– Me alegro de que lo vea así, Brunetti. Ello indica que está adquiriendo una visión más realista de lo que debe ser la labor de la policía.
Miró los papeles que acababa de poner encima de la mesa:
– Tenían un Guardi.
Brunetti, a quien había pillado desprevenido la velocidad con que su superior acababa de pasar de un tema a otro, sólo acertó a preguntar:
– ¿Un qué?
Patta tuvo que fruncir los labios ante esta nueva prueba de la incurable incultura de los subalternos.
– Un Guardi, comisario. Francesco Guardi. Creí que, por lo menos, reconocería usted el nombre: es uno de sus más célebres pintores venecianos.
– Oh, perdón. Creí que era un televisor alemán.
Patta no pudo reprimir un enérgico «No» de reprobación, luego se dominó, carraspeó y bajó la mirada a los papeles.
– Lo único que tengo es una lista que nos ha dado el signor Viscardi. Un Guardi, un Monet y un Gauguin.
Con un esfuerzo evidente, se abstuvo de explicar que los dos últimos también eran pintores, aunque no venecianos.
– ¿Aún está en el hospital ese signor Viscardi? -preguntó Brunetti.
– Creo que sí. ¿Por qué lo pregunta?
– Al parecer, vio claramente cuáles eran los cuadros que le estaban robando, pero no distinguió a los ladrones.
– ¿Qué insinúa?
– No insinúo nada -respondió Brunetti-. Quizá no tenía más que tres cuadros.
En tal caso, suponía Brunetti, no le costaría trabajo recordar cuáles eran. Pero, si el hombre no hubiera tenido más que tres cuadros, el caso no se hubiera situado tan rápidamente en el primer lugar de la lista de Patta.
– ¿Puedo preguntar a qué se dedica el signor Viscardi en Milán?
– Dirige varias fábricas.
– ¿Es director o director y propietario?
Patta no hizo nada por disimular la irritación.
– No comprendo qué importancia puede tener eso, Brunetti. Es un ciudadano importante y ha invertido una enorme cantidad de dinero en la restauración de ese palazzo . Representa un gran beneficio para la ciudad, y creo que lo menos que podemos hacer es velar por su seguridad mientras se halle entre nosotros.
– Su seguridad y la de sus pertenencias -agregó Brunetti secamente.
– Sí, también la de sus pertenencias. -Patta repitió la palabra, pero con distinta entonación-. Le agradeceré que se encargue de que así sea, comisario, y espero que durante la investigación se trate al signor Viscardi con la mayor consideración.
– Desde luego. -Brunetti se puso en pie-. ¿Sabe de qué son las fábricas que dirige, señor?
– Tengo entendido que de armamento.
– Gracias.
– Y no siga mareando a los norteamericanos, Brunetti, ¿está claro?
– Sí, señor. -La orden estaba clara, pero no la razón.
– Bien, ocúpese del robo. Me gustaría que se resolviera lo antes posible.
Brunetti sonrió y salió del despacho de Patta preguntándose quién estaría moviendo los hilos. En el asunto de Viscardi, era fácil de adivinar: armamento, dinero suficiente para comprar y restaurar un palazzo del Gran Canal… En cada una de las frases pronunciadas por Patta se percibía olor a dinero y poder. En el caso del norteamericano, no era tan fácil identificar los olores, pero no eran menos perceptibles que los otros. Estaba claro que a Patta se le había dado una consigna: la muerte del norteamericano debía considerarse accidental, a consecuencia de un intento de robo, nada más. ¿De quién había partido la consigna? ¿De quién?
En lugar de subir a su despacho, Brunetti bajó a la oficina principal. Vianello había vuelto del hospital y estaba en su sitio, recostado en la silla, con el teléfono pegado al oído. Al ver a Brunetti, cortó la conversación y colgó.
– ¿Sí, señor?
Brunetti apoyó las manos en un lado de la mesa.
– Ese Viscardi, ¿cómo estaba cuando habló usted con él?
