Aparte de recibir informes sobre una drástica alteración en los beneficios reportados por el periódico, sólo otro acontecimiento podría haber llevado a Ogilvie hasta las oficinas del Source. Que un periódico birlara una noticia a otro era un hecho habitual en el negocio, y Ogilvie (que a veces aparentaba dirigir el negocio desde los tiempos de Charles Dickens) habría sido el primero en admitirlo. Pero que le birlaran un reportaje capaz de ridiculizar a los tories era algo inaceptable para él.
Por ello, Luxford supo qué le había entregado Ogilvie. Era la edición matutina de su periódico anterior, el Globe, y los titulares anunciaban que la diputada Bowen no había llamado a la policía tras conocer el secuestro de su hija.
– La semana pasada nos adelantamos a todos los periódicos de la nación con el reportaje sobre Larnsey y el chapero -dijo Ogilvie-. ¿Nos hemos dormido esta semana?
– No. Teníamos el reportaje, pero yo lo aborté.
La única reacción de Ogilvie se manifestó en sus ojos. Por un instante los entornó apenas, como un músculo cuando sufre un espasmo.
– ¿Es una cuestión de lealtades, Dennis? ¿Te sientes atado todavía al Globe por algún motivo?
– ¿Te apetece un café?
– Prefiero una explicación creíble.
Luxford caminó hacia la mesa de conferencias y tomó asiento. Indicó con la cabeza a Ogilvie que le imitara. No había trabajado para Ogilvie sin aprender que mostrar señales de debilidad en presencia del presidente desataba sus tendencias sádicas.
Ogilvie se acercó a la mesa y cogió una silla.
– Cuéntame.
Luxford lo hizo. Cuando hubo terminado de relatar al presidente su entrevista con Corsico y sus motivos para abortar el reportaje, Ogilvie atacó el punto más controvertido con la típica intuición periodística.
– Habías publicado reportaje antes de ahora sin necesidad de tantas confirmaciones. ¿Qué te lo ha impedido esta vez?
– El cargo de la Bowen en el Ministerio del Interior. Parecía razonable llegar a la conclusión de que se había saltado la policía local para acudir directamente a Scotland Yard. No quería publicar un reportaje acusándola de inacción, sólo para terminar escaldado cuando algún jerifalte del Yard saltara en su defensa, agitando su agenda y clamando que la mujer estaba con él a los diez minutos de enterarse del secuestro.
– Cosa que no ha pasado -señaló Ogilvie- después de la publicación del reportaje en el Globe.
– Sólo se me ocurre que alguien del Yard confirmó la historia al Globe. Dije a mi hombre que hiciera lo mismo. Si lo hubiera logrado antes de las diez de la noche, habría publicado el reportaje. No lo consiguió. Y yo me abstuve. No hay más que decir.
– Hay algo más -le contradijo Ogilvie.
Luxford se puso en guardia pero usó la silla, se reclinó en ella y enlazó los dedos sobre el estómago para demostrar su serenidad al presidente. No pidió explicaciones a Ogilvie sobre su última frase. Se limitó a esperar a que continuara.
– Hicimos un buen trabajo con Larnsey -reconoció Ogilvie-. Y lo hicimos sin tantas confirmaciones. ¿Estoy en lo cierto?
Era absurdo mentir, puesto que una conversación con Sarah Happleworth o Rodney Aronson bastaría para descubrir la verdad.
– Sí.
– Entonces explícame esto y tranquiliza mi mente. Dime que la siguiente vez que tengamos a estos tories cogidos por las pelotas, sabrás cómo apretar. No permitirás que el Mirror, el Globe, el Sun o el Mail lo hagan por ti. No te echarás atrás por falta de confirmación de tres, trece o tres docenas de jodidas fuentes. -La voz de Ogilvie se elevó en las cuatro últimas palabras.
– Peter -dijo Luxford-, sabes tan bien como yo que el caso de Larnsey era diferente del de Bowen. En el suyo no hacían falta demasiadas confirmaciones. No había lugar a dudas. Le pillaron en el coche con la bragueta bajada y la polla en la boca de un crío de dieciséis años. En el caso de Bowen, sólo contamos con una única declaración del Ministerio del Interior, y todo lo demás oscila entre insinuaciones, habladurías y fantasías puras y duras. Cuando tenga datos reales, los verás impresos en la primera página. Hasta entonces… -Devolvió la silla a su posición anterior y miró de frente al presidente-. Si tienes algún problema con mi forma de dirigir el periódico, ve pensando en buscarte otro director.
