Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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Dos minutos largos después de su última llamada, oyó una voz que preguntaba desde dentro:

– Si, chi é ?

– Soy yo, signora Concetta. Brunetti.

Cuando ella abrió la puerta, el comisario, lo mismo que en sus visitas anteriores, tuvo la sensación de encontrarse frente al cañón de un arma, no frente a una mujer. Cuarenta años atrás, la signora Concetta era la muchacha más hermosa de Caltanisetta. Se decía que los jóvenes se paseaban por su calle durante horas, con la esperanza de ver a la hermosa Concetta ni que fuera un instante. Hubiera podido casarse con cualquiera, desde el hijo del alcalde hasta el hermano menor del médico, pero ella eligió al tercer hijo de la familia que en tiempos había dominado con mano de hierro toda la provincia.

Su matrimonio hizo de ella una Ruffolo. Después, cuando las deudas de Annunziato les obligaron a marchar de Sicilia, fue una forastera en esta ciudad fría e inhóspita, donde, en rápida sucesión, se convirtió en una viuda que vivía de una pensión del Estado y de la caridad de la familia de su marido, y, antes de que Giuseppe terminara la secundaria, en la madre de un delincuente.

Desde el día en que enviudó, la signora Concetta iba de luto riguroso: vestido, zapatos, medias y hasta el pañuelo que se ponía en la cabeza cuando salía a la calle eran negros. Con los años, había engordado y, con los disgustos que le daba su hijo, se le había arrugado la cara, pero el luto permanecía inalterable: lo llevaría hasta la tumba y quizá más allá.

Buon giorno , signora Concetta -saludó Brunetti, sonriendo y tendiéndole la mano.

Él le miraba la cara, leyendo su expresión como un niño, las viñetas de una historieta: el reconocimiento inmediato, el instintivo desagrado por la institución que representaba, pero, enseguida, el recuerdo de su amabilidad para con su hijo, su tesoro, su vida y, entonces, la distensión y la sonrisa de bienvenida.

– Ah, dottore , vuelve usted a visitarme. Qué bien, qué bien. Pero tenía que haberme avisado, y hubiera limpiado a fondo la casa y hecho unos pastelitos.

Él entendió: «avisado», «casa», «limpiado» y «pastelitos» y dedujo el resto.

Signora , una taza de su excelente café es más de lo que me atrevería a esperar.

– Adelante, adelante -le invitó ella pasándole la mano por debajo del brazo y atrayéndolo hacia sí. Andaba hacia atrás sin soltarlo, como si temiera que tratara de escapar.

Cuando estuvieron dentro, ella cerró la puerta con una mano asiéndolo con la otra. El apartamento era pequeño y nadie podría perderse en él, pero ella seguía tirando del comisario para guiarlo hacia la sala.

– Siéntese aquí, dottore -dijo llevándolo a una mullida butaca cubierta con una funda de vivo color naranja, donde por fin lo soltó. Como él vacilara, insistió-: Siéntese, siéntese. Tomaremos café.

Él obedeció y se hundió en la butaca hasta que las rodillas le quedaron casi a la altura de la barbilla. La mujer encendió la lámpara de pie que estaba al lado de la butaca: los Ruffolo vivían en el perpetuo crepúsculo de las plantas bajas. La luz eléctrica disipó la oscuridad, pero nada podía contra la humedad, ni siquiera a mediodía.

– No se mueva -ordenó la mujer, mientras iba hacia un extremo de la habitación, donde apartó una cortina floreada que ocultaba un fregadero y una cocina de gas.

Desde donde estaba, Brunetti podía ver que los grifos refulgían y la cocina tenía una blancura casi deslumbrante. Ella abrió un armario y sacó la cafetera cilíndrica que él, no sabía por qué, siempre había asociado con el Sur. La desenroscó, la enjuagó bien, volvió a enjuagarla y la llenó de agua. De un armario bajo, sacó el bote de vidrio del café. Con ademanes en los que décadas de repetición habían impreso cadencia de ritual, cargó la cafetera, encendió el gas y la puso sobre la llama.

