– He llamado a Urbani.
– ¿Por qué?
– Dottor Brunetti, un soldado norteamericano es asesinado en Venecia. Menos de una semana después, su oficial superior muere en circunstancias misteriosas. Muy estúpido tendría que ser para no sospechar que existe relación entre uno y otro hecho.
– ¿Cuándo tendrá el informe de la autopsia?
– Probablemente esta tarde. ¿Quiere que le llame?
– Se lo agradeceré, maggiore .
– ¿Considera que hay algo que yo debería saber? -preguntó Ambrogiani.
Él estaba allí, en contacto diario con los norteamericanos. Sin duda, correspondería con creces a cualquier información que pudiera darle Brunetti.
– Eran amantes, y ella se asustó mucho al ver su cadáver.
– ¿Vio el cadáver?
– Sí; la enviaron a ella a identificarlo.
El silencio de Ambrogiani daba a entender que también a él le parecía esto demasiada coincidencia.
– ¿Habló usted con ella después? -preguntó al fin.
– Sí y no. Volvimos a la ciudad en el mismo barco, pero ella no quería hablar. Entonces me pareció que tenía miedo de algo. Tuvo la misma reacción cuando hablé con ella el otro día.
– ¿El día en que estuvo usted aquí? -preguntó Ambrogiani.
– Sí, el viernes.
– ¿Sospecha de qué pudiera tener miedo?
– No. Quizá me telefoneara el viernes por la noche. Se recibió en la questura la llamada de una mujer que no hablaba italiano. El agente que estaba en la centralita no habla inglés y sólo le pareció entender que decía: « Basta .»
– ¿Cree que era ella?
– Quizá. No sé. Pero el mensaje no tiene sentido.
Brunetti recordó la orden de Patta y preguntó:
– ¿Qué harán ahora ahí?
– Su policía militar tratará de averiguar dónde consiguió la heroína. Se encontraron otros restos de drogas, colillas de cigarrillos de marihuana, hachís. Y la autopsia reveló que había bebido.
– No quisieron dejar lugar a dudas, ¿eh? -comentó Brunetti.
– No hay indicios de que le pusieran la inyección a la fuerza.
– ¿Y los hematomas?
– Se cayó.
– O sea, que parece que se la puso ella.
– Sí. -Ninguno de los dos habló durante un momento, y luego Ambrogiani preguntó-: ¿Vendrá usted a Vicenza?
– Se me ha ordenado que no moleste a los norteamericanos.
– ¿Quién se lo ha ordenado?
– Mi superior inmediato en Venecia.
– ¿Qué piensa hacer?
– Esperar unos días, una semana. Luego, me gustaría hablar con usted. ¿Sus hombres mantienen contacto con los norteamericanos?
– No mucho. Guardamos las distancias. Pero veré qué puedo averiguar sobre ella.
– ¿Trabajaba con ellos algún italiano?
– No lo creo. ¿Por qué?
– No estoy seguro, pero los dos, y sobre todo Foster, tenían que viajar bastante. Ir a sitios tales como Egipto.
– ¿Drogas? -preguntó Ambrogiani.
– Podría ser eso. O podría ser otra cosa.
– ¿Qué?
– No lo sé. Pero me parece que aquí no encajan las drogas.
– ¿Qué encaja entonces?
– No sé. -Levantó la cabeza y vio a Vianello en la puerta del despacho-. Maggiore , me esperan. Le llamaré dentro de unos días. Entonces decidiremos cuándo voy.
– De acuerdo. Mientras tanto, veré qué puedo averiguar.
Brunetti colgó el teléfono y con una seña invitó a Vianello a entrar.
– ¿Han descubierto algo sobre Ruffolo? -preguntó.
– Sí, señor. Los vecinos de abajo de la amiga dicen que él estuvo allí la semana pasada. Se lo encontraron varias veces en la escalera, pero hace tres o cuatro días que no han vuelto a verlo. ¿Quiere que hable con ella, comisario?
– Sí, quizá sea conveniente. Dígale que esta vez es distinta de las otras. Viscardi fue agredido, y esto agrava el caso, especialmente para ella, si lo esconde o sabe dónde está.
