En esos doce días descubrió quién se había llevado la pistola de su Land Rover y lo que habían hecho con ella. Se la habían devuelto, pero aquello era una mancha negra en su carrera. Dos personas habían muerto, ¿y si no hubiera sido un Hastings, con el historial laboral de los Hastings? Seguramente le hubieran echado.
Los telediarios ardían con la historia de Ian Barker, el malvado niño asesino de un bebé, un tío que había logrado mantener su identidad en secreto durante diez años, desde que salió en libertad de donde fuera que estuvieran presos él y sus amigos asesinos. Periodistas de todos los medios de comunicación del país buscaron a cualquiera que hubiera tenido relación con Gordon Jossie, sin importar si era remota. Al parecer existía algún tipo de horrible historia de amor que los tabloides deseaban tratar especialmente. Era la historia de un «conocido niño asesino que había asesinado de nuevo»; un antetítulo indicaba que, en esta ocasión, lo había hecho para salvar a una mujer en peligro, antes de matarse. Esto no parecía haber sido así, según Meredith Powell y el comisario jefe Zachary Whiting, ya que la verdad del asunto, según ellos, era que Frazer Chaplin había atacado a Jossie y sólo entonces Jossie le había disparado, aunque aquello no hubiera sido tanto el simbólico acto de redención como que Jossie hubiera salvado a alguien antes de despedirse del mundo. Esa fue la historia, y no la verdadera, la que hizo correr ríos de tinta en los tabloides.
La foto de infancia de Ian Barker se publicó cada día durante una semana, junto con la más reciente del rostro de Gordon Jossie. Algunos de los tabloides se preguntaban cómo la gente de Hampshire no había reconocido al tipo, pero ¿por qué tendrían que reconocer en un tranquilo techador a un chico del que hacía tiempo, seguramente habían sospechado, tenía pezuñas en lugar de pies y cuernos bajo su gorra de colegial? Nadie esperaba que Ian Barker se escondiera en Hampshire para llevar una vida modesta.
Todos los vecinos a lo largo de Paul's Lane fueron entrevistados. «Nunca sospeché; desde ahora mantendré las puertas cerradas a cal y canto», fueron generalmente los comentarios. Zachary Whiting y el portavoz del Ministerio del Interior ofrecieron alguna declaración acerca del deber de la Policía local en materia de nuevas identidades y sobre las denuncias que se repitieron durante días de gente que había visto a Michael Spargo o a Reggie Arnold. Pero, finalmente, la historia se fue desvaneciendo, como suelen hacerlo, en cuanto un miembro de la realeza se metió en una desafortunada trifulca con un paparazzi delante de una discoteca a las 3.45 de la madrugada en Mayfair.
Rob Hastings había logrado pasar por todo aquello sin haber hablado con ningún periodista. Dejó que el teléfono recogiera todos los mensajes, pero no devolvió ninguna llamada. No tenía ganas de discutir cómo el antiguo Ian Barker había entrado en su vida. Todavía tenía menos ganas de hablar acerca de cómo su hermana se había liado con aquel tipo. Entendió por qué Jemima se había ido de New Forest. Sin embargo, no entendía por qué no había confiado en él. Pasó días meditando acerca de esa cuestión y tratando de entender qué significaba que su hermana no le hubiera dicho lo que la apartó de Hampshire. No era un hombre propenso a la violencia, y seguramente ella lo sabía, por lo que difícilmente hubiera esperado que abordara a Jossie y le hiciera daño por haber engañado a Jemima. ¿De qué hubiera servido? También sabía mantener un secreto, y Jemima tenía que haberlo sabido. El le hubiera dado felizmente la bienvenida a su hermana a casa, sin dudar, si hubiera querido regresar a Honey Lane.
Se quedó pensando en todo lo que eso decía de él. Pero la única respuesta a la que era capaz de llegar fue la que se respondía con otra pregunta: «¿De qué hubiera servido que hubieras sabido la verdad, Robbie?». Y esta pregunta llevó a la siguiente: «¿Qué tipo de medidas hubieras tomado, tú que siempre has tenido tanto miedo a tomar medidas?».