– ¿Den? Oh, perdón. No sabía… Hola, señor Ogilvie. Rodney Aronson había elegido el momento más oportuno. El subdirector estaba con una mano sobre el pomo de la puerta de Luxford (que Ogilvie había dejado entreabierta, para que su voz iracunda llegara hasta la sala de redacción y amedrentara al personal), y su cabeza incorpórea asomaba por la abertura.
– ¿Qué pasa, Rodney? -preguntó Luxford.
– Lo siento. No quería interrumpir. La puerta estaba abierta y no sabía… La señora Wallace no está en su mesa.
– Qué raro. Gracias por informarnos.
La boca de Rodney se curvó en una leve sonrisa, desmentida por la irritada dilatación de sus fosas nasales. Luxford vio que Rodney no iba a permitir que le avergonzaran delante del presidente sin hacer algo por devolverle el favor.
– De acuerdo -dijo con tono afable-. Lo siento. -Entonces exhibió su armamento-: Pensé que te gustaría saber lo que estamos preparando sobre el caso Bowen.
Dio por sentado que su comentario le daba derecho a entrar en el despacho de Luxford. Se sentó delante del presidente.
– Tenías razón -dijo a Luxford-. El ministro del Interior llamó a Scotland Yard en nombre de la Bowen. Una llamada personal. Un soplón nos lo ha confirmado.
Hizo una pausa, como para rendir homenaje a la prudencia de Luxford al retener el reportaje que el Globe había publicado, pero Luxford sabía que Rodney moriría antes que minimizar sus logros para resaltar los de Luxford. Se preparó para lo que se avecinaba y empezó a disponer sus tropas para la batalla.
– Pero esto es lo interesante. El ministro del Interior no visitó Scotland Yard hasta ayer por la tarde. Antes, el Yard no sabía que la niña había desaparecido. Por lo tanto, la historia de Mitch valía oro puro.
– Rodney, no nos interesa perder el tiempo en confirmar reportajes de otros periódicos -señaló Ogilvie. Se volvió hacia Luxford-. Aunque si has logrado obtener hoy la confirmación, me gustaría saber por qué no lo conseguisteis ayer.
Rodney intervino.
– Mitch estuvo intentándolo desde ayer por la tarde hasta la medianoche. Sus fuentes estaban secas.
– Entonces es que necesita nuevas.
– Hoy mismo, cuando vio la primera plana del Globe, se puso a buscarlas. Después de que yo le diera ánimos en mi despacho. -¿Puedo deducir de tu sonrisa que habéis descubierto algo más? -preguntó Ogilvie.
Luxford observó que Rodney no se ahorraba dirigirle una mirada de triunfo. La veló, no obstante, con una demostración de cautela que fue como un estilete clavado entre las costillas de Luxford.
– Compréndalo, señor Ogilvie, por favor. Es posible que Den no quiera arriesgarse con este material nuevo, y yo no me opondré a su decisión, si así es. Nos la acaba de suministrar nuestro soplón del Yard, y quizá sea el único que desee hablar.
– ¿De qué se trata?
Rodney se humedeció los labios.
– Por lo visto se enviaron notas de secuestro. Dos. Se recibieron el mismo día que la niña desapareció. Así pues, Bowen sabía sin la menor duda que la niña había sido raptada, pero aun así no hizo nada para que la policía interviniera.
Luxford oyó que Ogilvie contenía el aliento. Habló antes de que el presidente pudiera hacerlo.
– Tal vez telefoneó a otra persona, Rod. ¿Habéis considerado tú o Mitchell esa posibilidad?
Pero Ogilvie levantó una mano grande y huesuda, impidiendo que Rodney contestara. El presidente reflexionó sobre la información en silencio. Su mirada se alzó, no hacia lo cielos para buscar el consejo del Todopoderoso, sino hacia la pared, donde colgaban enmarcadas en cromo las primeras planas del Source que habían impulsado el aumento de las ventas.
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