La habitación no había cambiado desde su última visita. Flores amarillas de plástico, delante de una imagen de escayola de la Madonna; tapetitos bordados, redondos, ovalados y rectangulares, en todas las superficies planas; encima, hileras de fotografías y, en todas ellas, Peppino: Peppino de minúsculo marinero, Peppino con el traje blanco inmaculado de la primera comunión, Peppino subido en un burro, sonriendo de oreja a oreja pero con miedo. En todas las fotos llamaban la atención las grandes orejas del niño, que casi le daban aspecto de personaje de dibujos animados.

En un ángulo estaba lo que podía llamarse la capilla de su difunto esposo: la foto de la boda, en la que destacaba la belleza de la novia, ahora mero recuerdo; el bastón de paseo, con puño de marfil, que relucía hasta a la poca luz de la habitación, y la lupara , con sus cañones cortos y siniestros, limpia y engrasada, más de una década después de la muerte de su dueño, como si, como buen siciliano, ni muerto se hubiera liberado de la obligación de defender con la escopeta cualquier ofensa hecha a su honor o a su familia.

Brunetti siguió observando mientras la mujer, aparentemente ajena a su presencia, sacaba de un armario una bandeja, platos y, de otro, una caja metálica que abrió haciendo palanca con la hoja de un cuchillo. De la caja extrajo pastas y más pastas que fue amontonando en uno de los platos. De otra caja sacó caramelos envueltos en papel de colores chillones y los puso en otro plato. El agua del café subió y ella, con un rápido movimiento, dio la vuelta a la cafetera y llevó la bandeja a la mesa grande que ocupaba un lado de la sala. Como el que reparte cartas de la baraja, fue esparciendo platos, cucharitas y tazas que colocaba cuidadosamente en el tapete de plástico. Después, fue en busca de la cafetera. Cuando todo estuvo dispuesto, se volvió hacia el comisario y lo invitó a acercarse agitando una mano.

Brunetti tuvo que apoyar con fuerza las manos en los brazos de la butaca para levantarse de sus profundidades. Cuando llegó a la mesa, ella le arrimó una silla y, una vez lo tuvo instalado, se sentó delante de él. Los dos platillos de Capodimonte estaban surcados de finas grietas que irradiaban del centro hacia los bordes y que recordaron al comisario las apergaminadas mejillas de su abuela. Las cucharillas relucían y, al lado de su plato, había una servilleta de lino que la plancha había reducido a un rectángulo perfecto.

La signora Ruffolo sirvió dos tazas de café, depositó una frente a Brunetti y le acercó el azucarero de plata. Con unas pinzas de plata le puso en el plato seis pastas del tamaño de un albaricoque y cuatro caramelos.

Brunetti se echó el azúcar al café y tomó un sorbo.

– El mejor café de Venecia, signora . ¿No querrá decirme su secreto?

Ella sonrió, y Brunetti vio que le faltaba otro diente, el incisivo derecho. Él mordió una pasta y sintió que la boca se le llenaba de azúcar. Almendra molida, azúcar, una masa finísima y más azúcar. La siguiente tenía pistacho. La tercera, chocolate y la cuarta, una explosión de crema. Empezó la quinta y dejó la mitad en el plato.

– Coma, dottore , que está muy delgado. El azúcar da energía y es bueno para la sangre. -Sólo los sustantivos le hacían llegar el mensaje.

– Son deliciosas, signora Concetta. Pero acabo de almorzar y, si como mucho, no tendré apetito para cenar y mi esposa se enfadará.

Ella asintió. Comprendía el enfado de la esposa.

Él terminó el café y dejó la taza en el platillo. No habían transcurrido ni diez segundos cuando ella volvió a levantarse, cruzó la habitación y volvió con una botella de cristal tallado y dos copitas del tamaño de una aceituna.

– Marsala. De casa -explicó, mientras le servía un dedal.

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