Sólo que Janet Leigh había estado en una ducha, no en un palomar, y convencida de que ningún peligro la amenazaba, mientras Barbara sabía muy bien que no era así.
«Menuda mierda -pensó Barbara-. Cálmate, ¿quieres? ¿Quieres hacer el jodido favor de calmarte?»
Necesitaba que un equipo de la policía científica examinara aquel palomar en busca de cualquier cosa que probara la presencia de Charlotte. La grasa de eje, un cabello, una fibra de sus ropas, sus huellas dactilares, una gota de sangre del corte que se había hecho en la rodilla. Era absolutamente necesario, y para conseguirlo haría falta mucha sutileza, tanto con el sargento Stanley, que no iba a recibir sus directrices con la alegría de los conversos recientes, como con la señora de Alistair Harvie, que descolgaría el teléfono, llamaría a su marido y le pondría sobre aviso.
Primero se encargaría de Stanley. Era absurdo acosar a la señora Harvie y ponerla nerviosa antes de que fuera necesario.
Una vez fuera, descubrió que el silencio de los gansos se debía a la posición del coche. Lo había aparcado de tal manera que el sol reflejado en sus aletas oxidadas había creado un charco de calor en el suelo, y las aves lo aprovechaban para tomar el sol muy contentas.
Barbara caminó de puntillas hacia el Mini, mientras sus ojos iban de las aves al establo, del establo a los campos que había detrás, de los campos a la casa. No se veía ni un alma. Una vaca mugió en la distancia y un avión surcó el cielo, pero nada más se movía.
Entró en el coche evitando hacer ruido.
– Lo siento, chicos -dijo a los gansos, y encendió el motor.
Las aves volvieron a la vida. Graznaron, sisearon y aletearon como ante una aparición de las Furias. Persiguieron el coche de Barbara hasta la carretera. Barbara pisó el acelerador, atravesó el caserío de Ford y se dirigió hacia Amesford y el sargento Stanley.
El sargento estaba entronizado en la sala de incidencias. Recibía homenajes en forma de informes de dos equipos de agentes que se habían dedicado a investigar en la campiña durante las últimas treinta y dos horas en sus respectivas secciones. Los hombres de la sección 13, la zona comprendida entre Devizes y Melksham, no tenían nada que informar, salvo un tropiezo inesperado con el propietario de una caravana que, al parecer, dirigía un floreciente negocio que abarcaba desde marihuana a drogas de diseño.
– Dirigía las operaciones desde el aparcamiento de Melksham -dijo con incredulidad uno de los agentes-. Justo detrás de la calle mayor, aunque parezca increíble. Ahora está en el calabozo.
El equipo de la sección 5, que abarcaba la zona comprendida entre Chippenham y Galilea tenía poco más, pero aun así estaban dando una explicación pormenorizada de todos sus movimientos al sargento Stanley. Barbara estaba a punto de pedir a gritos el envío de un equipo de la policía científica a la granja de Harvie, cuando un agente de la sección 14 entró como una exhalación por las puertas batientes de la sala de incidencias.
– Lo tenemos -anunció.
Su declaración movilizó a todo el mundo, incluida Barbara. Había estado practicando la virtud de la paciencia mediante el intento de devolver una llamada telefónica de Robin Payne (que al parecer había llamado desde la cabina de un salón de té de Marlborough, a juzgar por lo que Barbara pudo sonsacar a la camarera subnormal que respondió a su llamada al vigésimoquinto timbrazo) e indicar a una joven agente que investigara el período de escolar de Alistair Harvie en Winchester. Pero ahora daba la impresión de que el trabajo del sargento Stanley iba a dar sus frutos.
Stanley pidió silencio con un ademán. Estaba sentado a una mesa redonda, jugueteando con unos mondadientes de madera mientras escuchaba los informes, pero se puso en pie.
– Habla, Frank -dijo.
– De acuerdo -dijo Frank, y no se fue por las ramas-. Le cogimos, sargento. Está en la sala de interrogatorios.
Barbara tuvo la horrible visión de Alistair Harvie cubierto de grilletes, sin haber podido siquiera llamar a su abogado.
