacía. Su único ornamento era un enorme crucifijo de madera tallada colgado de la pared del fondo. A su lado había una mujer alta que vestía el hábito de la orden y daba la impresión de que acababa de levantarse del reclinatorio situado delante del crucifijo. Llevaba otro crucifijo sobre su ancho pecho y miraba a Brunetti sin curiosidad ni entusiasmo.
– ¿Sí? -dijo como si él acabara de interrumpirle una interesante conversación con el caballero que estaba en la cruz.
– Desearía hablar con la madre superiora.
– Yo soy la madre superiora de esta comunidad. ¿Qué desea?
– Cierta información sobre la orden.
– ¿Con qué objeto?
– Con objeto de comprender su santa misión -dijo Brunetti con voz neutra.
Ella se apartó del crucifijo y fue hacia un sillón de respaldo vertical situado a la izquierda de una chimenea vacía. Se sentó e indicó una silla que estaba a su izquierda. Brunetti se acomodó en ella, de cara a la monja.
La madre superiora permaneció mucho rato callada, táctica que Brunetti conocía y practicaba, porque generalmente inducía a hablar al oponente y, las más de las veces, irreflexivamente. Él estudiaba su rostro, los ojos oscuros en los que brillaba la inteligencia y la nariz afilada, que denotaba aristocracia o ascetismo.
– ¿Quién es usted? -preguntó ella.
– Comisario Guido Brunetti.
– ¿De la policía?
Él asintió.
– No es normal que la policía visite un convento -dijo ella finalmente.
– Yo diría que eso depende de lo que ocurra en el convento.
– ¿Qué quiere decir?
– Sencillamente, lo que he dicho, madre. Mi presencia aquí obedece a unos hechos que podrían estar ocurriendo entre miembros de su orden.
– ¿Y qué hechos podrían ser ésos? -preguntó ella en tono burlón.
– Hechos tales como calumnia criminal, difamación y omisión de denunciar una falta, para hablar sólo de los delitos de los que he sido testigo y acerca de los que estoy dispuesto a declarar.
– No sé de qué me habla -dijo. Brunetti la creyó.
– Hoy una hermana de su orden me ha dicho que Maria Testa, antes suor Immacolata y miembro de su orden, fue expulsada por tratar de robar dinero a uno de sus pacientes. También se me ha dicho que, durante el intento de cometer el delito, empujó a la víctima haciéndola caer al suelo y provocándole la fractura de la muñeca. -Hizo una pausa, para dar a su interlocutora ocasión de responder y, como ella no la aprovechara, prosiguió-: Si estas cosas sucedieron realmente, hubo delito, al que debería sumarse el de no haberlas denunciado a la policía. En el caso de que no sucedieran, la persona que me las ha relatado podría ser acusada de calumnia criminal.
– ¿Se lo dijo la hermana Clara? -preguntó la monja.
– Eso no importa. Lo que importa es que la acusación refleja lo que debe de ser la opinión general entre los miembros de la orden. -Brunetti hizo una pausa y agregó-: Si no, un hecho.
– No es un hecho -dijo ella.
– ¿Entonces a qué obedece el rumor?
La monja sonrió por primera vez, y no fue una visión agradable.
– Ya sabe cómo son las mujeres, chismorrean entre ellas y, especialmente, unas de otras. -Brunetti, que siempre había creído que esto era cierto, pero más de los hombres que de las mujeres, escuchaba en silencio. Ella prosiguió-: Suor Immacolata no es, tal como usted apunta, ex miembro de nuestra orden sino, por el contrario, sigue ligada a ella por sus votos. -Entonces, por si Brunetti no sabía cuáles eran, los enumeró levantando los dedos de la mano derecha mientras hablaba-: Pobreza. Castidad. Obediencia. -Pronunció los dos primeros con naturalidad y, el tercero, con vehemencia.
– Si ella desea marcharse, ¿en virtud de qué ley ha de seguir siendo miembro de su orden?
– La ley de Dios -respondió ella ásperamente, como si de esta materia supiera más que él.
– ¿Y esa ley tiene alguna fuerza legal?
– Si no la tiene, es que la sociedad que permite que no la tenga está enferma.
– Reconozco que nuestra sociedad tiene muchas cosas lamentables, madre, pero no admito que una de ellas sea una ley que da libertad a una mujer de veintisiete años para retractarse de una decisión que tomó siendo adolescente.
– ¿Y cómo sabe usted la edad que ella tiene?
Como si no hubiera oído la pregunta, Brunetti inquirió:
– ¿Existe alguna razón por la que usted pueda mantener que Maria aún es miembro de su orden?
– Yo no «mantengo» nada -dijo ella con grueso sarcasmo-. Simplemente, digo lo que es la verdad de Dios. Él es quien ha de perdonarle su pecado; yo me limitaré a acogerla de nuevo en nuestra orden.
– Si Maria no hizo esas cosas de las que se la acusa, ¿por qué decidió dejar la orden?
– Yo no sé quién es esa Maria de la que usted habla. Yo conozco sólo a suor Immacolata.
– Como guste -concedió Brunetti-. ¿Por qué decidió abandonar la orden?
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