Se sirvió una ración abundante. Había trabajado mucho. Después de pasar el día en un país extranjero, se había ganado una buena cena. Hundió el tenedor en el centro del plato y esparció el arroz hacia el borde, para que se enfriara. Comió dos bocados, suspiró apreciativamente y siguió comiendo.
Cuando Paola observó que, saciado el apetito, su marido empezaba a comer por placer, dijo:
– No me has contado cómo te ha ido en América.
Él contestó entre bocado y bocado de risotto .
– En realidad, no lo sé. Los norteamericanos son gente muy educada, siempre te dicen que están a tu disposición, pero luego nadie sabe nada que pueda serte útil.
– ¿Y la doctora?
– ¿La bella doctora? -preguntó él, sonriendo.
– Sí, Guido, la bella doctora.
Al darse cuenta de que ella no seguía la broma, explicó con sobriedad:
– Sigo pensando que es la persona que sabe lo que yo quiero averiguar. Pero no suelta prenda. Dentro de seis meses dejará el ejército, regresará a Estados Unidos y todo esto quedará atrás.
– ¿Y eran amantes? -preguntó Paola con un resoplido de incredulidad, para indicar que no concebía que la doctora, pudiendo ayudarle, se negara a ello.
– Eso parece.
– Pues no me parece probable que ella líe el petate y se olvide de todo.
– Quizá se trate de algo que ella no quiera admitir.
– ¿Por ejemplo?
– No sé. No puedo explicarlo. -Él había decidido no hablarle de las dos bolsas de plástico que había encontrado en el apartamento de Foster. Nadie lo sabría.
Excepto la persona que había destapado el calentador, descubierto que las bolsas habían desaparecido y vuelto a apretar los tornillos. Él se acercó la fuente del risotto .
– ¿Puedo terminarlo? -No hacía falta ser detective para saber la respuesta.
– Adelante. No me gusta que quede comida. Y a ti tampoco.
Mientras él terminaba el risotto , Paola llevó la fuente al fregadero. Él apartó dos manteles individuales de paja trenzada para hacer sitio a la cazuela de la carne que Paola sacaba del horno.
– ¿Qué piensas hacer?
– No lo sé. Esperar a ver qué hace Patta -dijo él, cortando una loncha de la pierna de ternera y poniéndola en el plato de su mujer. Con un ademán, ella indicó que no quería más. Él cortó entonces dos grandes trozos para sí, alargó la mano hacia el pan y se puso a comer otra vez.
– ¿Qué puede importar lo que haga Patta? -preguntó ella.
– Ah, cándida paloma -bromeó él-. Si trata de apartarme del caso, sabré que alguien quiere taparlo. Y, puesto que nuestro vicequestore sólo atiende a las voces de las alturas, y cuanto más alta la voz, más aprisa se mueve él, sabré que quien quiere cerrar el caso tiene cierto poder.
– ¿Y quién puede ser esa persona?
Él tomó más pan, lo partió y lo mojó en la salsa.
– De eso sé tanto como tú, pero pensar en quién pueda ser esa persona hace que me sienta muy incómodo.
– ¿En quién piensas?
– En nadie en concreto. Pero si está involucrado el ejército norteamericano puedes estar segura de que se trata de algo político, y eso implica al Gobierno. Su Gobierno. Y también el nuestro.
– ¿Y de ahí parte la llamada telefónica a Patta?
– Sí.
– ¿Y ahí empiezan las complicaciones?
Brunetti no era dado a recalcar lo evidente.
– ¿Y si Patta no trata de parar la investigación?
Brunetti se encogió de hombros. Habría que esperar acontecimientos.
Paola quitó los platos.
– ¿Postre?
Él movió la cabeza negativamente.
– ¿A qué hora volverán los niños?
Mientras se movía por la cocina, ella respondió.
– Chiara estará en casa a las nueve. A Raffaele le he dicho que llegue antes de las diez.
La diferencia en el enunciado de una y otra parte de la respuesta no podía ser más reveladora.
– ¿Has hablado con sus maestros? -preguntó Brunetti.
