Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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Él tomó la copa que la mujer le tendía, esperó mientras ella se echaba unas gotas, brindaron y bebió. Sabía a sol, a mar y a canciones de amor y de muerte. El comisario dejó la copa, miró a la mujer y dijo:

Signora Concetta, supongo que no hace falta que le diga por qué estoy aquí.

Ella asintió.

– ¿Peppino?

– Sí, signora .

Ella levantó la mano con la palma hacia él, como para rechazar sus palabras o, quizá, protegerse del malocchio .

Signora , creo que Peppino se ha metido en un asunto muy feo.

– Pero esta vez… -empezó ella, y entonces, recordando quién era Brunetti, dijo tan sólo-: No es mal chico.

Brunetti esperó hasta estar seguro de que ella no decía más y prosiguió:

– Hoy un amigo me ha dicho que un hombre con el que creo que Peppino está relacionado es muy peligroso. ¿Sabe algo de esto? ¿Sabe qué hace Peppino, con quién tiene tratos desde… -buscó los términos más suaves-…desde que ha vuelto a casa?

Ella meditó largamente antes de contestar.

– Peppino conoció a muy mala gente cuando estuvo en ese sitio. -Ni aun ahora, al cabo de los años, era capaz de nombrar el sitio-. Me ha hablado de esa gente.

– ¿Qué le ha dicho?

– Que son importantes, que su suerte va a cambiar.

Sí; éste era uno de los tópicos de Peppino: siempre estaba a punto de cambiar su suerte.

– ¿Le dijo algo más?

Ella sacudió la cabeza. Era una negativa, pero Brunetti no estaba seguro de a qué decía ella que no. Nunca había podido averiguar qué sabía la signora Concetta de las actividades de su hijo. Seguramente, más de lo que admitía saber, pero era probable que se negara a reconocerlo incluso ante sí misma.

– ¿Ha visto usted a alguno de esos hombres?

Ella movió la cabeza negativamente con énfasis.

– Él nunca los traería aquí. A mi casa, nunca.

Esto, indudablemente, era verdad.

Signora Ruffolo, estamos buscando a Peppino.

Ella cerró los ojos e inclinó la cabeza. Sólo hacía dos semanas que su hijo había salido de aquel sitio, y ya lo buscaba la policía.

– ¿Qué ha hecho, dottore ?

– No estamos seguros. Queremos hablar con él. Hay quien dice haberlo visto en un lugar en el que se había cometido un delito. Pero sólo han podido reconocerlo por una fotografía.

– Entonces, ¿quizá no ha sido él?

– No lo sabemos. Por ello queremos hablar con él. ¿Sabe dónde está?

Ella movió la cabeza negativamente, pero, una vez más, Brunetti no estaba seguro de si lo que decía era que no lo sabía o que no quería revelárselo.

– Si habla usted con él, ¿querrá decirle dos cosas de mi parte?

– Sí, dottore .

– Dígale que necesitamos hablar con él, y dígale que ésa es mala gente, gente peligrosa.

Dottore , es usted mi huésped y no debería hacerle esta pregunta.

– ¿Qué pregunta?

– ¿Eso es verdad o es una treta?

Signora , dígame por qué quiere que se lo jure.

Sin vacilar, ella dijo:

– ¿Me lo juraría sobre el corazón de su madre?

– Sobre el corazón de mi madre le juro que es verdad. Peppino debe hablar con nosotros. Y debe tener mucho cuidado con esa gente.

Ella dejó la copa en la mesa, sin probar el licor.

– Trataré de hablar con él. Pero, ¿no cree que esta vez podría ser diferente?

No podía borrar de su voz una nota de esperanza. Brunetti dedujo que Peppino debía de haber dicho a su madre muchas cosas acerca de sus importantes amigos y de esta nueva oportunidad, en la que todo sería diferente y por fin iban a ser ricos.

– Lo siento, signora -se excusó con sinceridad y se levantó-. Muchas gracias por el café y las pastas. En Venecia nadie las hace tan buenas como usted.