– ¿A quién tienen? -preguntó.
– Al cabrón que secuestró a la niña -replicó Frank con una mirada desdeñosa en su dirección-. Es un mecánico de Coate, arregla tractores en un garaje cercano a Spaniel's Bridge. A un kilómetro v medio del canal.
La sala estalló. Barbara se encontraba entre los que se precipitaron hacia el plano militar de la zona. Frank señaló el lugar con un índice cuya uña tenía un arco de mostaza debajo.
– Justo aquí.
El agente indicó una curva en la senda que salía del norte de Coate en dirección al pueblo de Bishop's Canning. Siguiendo el canal, había cinco kilómetros desde Spaniel's Bridge hasta el punto donde habían abandonado el cuerpo de Charlotte, y tres kilómetros si se utilizaban sendas, pistas y caminos peatonales en lugar de la sinuosa autovía.
– El muy mamón afirma que no sabe nada, pero encontramos en su poder los efectos y está listo para su pasado por la piedra.
– Bien. -El sargento Stanley se frotó las manos, como dispuesto a hacer los honores-. ¿Cuántos le están interrogando?
– Tres -contestó con semblante hosco Frank-. El muy mamón está temblando como una hoja, sargento. Si le da un buen meneo se derrumbará.
El sargento Stanley cuadró los hombros, preparado para emprender la tarea.
– ¿Qué efectos? -preguntó Barbara.
Nadie hizo caso de su pregunta. Stanley se encaminó a la puerta. Barbara sintió que la rabia le hervía. No iban a salirse con la suya.
– Espera, Reg -dijo con brusquedad a Stanley, y cuando el sargento se volvió con deliberada lentitud en su dirección, continuó-: Frank, has dicho que encontrasteis los efectos en poder de ese tipo… ¿cómo se llama, por cierto?
– Short. Howard Short.
– Bien. ¿Qué efectos tenía en su poder?
Frank miró al sargento, a la espera de sus órdenes. Stanley alzó apenas la barbilla a modo de respuesta. El hecho de que Frank necesitara el permiso de Stanley enfureció a Barbara, pero prefirió hacer caso omiso y esperó su respuesta.
– El uniforme escolar -dijo el agente-. Short lo tenía en su garaje. Dijo que lo iba a utilizar como trapos, pero lleva una etiqueta con el nombre de la hija de Bowen, bien visible.
El sargento Stanley envió al equipo de la policía científica al garaje de Howard Short, en las afueras de Coate. Luego se dirigió hacia la sala de interrogatorios, seguido de Barbara, que le dio alcance por fin.
– Quiero que se envíe otro equipo a Ford -dijo-. Hay un palomar con un…
– ¿Un palomar? -Stanley se detuvo en seco-. ¿Has dicho un jodido palomar?
– Tenemos una cinta con la voz de la chica grabada -explicó Barbara-hecha uno o dos días antes de su muerte. Habla del sitio donde la tenían secuestrada. El palomar encaja con su descripción. Quiero que un equipo vaya allí. Ahora.
Stanley se inclinó hacia ella y Barbara pudo comprobar que era un hombre muy poco atractivo. Gracias a la proximidad vio marcas de viruela alrededor de la boca.
– Díselo a nuestro jefe -replicó el sargento-. No estoy dispuesto a distribuir agentes por toda la campiña cada vez que tengas un pálpito.
– Haz lo que te digo. De lo contrario…
– ¿Qué? ¿Vomitarás en mis zapatos?
Barbara le agarró por la corbata.
– A tus zapatos no les pasará nada -dijo-, pero no te puedo prometer lo mismo sobre el estado de tus cojones. Bien, ¿tienes claro lo que hay que hacer?
El hombre le echó el aliento, que olía a tabaco rancio, en la cara.
– Tranquilízate -dijo con suavidad.
– Que te den por el culo y lo disfrutes -replicó Barbara y le dio un empujón en el pecho-. Haz caso de este consejo, Reg. No puedes ganar esta batalla. Ten un poco de sentido común antes de que te encuentres fuera del caso.
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