Elizabeth George - La justicia de los inocentes

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Aclamado como `el rey de la sordidez`, el editor de prensa Dennis Luxford está acostumbrado a desentrañar los pecados y escándalos de la gente que se encuentra en posiciones expuestas. Pero cuando abre una carta dirigida a él en su periódico, `The Source`(`El Manantial`), descubre que alguien más destaca en desentrañar secretos tan bien como él.
A través de esta carta se le informa que Charlotte Bowen, de diez años, ha sido raptada, y si Luxford no admite públicamente su paternidad, ella morirá. Pero la existencia de Charlotte es el secreto más ferozmente guardado de Luxford, y reconocerla como su hija arrojará a más de una vida y una carrera al caos. Además no únicamente la reputación de Luxford está en juego: también la reputación y la carrera de la madre de Charlotte.
Se trata de la subsecretaría de Estado del Ministerio del Interior, uno de los cargos más considerados y con bastantes posibilidades de ser la próxima Margaret Thatcher. Sabiendo que su futuro político cuelga de un hilo, Eve Bowen no acepta que Luxford dañe su carrera publicando la historia o llamando a la policía. Así que el editor acude al científico forense Simon St. James para que le ayude.
Se trata de un caso que a St. James llena de inquietud, en el que ninguno de los protagonistas del drama parecen reaccionar tal como se espera, considerando la gravedad de la situación. Entonces tiene lugar la tragedia, y New Scotland Yard se ve involucrado.
Pronto el Detective Inspector Thomas Lynley se da cuenta que el caso tiene tentáculos en Londres y en todo el país, y debe simultáneamente investigar el asesinato y la misteriosa desaparición de Charlotte. Mientras, su compañera, la sargento Detective Barbara Havers, lleva a cabo su propia investigación intentando dar un empuje a su carrera, intentando evitar una solución desalentadora y peligrosa que nadie conoce.

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Helen parecía cada vez más perpleja por la forma en que la subsecretaria cuidaba de su hija. Dio la impresión de que iba a enzarzarse en otra discusión, pero St. James la disuadió. Era absurdo poner aún más a la defensiva a la diputada, al menos de momento.

– ¿Dónde tenía la clase de música?

Eve Bowen le dijo que la casa no quedaba lejos de Santa Bernadette, en una zona llamada Cross Keys Close, cerca de Marylebone High Street. Charlotte iba a pie cada miércoles después de terminar las clases. El profesor era un hombre llamado Damien Chambers.

– ¿Su hija ha ido hoy a clase?

Había ido. La primera persona a la que telefoneó la señora Maguire cuando inició sus pesquisas, a las seis de la tarde, fue al señor Chambers. Según el profesor, la niña había llegado y marchado a las horas habituales.

– Tendremos que hablar con ese hombre -indicó St. James-. Es probable que quiera saber el motivo de nuestras preguntas. ¿Ha pensado en eso, y en sus consecuencias?

Al parecer, Eve Bowen ya había aceptado la realidad de que ni siquiera una investigación privada sobre la desaparición de su hija podía llevarse a cabo sin interrogar a las personas que la habían visto por última vez. Y éstas se preguntarían sin duda por qué un tullido y su acompañante femenina iban husmeando los movimientos de la niña. Era inevitable. La curiosidad de los interrogados podía conducirles a enviar alguna sugerencia intrigante a cualquier periódico, pero se trataba de un riesgo que la madre de Charlotte parecía dispuesta a correr.

– Tal como la estamos llevando, la historia se reduce a meras especulaciones -dijo-. Sólo es definitiva cuando interviene la policía.

– Las especulaciones pueden desembocar en una tempestad -respondió St. James-. Ha de llamar a la policía, señora Bowen. Si no a las autoridades locales, a Scotland Yard. Supongo que, dado su cargo, tiene suficiente influencia.

– Tengo influencia, y no quiero a la policía. Eso está fuera de cuestión. -Su expresión era inflexible.

Helen y él podían seguir discutiendo con ella un cuarto de hora más, pero St. James adivinó que sus esfuerzos serían inútiles. Encontrar a la niña (y encontrarla deprisa) era lo esencial. Pidió la descripción de la niña, tal como había salido aquella mañana, y también una fotografía. Eve Bowen les dijo que no había visto a su hija aquella mañana, porque siempre se iba de casa antes de que Charlotte despertara. Llevaba su uniforme escolar, naturalmente. Arriba había una fotografía de la niña con el uniforme. Salió de la sala para ir a buscarla y la oyeron subir por la escalera.

– Esto es más que extraño, Simon -dijo Helen en voz baja cuando estuvieron solos-. A juzgar por su forma de comportarse, casi se podría pensar… -Vaciló y se cruzó de brazos-. ¿No crees que su reacción es bastante antinatural?

