Donna Leon - Aqua alta

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Los venecianos conocen bien el concepto de «acqua alta». Con él señalan la crecida periódica de la marea que inunda las calles para deleite de turistas y pesadilla de vecinos. Entre esas aguas se mueve el comisario Brunetti, tratando de resolver crímenes como el del doctor Semenzato, director del museo del Palacio Ducal, que aparece en su despacho con la cabeza aplastada por un llamativo resto arqueológico.
Tan brillante, culto y melancólico como su ciudad, Brunetti tiene que investigar en esta ocasión las redes de contrabando que intervienen en el tráfico internacional de arte, una actividad en la que la codicia puede llegar a tener escalofriantes consecuencias.

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– ¿Y puedo preguntar, comisario, cuál es el motivo de su visita?

Brunetti no quería que La Capra sospechara que lo relacionaba con la muerte de Semenzato, por lo que había decidido no decir que en el escenario del crimen se habían encontrado las huellas de su hijo. Y, hasta que pudiera hacerse una idea más clara del hombre, no quería darle a entender que la policía tenía curiosidad por averiguar qué relación podía haber entre él y Brett.

– El robo, signor La Capra -dijo Brunetti, y repitió-: El robo.

Al momento, el signor La Capra fue todo cortés atención.

– ¿Sí, comisario?

Brunetti dibujó su sonrisa más amistosa.

– He venido para hablar de la ciudad, signor La Capra, puesto que es usted nuevo residente, y de algunos de los riesgos de vivir aquí.

– Es usted muy amable, dottore -repuso La Capra, devolviendo sonrisa por sonrisa-. Pero, disculpe, no podemos quedarnos aquí como dos estatuas. ¿Me permite que le ofrezca un café? Ya habrá almorzado, ¿verdad?

– Sí. Pero un café no vendría mal.

– Ah, venga conmigo. Bajaremos a mi estudio y haré que nos lo traigan. -Con estas palabras, el hombre salió de la habitación y condujo a Brunetti por la escalera abajo. En el segundo piso, abrió una puerta y retrocedió cortésmente para que Brunetti entrase primero. Los libros cubrían dos de las paredes; y unas pinturas muy necesitadas de una buena limpieza, lo que las hacía parecer mucho más valiosas, la tercera. Tres altas ventanas dominaban el Gran Canal, en el que se observaba el habitual tráfago de embarcaciones en una y otra dirección. La Capra indicó a Brunetti un diván tapizado de seda y él se acercó a un largo escritorio de roble, donde descolgó el teléfono, pulsó un botón y pidió que subieran café al estudio.

Su anfitrión cruzó el despacho y se sentó frente a Brunetti, subiéndose cuidadosamente el pantalón para que no se le marcaran rodilleras.

– Como le decía, dottor Brunetti, me parece muy considerado por su parte el que haya venido a hablar conmigo. No dejaré de dar las gracias al dottor Patta cuando lo vea.

– ¿Es amigo del vicequestore ? -preguntó Brunetti.

La Capra levantó la mano en un ademán de modesta negación de semejante distinción.

– No tengo tanto honor. Pero ambos somos miembros del Lions' Club, por lo que coincidimos en ciertos actos sociales. -Hizo una pausa y agregó-: Esté seguro de que le daré las gracias por su consideración.

Brunetti asintió en señal de gratitud, sabiendo muy bien lo que pensaría Patta de aquella consideración.

– Dígame, dottor Brunetti, ¿de qué desea prevenirme?

– No es que yo pueda prevenirle de algo en concreto, signor La Capra. Pero creo que debe usted saber que, en esta ciudad, las apariencias engañan.

– ¿Sí?

– Da la impresión de que tenemos una ciudad pacífica… -empezó Brunetti y se interrumpió para preguntar-: ¿Sabe que hay sólo setenta mil habitantes?

La Capra asintió.

– Por lo tanto, a primera vista puede parecer que es una apacible ciudad de provincias, que sus calles son seguras. -Aquí Brunetti se apresuró a puntualizar-: Y lo son; la gente puede transitar por ellas a cualquier hora del día o de la noche con toda tranquilidad. -Hizo otra pausa y añadió, como si acabara de ocurrírsele-: Y, en general, también puede estar segura en su casa.

