Elizabeth George - Pago Sangriento

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En la gran mansión escocesa de Westerbrae, una compañía teatral londinense se reúne para la lectura de una controvertida nueva obra. Pero, al finalizar la velada, la bella dramaturga aparece brutalmente asesinada en su cama, y el inspector Thomas Lynley se ve inmediatamente enredado en un crimen cuyo origen está en las complicadas obligaciones del amor y las consecuencias de la traición.
Con la finalidad de alejar a la prensa el máximo tiempo posible, dada la notoriedad de los principales sospechosos, Lynley y la sargento Havers viajan hacia el aislado lugar. Entre sus sospechosos: el más poderoso productor teatral de Gran Bretaña, dos de las estrellas más queridas del país, y la mujer a la que Lynley ama.
Para Lynley, la investigación requiere toda la delicadeza que pueda reunir, y ello le forzará a enfrentarse también con un dilema personal. Presente en Westerbrae la noche del asesinato estaba Helen Clyde, una mujer con la cual Lynley está compartiendo una complicada relación y una amistad duradera que ha evolucionado hacia el amor. El hecho de que ella ocupara la habitación contigua a la de la víctima, no puede ser pasado por alto. El hecho de que ella no la ocupara sola, no puede ser ignorado.
Luchando para superar los celos que amenazan con enturbiar su juicio y las emociones que podrían llevarle a cometer errores fatales, Lynley se descubre a sí mismo envuelto en escándalos familiares, feroces rivalidades teatrales, y terribles revelaciones. Cuando la vida ocupe más poderosamente sus pensamientos que la muerte, la cuestión será si podrá atravesar la peligrosa línea que existe entre la fría objetividad de un investigador profesional y la furia confusa de un enamorado.
En la mansión, los motivos se ocultan profundamente. Indignada por lo que ella ve como encubrimiento de un asesino de alta categoría social, la sargento Bárbara Havers, arriesgando su carrera y cuestionando su profunda lealtad profesional, empieza por su cuenta una búsqueda de los secretos que guardan no sólo una familia, sino dos, y que se mantienen en el silencio.

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– Joy y Stinhurst subieron al primer piso. Por separado. Los dos tenían un aspecto espantoso, como si ninguno hubiera salido vencedor de la disputa y ambos desearan que nunca se hubiera producido. Jeremy Vinney intentó decirle algo a Joy cuando ella salió al vestíbulo, pero no quiso hablar. Es posible que estuviera llorando, pero no estoy segura.

– ¿Adonde fuiste a continuación, Helen? -Lynley inspeccionaba el cenicero, las numerosas colillas y la capa de ceniza gris y negra que teñía de luto la superficie de la mesa.

– Oí a alguien en el salón y fui a ver.

– ¿Quién era?

Lady Helen sopesó la posibilidad de mentir, intentando describirse como impulsada por la curiosidad, merodeando por la casa como una juvenil señorita Marple. En lugar de ello, se decantó por la verdad.

– Lo cierto, Tommy, es que yo andaba buscando a Rhys.

– Ah. ¿Había desaparecido?

El tono de Lynley le encrespó.

– Todo el mundo había desaparecido -vio que St. James había finalizado su escrutinio de la habitación, sentándose en una butaca próxima a la puerta y reclinándose en ella para seguir la conversación. Lady Helen sabía que no iba a tomar notas, pero que recordaría cada palabra.

– ¿Se hallaba Davies-Jones en el salón?

– No. Era lady Stinhurst, Marguerite Rintoul. Y también estaba Jeremy Vinney. Quizá había husmeado una historia que deseaba escribir para su periódico, porque me dio la impresión de que intentaba interrogarla sobre lo ocurrido. Sin el menor éxito. También hablé con ella porque…, francamente, parecía atontada. Hablamos un momento y, aunque parezca extraño, me dijo algo muy similar a lo que Francesca le había dicho antes a lord Stinhurst en la sala de estar.

– ¿A Joy?

– O tal vez a Elizabeth, su hija. Yo acababa de mencionar a Elizabeth. Creo recordar que le dije «¿Quiere que vaya a buscar a Elizabeth?»

Mientras hablaba, con la sensación de ser una sospechosa en potencia interrogada por la policía, lady Helen tomó conciencia de otros sonidos que se producían en la casa: el ininterrumpido garrapateo del lápiz de la sargento Havers sobre su bloc, puertas que se abrían al otro extremo del pasillo, la voz de Macaskin dirigiendo el registro, y abajo, en la biblioteca, dominando el abrir y cerrar de puertas, gritos airados. Dos hombres. No pudo identificarles.

– ¿A qué hora te retiraste anoche a tu habitación, Helen?

– Debían de ser las doce y media. No me fijé.

– ¿Qué hiciste al llegar?

– Me desnudé, me metí en la cama y leí un rato.

– ¿Y después?