El origen de ese miedo era que no podría hacer frente al resultado de las revelaciones y las muertes. El porqué de ese miedo conducía directamente al corazón de quién y qué era, de quién y qué había sido durante años. Un solitario, pero no por elección. Solitario no por necesidad. Solitario no por ganas. La triste verdad era que él y su hermana habían sido, de hecho, el mismo tipo de persona. Fue sólo la manera en que se habían confundido a través de sus vidas lo que era diferente.
Después de días y días a lomos de un caballo en el bosque, dándole vueltas, llegar a esa conclusión fue lo que llevó a Robbie a ir a Cadnam. Fue a media tarde, con la esperanza de que Meredith estuviera sola en casa de sus padres, y así poder hablar con ella con tranquilidad.
No fue así. Su madre estaba dentro. Y también Cammie. Abrieron la puerta juntas. Se dio cuenta de que no había visto a Janet Powell desde hacía mucho tiempo. En los primeros años de amistad entre las chicas, él y la madre de Meredith se encontraban de vez en cuando. Robbie iba a buscar a Meredith y Jemima a su casa, o cuando le pedían que lo hiciera. Pero no había vuelto a ver a la mujer desde que las chicas fueron lo suficientemente mayores para sacarse el carnet de conducir, lo que puso punto final a los viajes en compañía de adultos. Con todo, la reconoció.
– Señora Powell. Buenas tardes -dijo a modo de presentación-. Soy…
– Vaya, hola Robert -le interrumpió ella amablemente-. Qué agradable sorpresa volver a verte. Pasa.
No supo exactamente cómo reaccionar a esa bienvenida. Pensó que ella, por supuesto, le recordaba. Tenía una cara inolvidable. Llevaba puesta su gorra de béisbol, como era habitual, pero se la quitó cuando puso un pie dentro de la casa. Echó un vistazo a Cammie mientras se colocaba la gorra en la parte trasera de los tejanos. Ella le esquivó poniéndose detrás de las piernas de su abuela, y luego se asomó mirándole con sus ojos redondos. Le ofreció a la pequeña una sonrisa.
– Sospecho que Cammie no se acuerda de mí -dijo-. Hace un montón de años que no la había visto. Debía de tener como mucho dos años la última vez. Quizá menos. No sabrá quién soy.
– Es un poco tímida con los extraños. -Janet Powell puso la mano en los hombros de Cammie y la trajo al frente, abrazando su cadera-. Éste es el señor Hastings, amor. Dile «hola» al señor Hastings.
– Soy Rob -dijo-. O Robbie. ¿Quieres un apretón de manos, Cammie?
Ella negó con la cabeza y dio un paso atrás.
– Abue… -dijo. Escondió su cara en la falda de su abuela.
– No hay problema -intervino Robbie. Y añadió un guiño-: Para ver esta vieja cara con dientes, ¿eh? -Pero el guiño fue forzado, y se dio cuenta de que Janet Powell lo sabía.
– Pasa, Robbie. Tengo pastel de limón en la cocina, y está pidiendo a gritos que alguien le hinque el diente. ¿Quieres?
– Oh, gracias, pero no. Iba de camino… De hecho, sólo he venido… Esperaba que Meredith estuviera…
Respiró para calmarse. La niña pequeña se estaba escondiendo, y él sabía que se escondía por él. No sabía cómo hacer que se sintiera a gusto, algo que le hubiera gustado.
– Me preguntaba si Meredith… -dijo a la señora Powell.
– Por supuesto -contestó Janet Powell-. Has venido para ver a Meredith, ¿no es así? Qué cosa tan terrible. Pensar que tuve a esa joven aquí, en mi casa, una noche. Ella podía haber…, bien, ya sabes… -Echó una mirada a Cammie-. Podía habernos matado a todos en nuestras camas. Meredith está en el jardín con la perra. Cammie, cielo, ¿puedes llevar a ese amable caballero a ver a mamá?
Cammie se rascó un tobillo con los dedos de su pie descalzo.
Parecía vacilar. Mantuvo su mirada en el suelo.
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