– El coche estaba cerrado con llave -indicó Lynley-. La alarma estaba activada.
– No siempre está cerrado, por el amor de Dios.
Lynley cerró la portezuela del pasajero.
– El coche no siempre está cerrado -repitió Luxford, algo agitado-. Tampoco está conectada la alarma. Pudieron introducir esas gafas en cualquier momento.
– ¿Cuándo, en concreto?
El periodista vaciló un instante. No esperaba que sus protestas llegaran a buen puerto tan pronto.
– ¿Cuándo el coche no está cerrado y con la alarma conectada? -preguntó Lynley-. No me parece una pregunta difícil de contestar. No es un trasto que deje sin cerrar en la calle, en un garaje o en un aparcamiento cualquiera. ¿Cuándo no está cerrado y con la alarma conectada, señor Luxford?
La boca de Luxford formó las palabras, pero no las pronunció. Había visto la trampa un segundo antes de caer en ella, pero sabía que era demasiado tarde para dar marcha atrás.
– ¿Dónde? -insistió Lynley.
– En mi casa -dijo por fin Luxford.
– ¿Está seguro?
Luxford asintió como atontado.
– Entiendo. En ese caso, creo que hemos de hablar con su mujer.
El trayecto hasta Highgate fue eterno. Era una línea recta en dirección noroeste que atravesaba Holburn y Bloomsbury, pero la ruta les condujo al peor embotellamiento de la ciudad, agravado aquella noche por un coche incendiado al norte de Russell Square. Lynley navegó entre la congestión, sin dejar de preguntarse cómo soportaba cada día la sargento Havers desplazarse hasta Westminster desde su casa de Chalk Farm, uno de los barrios que cruzaron unos cuarenta minutos después de iniciado el viaje. Luxford habló poco. Pidió telefonear a su mujer para informaría de su llegada en compañía de un inspector de Scotland Yard, pero Lynley se negó.
– He de prepararla -adujo Luxford-. No sabe nada de Eve ni de Charlotte. He de prepararla.
Lynley contestó que tal vez su mujer sabía más de lo que él suponía, por eso iban a verla sin avisarla.
– Eso es ridículo -protestó Luxford-. Si insinúa que Fiona está implicada en lo sucedido a Charlotte, está loco.
– Dígame -replicó Lynley-, ¿estaba casado con Fiona cuando tuvo lugar el congreso tory de Blackpool?
– No.
– ¿Salía con ella?
Luxford guardó silencio un momento.
– Fiona y yo aún no nos habíamos casado -contestó, como si eso le hubiera dado dispensa para seducir a Eve Bowen.
– ¿Fiona sabía que usted estaba en Blackpool? -preguntó Lynley. Luxford no dijo nada. Lynley le miró y advirtió su palidez-. Señor Luxford, ¿su mujer…?
– Sí. De acuerdo. Sabía que estaba en Blackpool, pero es lo único que llegó a saber. No sigue la política. Nunca se ha interesado por la política. -Se mesó el pelo, nervioso.
– Nunca le ha interesado la política, por lo que usted sabe.
– Era modelo, por el amor de Dios. Su vida y su mundo eran su cuerpo, su cara. Nunca se molestó en votar hasta que la conocí. -Luxford se reclinó en el asiento, cansado-. Brillante. Ahora la he dejado como una idiota.
Volvió la cabeza y miró por la ventanilla. Estaban pasando por el mercado de Candem Lock, donde un malabarista hacía su número en la acera con fuentes de peltre antiguas. Destellaban a la luz del atardecer.
Luxford no dijo nada más hasta que llegaron a Highgate. Su casa estaba en Millfield Lane, una villa que se erguía ante dos estanques que formaban la frontera este de Hampstead Heath. Cuando Lynley giró entre las dos columnas de ladrillo que flanqueaban el camino particular de la villa, Luxford habló.
– Al menos déjeme entrar primero y hablar con Fiona.
– Temo que no es posible.
– ¿No puede tener un poco de comprensión? -suplicó Luxford-. Mi hijo está en casa. Tiene ocho años. Es completamente inocente. No esperará incluirle en la escena que piensa montar,
– Cuidaré mis palabras cuando esté presente Llévele a su habitación.
