– Ya -dijo Brunetti, planeando su siguiente movimiento-. Gracias, Lele. ¿Han dicho algo más?
– No -respondió Lele con voz seca. -¿Se le ofrece algo más, comisario?
– Perdona, Lele -dijo entonces Brunetti-. No quería ser grosero. Lo siento. Ya me conoces.
Efectivamente, Lele conocía a Brunetti, lo conocía desde que nació.
– Tranquilo, Guido. Ven a verme un día de éstos, ¿de acuerdo?
Brunetti así lo prometió, se despidió afectuosamente, colgó, olvidó la promesa, descolgó otra vez el teléfono y pidió al telefonista que le pusiera con la Casa di Cura San Leonardo, que estaba cerca del Ospedale Giustinian.
Minutos después, hablaba con la secretaria del dottor Messini, director de la residencia y concertaba una cita para las cuatro de aquella tarde, a fin de tratar del traslado de Regina Brunetti, su madre, al establecimiento.
Aunque la zona de la ciudad en la que se encontraba el Ospedale Giustinian no quedaba lejos del apartamento de Brunetti, él no la conocía bien, ya que no pasaba por allí en sus desplazamientos habituales; si acaso, cuando iba a la Giudecca, y algún que otro domingo en que él y Paola iban al Zattere a sentarse en un café del muelle a leer los periódicos al sol.
Lo que Brunetti sabía de la zona era un combinado de leyenda y realidad, como todo lo que él y sus conciudadanos sabían de Venecia. Detrás de esa tapia estaba el jardín de la ex estrella de cine, casada ahora con el magnate de la industria de Turín. Detrás de la otra, estaba la mansión del último de los Contradini, del que se rumoreaba que hacía más de veinte años que no salía de casa. Y aquélla era la puerta de la casa de Dona Salvas, a la que durante muchos años sólo se había visto en el palco real del teatro de la ópera, en noche de estreno y vestida de rojo. Él conocía aquellas tapias y aquellas puertas como otros niños conocen a los héroes de las historietas y de la televisión y, al igual que aquellos personajes, estas casas y palazzi le hacían evocar la niñez y una visión del mundo distinta.
Del mismo modo en que los niños se desengañan de la fantasía que envuelve las hazañas de Topolino o Braccio di Ferro, también Brunetti, durante sus años de policía, había descubierto la triste realidad que se escondía detrás de los muros que en su juventud le hacían soñar. La estrella de cine era alcohólica y el magnate turinés había sido arrestado dos veces por maltratarla. El último de los Contradini, que en veinte años no había salido de su casa, rodeada de una alta pared con astillas de vidrio incrustadas en el borde superior, era atendido por tres criados que no contradecían su convicción de que Mussolini y Hitler aún gobernaban y el mundo estaba libre de judíos repugnantes. En cuando a Dona Salvas, eran pocos los que comprendían que si iba a la ópera era porque creía que allí recibía las vibraciones del espíritu de su madre que había muerto en aquel palco sesenta y cinco años atrás.
La residencia también estaba rodeada de una tapia. Una placa de bronce indicaba su nombre y las horas de visita, que eran de nueve a once de la mañana, todos los días de la semana. Después de tocar el timbre, Brunetti dio unos pasos atrás, pero no pudo ver astillas de vidrio en el borde superior de la tapia. De todos modos -tuvo que reconocer Brunetti-, no era probable que los residentes tuvieran fuerzas para trepar a la pared, con o sin vidrios. A los ancianos y enfermos, para los que el dinero ya no tenía utilidad, sólo se les podía robar la vida.
Abrió la puerta una monja de hábito blanco que apenas llegaba al hombro al comisario. Instintivamente, éste se inclinó para decirle:
– Buenas tardes, hermana. Tengo una cita con el dot tore Messini.
Ella lo miraba con extrañeza.
– El dottore sólo viene los lunes -dijo.
