Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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Había tres páginas de historietas que no entendió y seis de deportes que entendió aún menos. En una de las historietas, un cavernícola blandía una estaca y en una de las páginas de deportes un individuo con uniforme a rayas hacía otro tanto. Todo lo demás eran enigmas para Brunetti. En la última página continuaba la crónica del huracán, pero el tren ya entraba en la estación de Venecia y el comisario abandonó la lectura. Dejó el periódico en el asiento; quizá otro viajero pudiera extraer más información que él.

Eran más de las siete, pero aún había luz en el cielo. Esto se acabaría el próximo fin de semana, pensó, cuando atrasaran la hora. Entonces oscurecería más temprano. ¿O quizá más tarde? Brunetti confiaba en que a la mayoría de la gente le costara tanto como a él aclararse. Cruzó el puente de los Scalzi y entró en el laberinto de callejuelas por el que, siguiendo un sinuoso itinerario, llegaría a su casa. Incluso a esta hora apenas había transeúntes, ya que la mayoría de la gente tomaba el barco para ir a la estación o a la terminal de autobuses de Piazzale Roma.

Mientras caminaba, Brunetti contemplaba las fachadas de las casas, las ventanas, las estrechas calles, siempre alerta para captar algo que no hubiera observado antes. Lo mismo que muchos de sus conciudadanos, Brunetti se complacía en descubrir cosas inadvertidas hasta entonces. Con los años, había establecido una recompensa por cada descubrimiento: por una ventana, un café; por la imagen de un santo, por pequeña que fuera, una copa de vino. Un día, hacía años, en una pared frente a la que había pasado cinco veces a la semana desde niño, reparó en una lápida que indicaba el emplazamiento de la imprenta Aldine, la más antigua de Italia, fundada en el siglo XIII. Aquel día, al doblar la esquina, entró en un bar de Campo San Luca y, a pesar de que eran apenas las diez de la mañana, pidió un Brandy Alexander, que el camarero le sirvió mirándole con extrañeza.

Pero esta tarde no estaba interesado en las calles; mentalmente, se encontraba todavía en Vicenza, viendo las ranuras de los cuatro tornillos que sujetaban la tapa frontal del calentador del apartamento de Foster, que no estaban perpendiculares entre sí, como él las había dejado la víspera, con lo que desmentían la aseveración de los soldados de que, después de Brunetti, no había entrado nadie en el apartamento. Así pues, ahora ellos -quienes quiera que fuesen «ellos»- sabían que Brunetti se había llevado la droga y no había dicho nada.

Entró en el edificio, y ya había abierto el buzón cuando recordó que Paola debía de estar en casa hacía horas y habría recogido el correo. Empezó la ascensión, agradeciendo el primer tramo de peldaños bajos y anchos, vestigio del palazzo del siglo XV. En el primer rellano, la escalera torcía hacia la izquierda empinándose bruscamente hasta el segundo piso. Allí le aguardaba una puerta, que Brunetti abrió y cerró con llave. Otro empinado tramo, que describía una peligrosa horquilla con los últimos veinticinco escalones, le condujo hasta la puerta de su apartamento. Abrió y entró: al fin en casa.

Le saludó un efluvio de cocina en el que se mezclaban distintos aromas. Hoy distinguía el olorcillo a barucca . Paola preparaba, pues, risotto con zucca , una hortaliza propia de la estación que traían de Chioggia, al otro lado de la laguna, donde se cultiva esta calabaza rechoncha, de piel verde oscuro. ¿Y de segundo? ¿Pierna de ternera? ¿Asada con aceitunas y vino blanco?

Colgó la chaqueta en el armario y fue por el pasillo hasta la cocina. Hacía más calor que de costumbre: estaba encendido el horno. Destapó la gran sartén y descubrió los pedazos de calabaza que se rehogaban con la cebolla picada. Tomó un vaso del escurridor situado al lado del fregadero y sacó del frigorífico una botella de Ribolla. Se sirvió un poco más de un trago, lo probó, apuró la copa, volvió a llenarla y dejó la botella en el frigorífico. El calor de la cocina lo envolvía. Se aflojó el nudo de la corbata y salió al pasillo.

