Donna Leon - Aqua alta

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Los venecianos conocen bien el concepto de «acqua alta». Con él señalan la crecida periódica de la marea que inunda las calles para deleite de turistas y pesadilla de vecinos. Entre esas aguas se mueve el comisario Brunetti, tratando de resolver crímenes como el del doctor Semenzato, director del museo del Palacio Ducal, que aparece en su despacho con la cabeza aplastada por un llamativo resto arqueológico.
Tan brillante, culto y melancólico como su ciudad, Brunetti tiene que investigar en esta ocasión las redes de contrabando que intervienen en el tráfico internacional de arte, una actividad en la que la codicia puede llegar a tener escalofriantes consecuencias.

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La Capra asintió, pero no sonrió.

– Debe usted de ser una persona muy ocupada -dijo Brunetti poniéndose en pie. Qué extraño, pensaba, que un amante del arte fuera reacio a enseñar su colección a un visitante que mostrara curiosidad o entusiasmo por las cosas bellas. Brunetti nunca había visto algo igual. Y más extraño todavía era que, hablando de la delincuencia en la ciudad, La Capra no hubiera creído oportuno mencionar ninguno de los dos incidentes que, esta misma semana, habían destruido la calma de Venecia y la vida de personas que, al igual que él, tenían amor al arte.

Al ver que Brunetti se levantaba, La Capra se puso en pie y fue con él a la puerta, bajó la escalera, cruzó el patio y lo acompañó hasta la entrada del palazzo . Sostuvo la puerta mientras Brunetti salía a la calle. Se estrecharon la mano cordialmente y el signor La Capra permaneció en la puerta mientras Brunetti se alejaba por la estrecha calle hacia campo San Paolo.

20

Después de pasar media hora con La Capra, Brunetti se decía que hablar ahora con Patta sería demasiado para una sola tarde, pero decidió ir a la questura de todos modos, por si tenía algún mensaje. Habían llamado dos personas: Giulio Carrara, que rogaba que Brunetti le llamara a Roma, y Flavia Petrelli, que decía que volvería a llamar.

Brunetti pidió que le pusieran con Roma y al poco rato hablaba con el maggiore . Carrara no perdió el tiempo en conversación personal sino que empezó inmediatamente con Semenzato.

– Guido, aquí tenemos algo que indica que estaba metido en más cosas de las que nos imaginábamos.

– ¿Qué cosas?

– Hace dos días, interceptamos un cargamento de ceniceros de alabastro que llegaron a Livorno procedentes de Hong Kong, para un mayorista de Verona. Lo normal, el hombre recibe los ceniceros, les pone una etiqueta y los vende, «Made in Italy».

– ¿Por qué interceptaron el cargamento? No parece que se trate de cosas que normalmente hayan de interesarles.

– Uno de nuestros confidentes dijo que no sería mala idea echar un vistazo al cargamento.

– ¿Por lo de las etiquetas? -preguntó Brunetti, desconcertado-. ¿No es cosa de la aduana?

– Oh, ésos habían cobrado -dijo Carrara con displicencia-. El cargamento hubiera estado seguro hasta Verona. Pero esa persona nos avisó por lo que venía con los ceniceros.

Brunetti captó la insinuación.

– ¿Y qué encontraron?

– ¿Sabe qué es Angkor Wat, ¿verdad?

– ¿De Camboya?

– Si pregunta eso es que lo sabe. Cuatro de las cajas contenían estatuas procedentes de templos de allí.

– ¿Está seguro? -Nada más decirlo, Brunetti deseó haber hecho la pregunta en otros términos.

– Nuestro trabajo es estar seguros -dijo Carrara, pero como simple explicación-. Tres de las piezas fueron vistas en Bangkok hace años, pero desaparecieron del mercado antes de que la policía pudiera confiscarlas.

– Giulio, no sé cómo pueden estar seguros de que vienen de Angkor Wat.

– Los franceses hicieron muchos dibujos de los templos cuando Camboya era aún una colonia, y luego se han hecho fotos. Dos de las estatuas habían sido fotografiadas, y por eso estamos seguros.

– ¿Cuándo se tomaron las fotografías? -preguntó Brunetti.

– En 1985. Un equipo de arqueólogos de una universidad estadounidense pasó allí varios meses, dibujando y retratando, pero entonces la zona de combate se extendió hacia allí y tuvieron que huir. Pero disponemos de copias de todas las reproducciones. Por eso estamos seguros, completamente seguros, de dos de las piezas. Y probablemente las otras dos tienen la misma procedencia.