St. James se levantó y fue a examinar los trofeos. Llevaban el nombre de Eve Bowen y eran premios de adiestramiento de caballos. Parecía lógico que tal actividad le hubiera granjeado una docena de primeros puestos. Se preguntó si su equipo político respondía a sus señas tan bien como los caballos.

– Cree que Luxford está detrás de esto, Helen. Su intención no sería causar daño a la niña, sino crispar los nervios de la madre. Al parecer no está dispuesta a dejarse crispar los nervios.

– De todos modos, lo normal sería que, en privado, mostrara alguna fisura.

– Es una política. Jugará con las cartas apretadas contra el pecho.

– Pero estamos hablando de su hija. ¿Por qué anda sola por las calles? ¿Qué ha estado haciendo su madre desde las siete de la mañana hasta ahora? -Helen señaló la mesa, el maletín, la documentación que sobresalía de él-. Me parece increíble que la madre de una niña secuestrada, con independencia de quién la haya secuestrado, sea capaz de mantener su mente concentrada en el trabajo. No es natural, ¿verdad? Nada de esto es normal.

– Estoy de acuerdo, pero ella sabe muy bien la opinión que nos vamos a forjar. No ha llegado donde ha llegado en tan poco tiempo sin saber por adelantado qué aspecto tendrán las cosas.

St. James examinó una serie de fotografías que se erguían en filas irregulares entre tres plantas que descansaban sobre una mesa estrecha de cromo y cristal. Reparó en una foto de Eve Bowen con el primer ministro, otra de Eve Bowen con el ministro del Interior, y una tercera de Eve Bowen en una hilera de personas, frente a la cual la princesa real parecía estar distribuyendo saludos a una escasa concurrencia de agentes de policía.

– Las cosas -replicó Helen con delicada ironía a la palabra que St. James había elegido- me parecen de lo más frío, si quieres saber mi opinión.

Una llave giró en la cerradura de la puerta de la calle mientras Helen estaba hablando. La puerta se abrió y cerró. El pestillo sonó de nuevo. Sonaron pasos sobre las baldosas y un hombre apareció en la puerta de la sala de estar. Medía casi un metro ochenta de estatura, y era de hombros estrechos y delgado. Sus ojos color té miraron a St. James y Helen. Parecía cansado, y su cabello de color roble viejo estaba desordenado como el de un muchacho. Se lo mesó y por fin habló.

– Hola -dijo-. ¿Dónde está Eve?

– Arriba -contestó St. James-. Ha ido a buscar una fotografía.

– ¿Una fotografía?

Miró a Helen y después a St. James. Dio la impresión de que leía algo en sus expresiones, porque su tono cambió de una indiferencia cordial a una cautela instantánea.

– ¿Qué sucede?

Hizo la pregunta con un timbre agresivo, sugerente de que estaba acostumbrado a ser respondido al instante y con deferencia. Ni siquiera los subsecretarios del gobierno recibían a invitados cerca de la medianoche sin un motivo grave.

– ¿Eve? -llamó en dirección a la escalera-. ¿Ha pasado algo? -preguntó a St. James-. ¿Eve está bien? ¿El primer ministro…?

– Alex.

Eve Bowen habló, situada fuera del ángulo de visión de St. James, mientras bajaba la escalera a toda prisa.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Alex.

La mujer presentó a Helen y St. James para eludir la pregunta.

– Mi marido, Alexander Stone -dijo.

St. James no recordaba haber leído que la subsecretaria estuviera casada, pero cuando Eve Bowen presentó a su marido, comprendió que debía haberlo hecho y archivado la información en algún rincón polvoriento de su memoria, pues no consideraba probable haber olvidado por completo que Alexander Stone era el marido de la subsecretaria. Stone era uno de los principales empresarios del país. Su interés particular eran los restaurantes, y era el dueño de, como mínimo, una docena de establecimientos de primera categoría desde Hammersmith a Holburn. Era un chef excepcional, un muchacho de Newcastle que había logrado desprenderse hacía tiempo de su acento campesino en el curso de su admirable trayectoria desde pastelero en el hotel Brown a restaurador de éxito. De hecho, Stone era el ideal personificado del Partido Conservador: sin ventajas sociales ni educativas (y sin la ayuda gubernamental, desde luego), había triunfado. Era el posibilismo encarnado y un empresario sin parangón. En suma, era el marido ideal de una parlamentaria tory.

– Ha pasado algo -le explicó Eve Bowen y apoyó una mano en su brazo-. Me temo que no es muy agradable, Alex.

De nuevo, Stone paseó su mirada entre St. James y Helen. St. James intentaba digerir la información de que Eve Bowen aún no había informado a su marido del secuestro de su hija. Observó que a Helen le pasaba lo mismo. Los rostros de ambos proporcionaban abundante material de estudio, y Alexander Stone los examinó un momento, mientras su cara palidecía.

– Papá -dijo-. ¿Ha muerto? ¿El corazón?

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