– Si me permite que le interrumpa, comisario, ésta es una de las razones que me impulsaron a venir, para gozar de esa seguridad, de esa tranquilidad que sólo en esta ciudad parece subsistir aún hoy.

– ¿Usted es de…? -preguntó Brunetti, aunque el acento que afloraba a pesar de los esfuerzos de La Capra por disimularlo, no dejaba lugar a dudas.

– Palermo -respondió La Capra.

Brunetti no respondió enseguida, dejando que el nombre flotara en el aire.

– A pesar de todo -prosiguió-, y de ello he venido a hablarle, existe el riesgo de robo. En esta ciudad viven muchas personas ricas, y algunas de ellas, engañadas quizá por el sosiego que aparentemente reina en ella, no toman todas las precauciones convenientes por lo que respecta a las medidas de seguridad de sus viviendas. -Miró en derredor y prosiguió con un airoso ademán-: Puedo ver que tiene usted aquí muchas cosas bellas. -El signor La Capra sonrió, pero rápidamente inclinó la cabeza con aparente modestia-. Espero que se habrá preocupado de protegerlas debidamente -terminó Brunetti.

A su espalda se abrió la puerta y entró en la habitación el mismo joven de antes, que traía una bandeja con dos tazas de café y un azucarero de plata que descansaba en tres esbeltas patas armadas de garras. Permaneció en silencio al lado de Brunetti mientras éste tomaba una taza y le echaba dos cucharaditas de azúcar. Repitió el proceso con el signor La Capra y salió de la habitación sin haber pronunciado ni una palabra, llevándose la bandeja.

Mientras removía el azúcar, Brunetti observó que el café estaba cubierto de la fina capa de espuma que sólo producen las cafeteras exprés eléctricas: en la cocina del signor La Capra no se hacía el café en fogón de gas.

– Es muy amable al venir a prevenirme, comisario. Es cierto que muchos de nosotros vemos Venecia como un oasis de paz en lo que es una sociedad cada vez más criminal. -Aquí el signor La Capra movió la cabeza a derecha e izquierda-. Pero puedo asegurarle que he tomado todas las precauciones para garantizar la seguridad de mis bienes.

– Me alegra oírlo, signor La Capra -dijo Brunetti dejando taza y plato en una mesita de mármol situada al lado del diván-. No me cabe duda de que habrá extremado la prudencia, teniendo objetos tan hermosos. Al fin y al cabo, le habrá costado mucho adquirir algunos de ellos.

Esta vez, la sonrisa del signor La Capra, cuando llegó, estaba muy velada. Apuró el café y se inclinó hacia adelante para dejar la taza al lado de la de Brunetti. No dijo nada.

– ¿Lo consideraría una intrusión si yo le preguntara qué clase de protección ha dispuesto, signor La Capra?

– ¿Intrusión? -preguntó La Capra abriendo mucho los ojos con expresión de sorpresa-. En modo alguno. Estoy seguro de que la pregunta obedece al interés que siente por sus conciudadanos. -Dejó que sus palabras se sedimentaran y entonces explicó-: Mandé instalar una alarma antirrobo. Pero, lo que es más importante, tengo vigilancia las veinticuatro horas. Uno de mis empleados está siempre aquí. Yo me fío más de la lealtad de mi personal que de cualquier dispositivo mecánico comprado. -Aquí el signor La Capra elevó la temperatura de su sonrisa-. Quizá parezca anticuado, pero yo creo en los valores de la lealtad y el honor.

– Por supuesto -dijo Brunetti sin convicción, pero sonrió dando a entender que había comprendido-. ¿Permite que la gente vea las otras piezas de su colección? Si éstas son una muestra -dijo Brunetti abarcando con un ademán toda la habitación-, debe de ser impresionante.

– Ah, comisario, lo siento -dijo La Capra moviendo ligeramente la cabeza-, pero ahora no podría enseñárselas.

– ¿No? -preguntó Brunetti cortésmente.

– Verá, el caso es que la habitación en la que pienso exponerlas no está terminada a mi entera satisfacción. La iluminación, las baldosas del suelo, hasta los paneles del techo me desagradan y me sentiría violento, sí, francamente violento, enseñándolos ahora. Pero con mucho gusto le invitaré a ver mi colección cuando la sala esté terminada y… -buscaba la palabra adecuada y al fin la encontró-: Y presentable.

– Es usted muy amable, signore . ¿Entonces puedo esperar que volvamos a vernos?

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