– Esta mañana he hablado con su secretaria, y me ha dicho que podía venir a las cuatro para hablar del traslado de mi madre. -El comisario miró el reloj, tratando de disimular su irritación. La secretaria le había indicado la hora con toda claridad, y le molestaba no encontrar a nadie.
Entonces la monja sonrió, revelando a Brunetti su extrema juventud.
– Ah, entonces su cita será con la dottoressa Alberti, la subdirectora.
– Seguramente -convino Brunetti afablemente.
Ella retrocedió para dejar paso a Brunetti, que se encontró en un gran patio cuadrado, con un pozo con tejadillo en el centro. En aquel espacio, resguardado, había rosales ya cargados de capullos y se respiraba el aroma dulce de un lilo oscuro que florecía en un rincón.
– Es bonito esto -comentó él.
– Sí, mucho, muy bonito -dijo ella dando media vuelta y guiándolo hacia una puerta situada en el lado opuesto.
Cuando cruzaban el soleado patio, Brunetti los vio: estaban a la sombra del balcón que discurría a lo largo de dos de las paredes, puestos en fila, como un largo memen to mori, eran seis o siete, inmóviles en sus sillas de ruedas, mirando al frente con unos ojos tan inexpresivos como los de los iconos griegos. Cuando él pasó por delante, ni lo miraron.
Dentro del edificio, las paredes estaban pintadas de un alegre amarillo claro, y todas tenían pasamanos situados a la altura del pecho de una persona. En los limpios suelos se veía alguna que otra raya negra debida al roce de las llantas de goma de las ruedas de las sillas.
– Por aquí, tenga la bondad -dijo la monjita torciendo a la izquierda por un corredor. Él la siguió, no sin haber tenido tiempo de observar que el comedor principal del antiguo palazzo, con sus frescos y sus arañas de cristal, todavía se utilizaba, pero ahora las mesas eran de fórmica y las sillas, de plástico moldeado.
La monja se paró delante de una puerta, dio un golpe con los nudillos y, al oír una voz en el interior, la abrió y la sostuvo para que entrara Brunetti.
El despacho tenía una hilera de cuatro altas ventanas que daban al patio, y la luz que entraba por ellas se reflejaba en los pequeños fragmentos de mica incrustados en el pavimento veneciano, llenando la habitación de un fulgor mágico. Como el escritorio estaba situado delante de las ventanas, al principio, a Brunetti le costó distinguir a la persona que lo ocupaba, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, percibió la forma de una mujer corpulenta, con lo que parecía un vestido oscuro y holgado.
– ¿La dottoressa Alberti? -preguntó él adelantándose y desviándose un poco hacia la derecha, para situarse en la franja de sombra proyectada por la pared que separaba dos de las ventanas.
– ¿Signor Brunetti? -dijo ella, que se levantó y dio la vuelta a la mesa para ir a su encuentro. La primera impresión era acertada: una mujer corpulenta, casi de la misma estatura y peso que él, acumulado sobre todo en hombros y caderas. Tenía la cara redonda y colorada, de amiga de la buena mesa y el buen vino, con una nariz desproporcionadamente pequeña y respingona y unos ojos color ámbar y bastante separados, sin duda, su mejor atributo. El vestido no tenía más función que la de envolver su cuerpo en lana oscura.
Brunetti, al estrechar la mano que ella le tendía, notó con sorpresa que era una de esas manos flácidas como un hámster muerto, con las que suelen saludar muchas mujeres.
– Mucho gusto, dottoressa. Le agradezco su atención al recibirme.
– Forma parte de nuestra contribución a la comunidad -dijo ella con sencillez, y Brunetti tardó un momento en darse cuenta de que lo decía completamente en serio.
Cuando Brunetti estuvo sentado en la silla situada frente a la mesa y hubo rechazado el ofrecimiento de una taza de café, explicó que, tal como había avanzado por teléfono a su secretaria, él y su hermano estaban estudiando la posibilidad de trasladar a su madre a la residencia San Leonardo, pero, antes de dar semejante paso, deseaban informarse.
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