– ¿Paola?

– Estoy aquí detrás -la oyó contestar.

Él no dijo más, sino que pasó a la larga sala de estar y salió a la terraza. Ésta era para Brunetti la mejor hora del día, porque, desde su casa, podía contemplar la puesta del sol. En los días claros, por la pequeña ventana de la cocina, veía los Dolomitas, pero ahora ya estarían cubiertos por la bruma. De codos en la barandilla, paseó la mirada por los tejados y las torres de la ciudad, un panorama del que nunca se cansaba. En el pasillo sonaron los pasos de Paola que volvía a la cocina, seguidos de un cencerreo de cacerolas, pero él no se movió y se quedó escuchando las campanadas de las ocho del reloj de San Polo a las que contestaron los sones graves de San Marco que, como siempre, llegaban segundos después, desde el otro lado de la ciudad. Cuando enmudecieron las campanas, Brunetti entró y cerró el balcón al aire fresco del anochecer.

En la cocina, Paola removía el risotto al que, de vez en cuando, agregaba un chorro del caldo que hervía en otro fuego.

– ¿Una copita de vino? -preguntó él. Su mujer sacudió la cabeza negativamente, sin dejar de remover. Él se paró detrás de ella a darle un beso en la nuca y se sirvió otra copa.

– ¿Cómo te ha ido en Vicenza? -se interesó ella.

– Di mejor cómo me ha ido en América.

– Sí, ya sé. Es increíble, ¿eh?

– ¿Has estado allí?

– Hace años. Con los Alvise. -Al ver que él la miraba desconcertado, explicó-: Él es coronel y estaba destinado en Padua. Dieron una fiesta en el club de oficiales para italianos y norteamericanos. Te hablo de hace diez años.

– No me acuerdo.

– Tú no fuiste. Me parece que entonces estabas en Nápoles. ¿Sigue igual?

– Depende de cómo estuviera entonces -sonrió él.

– No te hagas el gracioso conmigo, Guido. ¿Cómo está aquello?

– Muy limpio. Y la gente sonríe mucho.

– Bien -dijo ella volviendo a remover el arroz-. Entonces no ha cambiado.

– Me gustaría saber por qué sonríen tanto. -Esto le había llamado la atención cada vez que había ido a Estados Unidos.

Ella se volvió de espaldas al risotto y miró a su marido sin pestañear.

– ¿Cómo no van a sonreír, Guido? Imagina: son el pueblo más rico del mundo. En política, todo el mundo tiene que inclinarse ante ellos y han conseguido convencerse a sí mismos de que todo lo que han hecho en su breve historia ha tenido la única finalidad de favorecer a la humanidad. ¿Cómo no van a sonreír?

Dio media vuelta y juró entre dientes al palpar con la espátula que el arroz empezaba a agarrarse. Echó más caldo y removió deprisa un momento.

– ¿Vamos a tener una reunión de la célula local? -preguntó él plácidamente. Aunque él y su mujer tenían ideas políticas afines, Brunetti siempre había dado su voto a los socialistas mientras que Paola, con arrojo, votaba a los comunistas. Ahora, tras la caída del sistema y la muerte del partido, él empezaba a tantearla.

Ella no se dignó contestarle.

Él empezó a bajar platos para poner la mesa.

– ¿Y los niños?

– Los dos, con amigos. -Y, sin darle tiempo a preguntar, agregó-: Sí, los dos han llamado para pedir permiso.

Apagó el fogón del risotto , le agregó una buena porción de la mantequilla que tenía en la repisa y lo cubrió con el parmesano reggiano rallado de un platillo. Removió hasta que ambos ingredientes se disolvieron en el arroz y echó éste en una fuente honda que puso en la mesa. Apartó su silla, se sentó y volviendo el mango de la cuchara hacia su marido exclamó:

Mangia, ti fa bene -invitación que, desde tiempo inmemorial, tenía la virtud de llenar de alegría a Brunetti.

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