– No creo…
– No puedo concederle más, Luxford.
Lynley aparcó detrás de un Mercedes Benz último modelo, que a su vez estaba aparcado bajo un pórtico. Este daba al jardín delantero de la villa, que parecía más una reserva de animales que el despliegue tradicional de césped podado con esmero y límites herbáceos. Cuando Luxford salió del Bentley, caminó hacia el borde del jardín, donde un sendero de losas desaparecía entre los arbustos.
– A esta hora suelen ira a ver cómo comen los pájaros -dijo. Gritó el nombre de su mujer y después el de su hijo.
Como nadie respondió desde detrás de los árboles, se volvió hacia la casa. La puerta del frente estaba cerrada, pero no con llave. Se abrió a un vestíbulo con suelo de mármol, en cuyo centro un tramo de escaleras ascendía hasta el primer piso de la casa.
– Fiona -llamó Luxford. El suelo de piedra y las paredes de yeso del vestíbulo distorsionaron su voz. Nadie respondió.
Lynley cerró la puerta a sus espaldas. Luxford pasó bajo una arcada situada a su izquierda. Un salón estaba rodeado de ventanas saledizas que facilitaban una perspectiva sin obstáculos de los estanques. Siguió llamando a su mujer.
Un silencio absoluto reinaba en la casa. Luxford recorrió las habitaciones de la extensa villa, pero para Lynley cada vez era más evidente que su viaje a Highgate había sido en vano. Por suerte o no, estaba claro que Fiona no podría responder a sus preguntas.
– Llame a su abogado, señor Luxford -dijo Lynley cuando el periodista bajó por la escalera-. Que se reúna con nosotros en el Yard.
– Tendrían que estar aquí. -Luxford, con el entrecejo fruncido, paseó la mirada desde el salón, donde Lynley le esperaba, hasta la entrada y la maciza puerta principal-. Fiona no saldría sin cerrar con llave. Tendrían que estar aquí, inspector.
– Tal vez pensó que había cerrado con llave.
– Nunca olvida hacerlo.
Luxford volvió hacia la puerta y la abrió. Llamó a su mujer con un grito. Llamó a su hijo. Bajó por el camino hasta la senda donde, dentro de los límites de su propiedad, se alzaba un edificio blanco y bajo: comprendía tres garajes y, mientras Lynlev observaba, Luxford entró en el edificio por una puerta de madera verde, que tampoco estaba cerrada con llave, tomó nota Lynlev. Por lo tanto, había una mínima posibilidad de que fuera cierta la teoría de Luxford acerca de cómo habían llegado la, gafas a su coche.
Lynley se quedó en el pórtico. Dejó que su mirada vagara por el jardín. Estaba pensando en insistir a Luxford para que cerrara la casa y subiera al Bentley, cuando su mirada se posó en el Mercedes que tenía delante. Decidió verificar la afirmación del periodista acerca de dónde y cuándo estaba su coche cerrado con llave. Probó la puerta del conductor. Se abrió. Entró.
Su rodilla golpeó un objeto colgado cerca del volante. Sonó un ruido metálico apagado. Vio que las llaves del coche colgaban del encendido.
Había un bolso de mujer en el suelo del lado del pasajero. Lynley lo recogió. Lo abrió y rebuscó entre varias barras de pintalabios, un cepillo, unas gafas de sol y un talonario. Extrajo un monedero de piel. Contenía cincuenta y cinco libras, una tarjeta Visa y un permiso de conducir a nombre de Fiona Howard Luxford.
Una sensación de inquietud le invadió, como insectos que zumbaran demasiado cerca de sus oídos. Estaba saliendo del coche, con el bolso en la mano, cuando Luxford subió a toda prisa por el camino particular.
– A veces van en bicicleta al brezal por las tardes -explicó-. A Fiona le gusta pasear hasta Kenwood House y a Leo le encanta mirar los cuadros. Pensé que habían ido allí, pero sus bicicletas están…
Se fijó en el bolso.
– Estaba en el coche -dijo Lynley-. Échele un vistazo. ¿Son éstas las llaves de su mujer?
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