Lady Helen no respondió de inmediato. Contemplaba el rostro de Lynley con toda libertad, puesto que él no la miraba a los ojos. Sus facciones en reposo siempre habían combinado toda la belleza clásica posible en un hombre, pero, mientras hacía las preguntas, lady Helen advirtió que aquellas mismas facciones empezaban a adoptar una hosca impenetrabilidad que jamás había visto y de la que ni siquiera sospechaba su existencia. Ante tal certidumbre, lady Helen se sintió separada de él por primera vez en su larga y estrecha amistad; tendió una mano hacia él con el deseo de salvar el abismo que les separaba, no con la intención de tocarle, sino remedando un contacto que, en apariencia, no le sería permitido. Como él no respondiera con nada que pudiera tomarse como una señal de aceptación, experimentó el impulso de hablar con sinceridad.

– Pareces terriblemente enfadado, Tommy. Dime qué te pasa, por favor.

El puño derecho de Lynley se abrió y cerró con un movimiento tan rápido que pareció un reflejo.

– ¿Desde cuándo fumas?

Lady Helen advirtió que la sargento Havers cesaba bruscamente de escribir. Vio que St. James se removía en la butaca. Y supo que, por el motivo que fuera, su pregunta había permitido a Lynley tomar una decisión, saltando de la rutina policial a un terreno nuevo, un terreno que no estaba gobernado por los manuales, códigos y procedimientos que conformaban los rígidos límites de su trabajo.

– Ya sabes que no fumo -la joven retiró la mano.

– ¿Qué oíste anoche? Joy Sinclair fue asesinada entre las dos y las seis de la madrugada.

– Me temo que nada. Soplaba un viento terrible que hacía vibrar las ventanas. Debió de ahogar todo ruido procedente de su habitación, si es que lo hubo.

– Y, aunque no hubiera soplado viento, no estabas sola, ¿verdad? Estabas entretenida, diría yo.

– Tienes razón. No estaba sola -vio que Lynley apretaba la boca, sin abandonar su inmovilidad total.

– ¿A qué hora vino Davies-Jones a tu habitación?

– A la una.

– ¿Y a qué hora se fue?

– Un poco después de las cinco.

– Miraste el reloj.

– El me despertó. Estaba vestido. Le pregunté la hora y me la dijo.

– ¿Y entre la una y las cinco, Helen?

Una oleada de incredulidad asaltó a lady Helen.

– ¿Qué quieres saber exactamente?

– Quiero saber qué ocurrió en esta habitación entre la una y las cinco, exactamente, para utilizar tus propias palabras -su voz era glacial.

A pesar de la tristeza que le produjo la pregunta, la brutal intrusión en su vida que significaba y la suposición implícita de que iba a responder de buena gana, lady Helen advirtió que la sargento Havers abría la boca de par en par. No obstante, la cerró enseguida cuando Lynley le dirigió una fría mirada.

– ¿Por qué me lo preguntas?

– ¿Necesitas un abogado para que te explique con todo detalle lo que puedo y no puedo preguntar en la investigación de un asesinato? Podemos telefonear a uno si lo juzgas conveniente.

«Aquél no era su amigo», pensó lady Helen, desolada. Aquél no era su compañero de risas durante más de una década. Era un Tommy al que no conocía, un hombre al que no podía responder de forma racional. Ante su presencia, un tumulto de emociones se disputaban la prioridad: cólera, angustia, aflicción. Lady Helen sintió que le asaltaban en tropel, no de una en una, sino todas a la vez. Se apoderaron de ella con fuerza implacable, y cuando fue capaz de hablar intentó desesperadamente aparentar indiferencia.

– Rhys me trajo coñac -señaló la botella que había sobre la mesa-. Charlamos.

– ¿Bebiste?

– No, ya había bebido antes. No quería más.

– ¿Bebió él?

– No. Él… no puede beber.

– Dígale a los hombres de Macaskin que analicen la botella -indicó Lynley a Havers.

Lady Helen captó el pensamiento subyacente a la orden.

– ¡Aún está por abrir!

– No, me temo que no -Lynley cogió el lápiz de Havers y lo aplicó al papel de aluminio que recubría el tapón de la botella. Saltó sin esfuerzo, como si lo hubieran quitado y vuelto a poner para simular que la botella no se había abierto.

Lady Helen se sintió desfallecer.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Qué Rhys trajo algo para drogarme durante el fin de semana para asesinar cómodamente a Joy Sinclair, a su propia prima, por el amor de Dios, y utilizarme después como coartada? ¿Es eso lo que piensas?

– Has dicho que charlasteis, Helen. ¿Debo entender que, tras negarte a beber lo que contenga esta botella, pasasteis el resto de la noche en amena conversación?

Lady Helen se enfureció ante la negativa de Lynley a responder su pregunta, por su rígido apego a las formalidades del interrogatorio policial cuando servía a sus necesidades, y por su caprichosa decisión de culpar a un hombre y manipular los hechos a tal fin. Cuidadosa, deliberadamente, asignando a cada sílaba su lugar en la balanza con la que medía la gravedad de lo que Tommy estaba haciendo a su amistad, replicó:

– No, claro que hubo mucho más. Me hizo el amor. Dormimos. Y después, mucho más tarde, yo le hice el amor.

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