– ¿Cree que dará resultado?
– ¿Con Ivana? -preguntó Brunetti con sarcasmo.
– No, claro que no -reconoció Vianello-. De todos modos, lo intentaré. Además, prefiero hablar con ella que con la madre. Por lo menos, a ella se la entiende, aunque no diga más que mentiras.
Cuando Vianello se fue a tratar de interrogar a Ivana, Brunetti volvió a la ventana, pero al cabo de unos minutos, cansado de la vista, fue a sentarse a la mesa. Haciendo caso omiso de las carpetas recibidas durante la mañana, se puso a estudiar hipótesis. La primera, la de una sobredosis, fue desechada de inmediato. También había que descartar el suicidio. Él se había encontrado con más de un desesperado que no concebía la vida sin la persona amada; pero ella no era de éstos. Excluidas estas dos posibilidades, sólo quedaba el asesinato.
Ahora bien, un asesinato exige planificación, no se puede dejar nada al azar. Los hematomas -ni durante un momento creyó que se debieran a una caída- podía habérselos hecho una persona que la sujetaba mientras otra le inyectaba la heroína. La autopsia revelaba que había bebido. ¿Cuánto tienes que beber para dormirte de tal modo que no sientas la aguja o para estar tan borracha que no puedas oponer resistencia? Y, lo que era más importante: ¿con quién habría bebido, con quién se habría sentido tan confiada? No podía ser un amante, porque al suyo acababan de matarlo. ¿Un amigo? ¿Qué amigos tienen los norteamericanos en el extranjero? ¿De quién se fían, además de los otros norteamericanos? Todos estos interrogantes apuntaban a la base y a su trabajo. La respuesta, pues, había que buscarla allí.
Durante los tres días siguientes, Brunetti no hizo casi nada. En la questura , cumplía con la rutina del trabajo: leer papeles, firmarlos y rellenar formularios sobre las necesidades de personal previstas para el año siguiente, sin detenerse a pensar que éste era trabajo de Patta. En casa, charlaba con Paola y los niños que, absortos en las tareas del nuevo curso escolar, no advertían su abstracción. Ni las pesquisas para encontrar a Ruffolo le interesaban mucho, seguro como estaba de que aquel atolondrado no tardaría en cometer un error que le hiciera caer de nuevo en manos de la policía.
No volvió a llamar a Ambrogiani y, en sus entrevistas con Patta, no mencionaba los asesinatos, ni el que tan aprisa había sido olvidado por la prensa ni el que nunca se llamó asesinato, ni se refería a la base de Vicenza. Con una insistencia casi obsesiva, rememoraba imágenes de la joven doctora, la veía tendiéndole la mano al saltar del barco, o con los brazos apoyados en el lavabo del depósito y el cuerpo sacudido por los espasmos del trauma, o diciéndole con una sonrisa que dentro de seis meses empezaría su vida.
Lo más usual es que el policía no haya tratado a las personas cuya muerte investiga, por muy bien que llegue a conocerlas después, al averiguar cómo eran en el trabajo, en la cama y ante la muerte. Por ello, la muerte de la doctora Peters afectaba a Brunetti de modo especial, haciéndole sentirse directamente responsable de encontrar al asesino.
Al llegar a la questura el jueves por la mañana, Brunetti habló con Vianello y con Rossi. Aún no se sabía nada de Ruffolo. Viscardi había vuelto a Milán, después de dar por escrito la descripción de los dos hombres, uno muy alto y otro con barba, tanto al seguro como a la policía. Al parecer, habían entrado en el palazzo forzando las cerraduras de la puerta lateral y serrando el candado de una verja. Brunetti no había hablado con Viscardi, pero sus conversaciones con Vianello y con Fosco le habían convencido de que no se había robado nada, por lo menos nada que no fuera el dinero del seguro.
Poco después de las diez, una de las secretarias de la planta baja subió el correo a los despachos del último piso y dejó en la mesa de Brunetti varias cartas y un sobre marrón del tamaño de una revista.
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