Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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Las cartas eran las consabidas invitaciones a conferencias, ofertas de seguros de vida y respuestas a cuestionarios enviados a departamentos de policía de otras ciudades. Después de leerlas, Brunetti examinó el sobre grande. Una fina franja de sellos discurría junto al borde superior: había, por lo menos, veinte. Tenían una pequeña bandera de Estados Unidos y eran de veintinueve centavos. El sobre estaba dirigido a su nombre y no llevaba más señas que « Questura , Venecia, Italia». No podía adivinar quién le escribiría desde América. No había remite.

Rasgó el sobre, metió la mano y sacó una revista. Al ver la portada, reconoció la revista médica que la doctora Peters le había arrancado de las manos en su despacho. Empezó a pasar las hojas, se paró un momento en las fotos de los pies deformes y siguió mirando. Hacia el final, encontró insertas entre las páginas de la revista tres fotocopias. Las sacó y las puso en la mesa.

En lo alto se leía: «Ficha médica», y debajo había casillas para el nombre, edad y graduación del paciente. La ficha correspondía a Daniel Kayman y el año de nacimiento que se indicaba era 1984. Seguían tres páginas de historial, empezando por sarampión en 1989, una serie de hemorragias nasales en el invierno de 1990, fractura de un dedo en 1991 y, en las dos últimas páginas, una serie de visitas, que se iniciaba hacía dos meses, por una erupción cutánea en el brazo izquierdo. En sucesivas anotaciones, la erupción se hacía más extensa, más profunda y más misteriosa para los tres médicos que habían intentado curarla.

El ocho de julio, el niño había sido examinado por la doctora Peters por primera vez. Su letra, pulcra e inclinada, indicaba que la erupción era «de origen desconocido» y se había manifestado al regreso de una merienda en el campo. La lesión cubría la cara interna del antebrazo desde la muñeca hasta el codo, tenía un tinte amoratado pero no picaba. Se le había prescrito una pomada.

Tres días después, el niño había vuelto, la erupción había empeorado. Ahora supuraba un líquido amarillo, era dolorosa y el niño tenía mucha fiebre. La doctora Peters propuso consultar a un dermatólogo del hospital de Vicenza, pero los padres se negaron a permitir que un médico italiano examinara a su hijo. Ella le recetó otra pomada, ésta a base de cortisona, y un antibiótico para hacerle bajar la fiebre.

Sólo dos días después, el niño fue llevado otra vez al hospital y examinado por otro médico, el doctor Girrard, que anotó en la ficha que el paciente sufría fuertes dolores. La erupción parecía ahora una quemadura y se le había extendido hasta el hombro. Tenía la mano hinchada y dolorida. La fiebre persistía.

Un tal doctor Grancheck, al parecer dermatólogo, había examinado al niño y recomendado su inmediato traslado al hospital militar de Landstuhl, en Alemania.

Al día siguiente, el niño era enviado a Alemania en un vuelo de evacuación médica. No había más entradas en el historial, pero, junto a la observación de que la erupción del niño había adquirido el aspecto de una quemadura, se leía, en la fina letra de la doctora Peters, la anotación «PCB» y, debajo, «FPJ, marzo».

Brunetti buscó la fecha de la revista, aunque ya imaginaba cuál era. Family Practice Journal , número de marzo. Abrió la revista y empezó a leer. Observó que el cuadro editorial estaba compuesto casi exclusivamente por hombres, que la mayoría de artículos estaban escritos por hombres y que los artículos del índice trataban de los temas más diversos, desde los pies que tanto le habían horrorizado hasta el aumento en la incidencia de la tuberculosis a consecuencia de la epidemia del sida, pasando por la transmisión de parásitos de los animales domésticos a los niños.

En vista de que el índice no le daba ninguna pista, Brunetti empezó a leer desde la primera página, sin olvidar los anuncios ni las cartas al director. En la página 62 lo encontró: una breve referencia a un caso que se había dado en Newark, Nueva Jersey, de una niña de seis años que, jugando en un descampado, había pisado lo que parecía un charco de aceite dejado por un coche abandonado. El líquido se le había metido en el zapato empapándole el calcetín. Al día siguiente, la niña tenía una erupción en el pie que pronto tomó el aspecto de una quemadura y le fue subiendo hasta la rodilla. Tenía mucha fiebre. Todos los tratamientos fueron inútiles, hasta que un funcionario del departamento de Salud Pública fue al solar y tomó una muestra del líquido, que resultó tener un alto contenido de PCB y proceder de unos bidones de residuos tóxicos que habían sido vertidos en el solar. Aunque las quemaduras se curaron, los médicos eran pesimistas respecto al futuro de la niña, habida cuenta de los daños de tipo neurológico y genético que se habían observado en los experimentos realizados en animales con substancias que contenían PCB.

Brunetti dejó la revista y volvió a leer el historial médico. Los síntomas eran idénticos, pero no se mencionaba dónde ni cómo el niño había entrado en contacto con la sustancia que le había causado la erupción. «Una merienda en el campo con sus padres» era lo único que recogía el informe. Tampoco indicaba qué tratamiento se había aplicado al niño en Alemania.

Volvió a mirar el sobre. El matasellos consistía en un círculo con la inscripción «Army Postal Service» y la fecha del viernes. Así pues, la semana anterior ella le envió esto por correo y luego trató de hablar con él por teléfono. No dijo « Basta » ni « Pasta » sino « Posta », para anunciarle el envío. ¿Qué podía haber ocurrido? ¿Qué la había hecho actuar? ¿Qué la había inducido a enviarle estos papeles?

Brunetti recordó que Wolf le había dicho que una de las funciones de Foster era la de supervisar la recogida de las radiografías. También le habló de otros desechos y sustancias, pero sin puntualizar su naturaleza ni dónde los depositaban. Los norteamericanos tenían que saberlo, sin duda.

Éste tenía que ser el nexo entre las dos muertes, o ella no le hubiera enviado el sobre y tratado de hablar con él. El niño era paciente suyo, pero se lo habían llevado a Alemania, y aquí terminaba su historial médico. Sabía el apellido del niño y, como Ambrogiani tendría acceso a la lista de todos los norteamericanos de la base, sería fácil averiguar si la familia aún estaba allí. ¿Y si no estaba?

Descolgó el teléfono y pidió al telefonista que le pusiera con el maggior Ambrogiani, de la base norteamericana en Vicenza. Mientras esperaba, trataba de ensamblar todas las piezas, con la esperanza de descubrir al que había clavado la aguja en el brazo de la doctora.

Ambrogiani contestó dando su nombre. No demostró sorpresa cuando Brunetti se dio a conocer, sino que se quedó a la escucha, dejando que se prolongara el silencio.

– ¿Han descubierto algo? -preguntó Brunetti.

– Parece que están haciendo una serie de análisis para detectar el consumo de droga. La medida, que se aplica de forma aleatoria, afecta a todo el personal. No se ha librado ni el director del hospital. Dicen que tuvo que entrar en el servicio de hombres y producir una muestra de orina mientras un médico esperaba en la puerta. Al parecer, han hecho más de un centenar de pruebas esta semana.

– ¿Con qué resultados?

– Aún no se conocen. Todas las muestras han de ser enviadas a Alemania para ser analizadas en los laboratorios de allí. Los resultados no se sabrán hasta dentro de un mes.

– ¿Y serán fiables? -preguntó Brunetti, asombrado de que cualquier organización estuviera dispuesta a fiarse de unos resultados que pasaban por tantas manos, durante tanto tiempo.

– Ellos así parecen creerlo. Si da positivo, simplemente, te expulsan.

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