– ¿Alguna idea de adonde se enviaban?

– No. Sólo tenemos la dirección del mayorista de Verona.

– ¿Han hecho algo al respecto?

– Hemos puesto a dos hombres a vigilar el almacén de Livorno y hemos intervenido los teléfonos, tanto el del almacén como el de la oficina de Verona.

A Brunetti le parecía que el hallazgo de cuatro simples estatuas no justificaba semejante despliegue, pero se reservó la opinión.

– ¿Y del mayorista qué se sabe?

– Nada; es nuevo para nosotros. Los de aduanas tampoco tienen nada contra él.

– ¿Usted qué piensa?

Carrara reflexionó un momento antes de contestar:

– Yo diría que está limpio. Y probablemente eso significa que, antes de que se haga la entrega, alguien retirará las estatuas.

– ¿Dónde? ¿Cómo? -preguntó Brunetti. Y entonces añadió-: ¿Sabe alguien que abrieron ustedes las cajas?

– Hicimos que los de la policía de aduanas cerraran el almacén y armaran mucho revuelo a propósito de un envío de encaje que venía de las Filipinas. Mientras ellos abrían esos bultos, nosotros echamos un vistazo a los ceniceros, volvimos a cerrar las cajas y lo dejamos todo como estaba.

– ¿Y los encajes?

– Oh, lo de siempre. Venía el doble de mercancía de la que se declaraba en los documentos, de modo que confiscaron todo el envío y ahora están calculando el importe de la multa.

– ¿Y los ceniceros?

– Siguen en el almacén.

– ¿Qué harán con ellos?

– Yo no me encargo de ese asunto, Guido. Corresponde a la oficina de Milán. Hablé con el que lo lleva, y dice que quiere intervenir en el momento en que vayan a recoger las cajas con las estatuas.

– ¿Y usted qué opina?

– Yo dejaría que se las llevaran y trataría de seguirlos.

– Si se las llevan -dijo Brunetti.

– Aunque no se las lleven, tenemos vigilancia permanente en el almacén, y cuando se muevan lo sabremos. Además, el que sea enviado a recoger las estatuas no será importante y probablemente no sabrá mucho, aparte de adonde tiene que llevarlas, de modo que no servirá de gran cosa arrestarlo.

Finalmente, Brunetti preguntó:

– Giulio, ¿no es una operación muy complicada para cuatro estatuas? Y aún no me ha dicho cómo se ha relacionado con esto a Semenzato.

– Una idea clara tampoco nosotros la tenemos, pero el hombre que nos llamó nos dijo que en Venecia había gente, y se refería a la policía, Guido, que podía estar interesada en esto. -Antes de que Brunetti pudiera interrumpirle, Carrara agregó-: No quiso dar más explicaciones, pero dijo que había más envíos. Que éste era sólo uno de tantos.

– ¿Todos de Oriente? -preguntó Brunetti.

– Eso no lo especificó.

– ¿Hay aquí mercado para esas cosas?

– Aquí, en Italia, no, pero lo hay en Alemania y, una vez en Italia la mercancía, es fácil hacerla llegar allí.

Ningún italiano se molestaría en preguntar por qué no se hacían los envíos directamente a Alemania. Se rumoreaba que los alemanes consideraban la ley como algo que había que cumplir, mientras que los italianos la veían como algo que había que analizar y luego evadir.

– ¿Cuál puede ser el valor, el precio? -preguntó Brunetti, sintiéndose el típico veneciano.

– Fabuloso, no por la belleza de las estatuas en sí sino porque proceden de Angkor Wat.

– ¿Podrían venderse libremente en el mercado? -preguntó Brunetti, pensando en la sala que el signor La Capra había dispuesto en el tercer piso de su palazzo y preguntándose cuántos signor La Capra podría haber.

Nuevamente, Carrara reflexionó antes de contestar.

– No; probablemente, no. Pero eso no significa que no haya mercado para ellas.

– Comprendo. -Era sólo una posibilidad, pero preguntó-: Giulio, ¿tienen algo acerca de un tal La Capra, Carmello La Capra? De Palermo. -Mencionó la coincidencia con Semenzato en los viajes al extranjero: las mismas ciudades y las mismas fechas.

Después de una breve pausa, Carrara respondió:

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