– No. El curso no ha hecho más que empezar.
– ¿Cuándo es la primera reunión de padres?
– No lo sé. Por ahí he de tener la carta de la escuela. En octubre, si mal no recuerdo.
– ¿Tú cómo lo ves? -Mientras lo preguntaba, confiaba en que Paola se limitara a responder simplemente, en lugar de preguntarle qué quería decir. Porque no sabía qué quería decir.
– No sé qué decirte, Guido. Él nunca me habla de la escuela, ni de sus amigos, ni de lo que hace. ¿Tú eras así, a su edad?
Él pensó en sus dieciséis años y en lo que sentía entonces.
– No lo sé. Supongo que sí. Pero entonces empezaron a gustarme las chicas y me olvidé de mi cólera, mi angustia vital o lo que fuera. Sólo quería caerles bien. Era lo único que contaba.
– ¿Hubo muchas chicas? -preguntó Paola.
Él se encogió de hombros.
– ¿Y les caías bien?
Él sonrió ampliamente.
– Anda, fuera de aquí, Guido, búscate algo que hacer. Ve a mirar la tele.
– Odio la tele.
– Pues ayúdame a fregar los cacharros.
– Me encanta la tele.
– Guido -dijo ella, no exasperada, pero casi-, hazme el favor de irte a donde no te vea.
Entonces oyeron girar una llave en la cerradura. Era Chiara, que entró en el apartamento dando un portazo y dejando caer un libro. Entró en la cocina, besó a sus padres y se quedó al lado de Brunetti, rodeándole los hombros con el brazo.
– ¿Hay algo de comer, mamma ? -preguntó.
– ¿No te ha dado cena la madre de Luisa?
– Hace horas. Estoy muerta de hambre.
Brunetti la asió por la cintura y la sentó en sus rodillas. Con su voz de policía severo, dijo ásperamente:
– Ya te tengo. Confiesa. ¿Dónde pones la comida?
– Ah, papá, basta -dijo ella estremeciéndose de satisfacción-. Me la como y ya está. Pero luego vuelvo a tener hambre. ¿Tú no?
– Tu padre tarda por lo menos una hora, Chiara -dijo Paola y, suavizando el tono-: ¿Fruta? ¿Un sandwich?
– Las dos cosas -suplicó su hija.
Cuando Chiara hubo devorado un respetable sandwich de prosciutto con tomate y mayonesa y dos manzanas, ya era hora de irse a la cama. A las once y media, Raffaele aún no había vuelto, pero, al cabo de un rato, Brunetti se despertó y oyó abrirse y cerrarse la puerta y los pasos de su hijo por el pasillo. Entonces se durmió profundamente.
Normalmente, Brunetti no iba a la questura en sábado, pero esta mañana fue, más que nada para ver qué novedades se presentaban. No trató de llegar a la hora de todos los días, sino que fue paseando por Campo San Luca y tomó un capuccino en Rosa Salva, donde, según Paola, daban el mejor café de la ciudad.
Siguió hacia la questura cortando en paralelo San Marco, pero sin pasar por la piazza . Al llegar, subió directamente al primer piso, donde encontró a Rossi hablando con Riverre, un agente al que creía de baja por enfermedad. Cuando entró Brunetti, Rossi le llamó con una seña.
– Me alegro de que haya venido, comisario. Ha ocurrido algo.
– ¿Qué?
– Un robo con fuerza. En el Gran Canal. Ese palazzo grande recién restaurado, cerca de San Stae.
– ¿El del milanés?
– Sí, señor. Anoche, cuando llegó, encontró dentro a dos hombres, quizá tres.
– ¿Qué pasó?
– Vianello ha ido al hospital a interrogarle. Yo sólo sé lo que dijo al hombre que recibió la llamada y lo llevó al hospital.
– ¿Qué dijo?
– Dijo que había tratado de huir, pero que ellos lo agarraron y le golpearon. Han tenido que llevarlo al hospital, pero no es grave. Magulladuras.
– ¿Y de los tres hombres qué se sabe? ¿O los dos hombres?
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