Ella se levantó a su vez, tomó un puñado de caramelos y los metió en el bolsillo de la chaqueta del comisario.

– Para sus hijos. Les conviene el azúcar. Están creciendo.

– Muy amable -aceptó él, con la triste convicción de que la mujer tenía razón.

Ella lo acompañó a la puerta. También ahora lo llevaba del brazo como si fuera un ciego o pudiera perderse. En la puerta de la calle, se estrecharon la mano ceremoniosamente y ella lo siguió con la mirada mientras él se alejaba.

CAPÍTULO XV

El domingo era un día que Paola temía, porque esa mañana se despertaba con un extraño en su cama. Durante sus años de matrimonio, se había acostumbrado a despertarse al lado de su marido, un ser arisco y malhumorado, incapaz de tener un detalle amable hasta una hora después de despertar, una presencia huraña de la que sólo cabía esperar gruñidos y miradas ceñudas. No era una compañía amena pero, por lo menos, se desentendía de ella y la dejaba dormir en paz. El domingo, por el contrario, amanecía al lado de un individuo que -la sola palabra la irritaba- literalmente retozaba. Libre de trabajo y responsabilidad, Guido era otro: risueño, juguetón y, con frecuencia, tierno. Aborrecible.

Este domingo, a las siete ya estaba despierto y pensando en lo que haría con sus ganancias del casino. Podía adelantarse a su suegro y regalar a Chiara el ordenador que pedía. Podía comprarse un abrigo. Podía llevar a toda la familia a la montaña una semana en enero. Estuvo media hora gastando y volviendo a gastar el dinero hasta que le sacó de la cama el deseo de tomar café.

Tarareando, se fue a la cocina, sacó la cafetera grande, la llenó y la puso en uno de los quemadores; puso el perol de la leche en el fogón de al lado y se fue al cuarto de baño. Cuando salió, con los dientes limpios y la cara enrojecida por el agua fría, el café ya burbujeaba y esparcía su aroma por la casa. Lo echó en dos tazas grandes, agregó azúcar y leche y volvió al dormitorio. Dejó las tazas en la mesita de noche, se metió en la cama y golpeó la almohada para darle una forma que le permitiera tomar su café con comodidad. Tomó un ruidoso sorbo, se contoneó buscando una postura más cómoda y dijo en voz baja:

– Paola.

Del largo bulto de su consorte no emergió respuesta alguna.

– Paola -repitió, alzando un poco el tono. Silencio-. Hummm, qué bueno está este café. Tomaré otro sorbito -y así lo hizo, audiblemente. Del bulto surgió una mano que se cerró en un puño y le dio un golpe en el hombro-. Un café delicioso. Un poco más. -Entonces se oyó un ruido, un ruido claramente amenazador. Él siguió bebiendo, impasible. Luego, sabiendo lo que ahora venía, dejó la taza en la mesita, para que no se derramara.

– Hummm -suspiró cuando el bulto hizo erupción y Paola, girando sobre sí misma como un gran pez, se puso boca arriba y extendió la mano izquierda por encima del pecho de su marido. Él tomó entonces la segunda taza y la puso en la mano de su mujer, sosteniéndola mientras ella se incorporaba.

La primera vez que tuvo lugar una de estas escenas fue el segundo domingo después de la boda. Él se inclinó sobre su esposa que aún dormía y empezó a pellizcarle la oreja con los labios. La voz glacial que entonces dijo: «Si no paras ahora mismo, te arranco el hígado y me lo como», le dio a entender que la luna de miel había terminado.

Aunque lo intentaba, sin poner gran empeño en el intento, desde luego, no lograba comprender aquella aversión de su mujer hacia la que él consideraba su verdadera personalidad. El domingo era el único día de la semana que le pertenecía, el único día en que no tenía que enfrentarse directamente con muertes ni desgracias, por lo tanto, la persona que despertaba el domingo era su verdadero yo, el Brunetti auténtico, porque ese día podía descartar al otro, su «Mr. Hyde», que en modo alguno reflejaba su manera de ser. Pero no había forma de convencer a Paola.

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