– Furioso. Había pasado la noche en una sala general y acababa de conseguir que lo llevaran a una habitación individual.
– ¿Cómo se las ha ingeniado? -le interrumpió Brunetti.
Vianello se encogió de hombros. El casino no era la única institución pública marcada con la inscripción NON NOBIS. También el hospital lo estaba, aunque estas palabras sólo eran visibles para los ricos.
– Debe de tener influencias; habrá llamado por teléfono a alguien. Con esa gente ya se sabe.
Por el tono de Vianello, no parecía que Viscardi le hubiera causado muy buena impresión.
– ¿Qué clase de persona es? -preguntó Brunetti.
Vianello sonrió y luego hizo una mueca.
– Típico milanés. Ya sabe, de los que no pronuncian la erre ni que los maten -dijo el policía remedando perfectamente la afectada manera de hablar de los milaneses, muy extendida entre los políticos arribistas y los cómicos que los imitan-. Lo primero que hizo fue decirme lo importantes que son los cuadros, que es una manera de decir lo importante que es él. Luego se lamentó de haber tenido que pasar la noche en una sala general. Supongo que esto significa que tenía miedo de haberse contagiado alguna enfermedad de las «clases inferiores».
– ¿Le hizo una descripción de los hombres?
– Dijo que uno era muy alto, más que yo. -Vianello era uno de los hombres más altos del cuerpo-. Y que el otro tenía barba.
– ¿Cuántos eran, dos o tres?
– No está seguro. Se le echaron encima cuando entró en la casa, y él, con el susto, no se dio cuenta, o no se acuerda.
– ¿Son graves las lesiones?
– No tanto como para que tenga que estar en una habitación individual -resumió Vianello con evidente desaprobación.
– ¿Podría ser más explícito? -preguntó Brunetti con una sonrisa.
– Tiene un ojo morado. Hoy estará peor. Alguien le dio un buen puñetazo. También tiene un corte en el labio y hematomas en los brazos.
– ¿Eso es todo?
– Sí, señor.
– Desde luego, no parece que la cosa requiera una habitación individual. Ni siquiera hospitalización.
Vianello reaccionó inmediatamente al tono de Brunetti:
– ¿Está pensando lo mismo que yo, comisario?
– El vicequestore Patta ya sabe cuáles son los tres cuadros que faltan.
Vianello se levantó el puño del uniforme y miró el reloj. A fin de cerciorarse de la hora, agitó la muñeca y volvió a mirar.
– Casi las doce. Pronto será la hora del almuerzo.
– ¿A qué hora se recibió la llamada?
– Poco después de medianoche.
Ahora fue Brunetti quien miró su reloj.
– Hace doce horas. Y ya tenemos un informe que dice que los cuadros son un Guardi, un Monet y un Gauguin.
– Perdón, comisario, yo no entiendo de esas cosas; pero, ¿esos nombres representan dinero?
Brunetti asintió con énfasis.
– Me ha dicho Rossi que la propiedad está asegurada. ¿Cómo lo ha averiguado?
– A eso de las diez llamó el agente del seguro para preguntar si podía ir a echar un vistazo al palazzo .
– Todo, en menos de doce horas. Interesante.
Vianello tomó un paquete de cigarrillos de encima de la mesa y encendió uno.
– Dice Rossi que esos chicos belgas han identificado a Ruffolo. -Brunetti asintió-. Pues Ruffolo es más bien canijo. De alto no tiene nada, ¿verdad?
Exhaló una fina franja de humo y la disipó agitando una mano.
– Y podemos estar seguros de que en la cárcel no se dejó barba. Por lo menos si su madre iba a visitarlo -observó Brunetti.
– De manera que ninguno de los hombres que Viscardi dice haber visto puede ser Ruffolo.
– Eso parece -aceptó Brunetti-. He enviado a Rossi al hospital con una fotografía de Ruffolo, para que la enseñe a Viscardi.
Читать дальше