El dolor la desgarró. Fuego y hielo. Subió por la parte superior de la cabeza y a través de sus ojos. Sintió algo que se rompía y algo que estaba siendo liberado. Cayó al suelo sin ofrecer resistencia.
* * *
Barbara había logrado colocarse en la esquina sureste del garaje cuando oyó el disparo. Había estado moviéndose sigilosamente, pero se detuvo. Sólo por un instante. Sonó un segundo disparo y corrió hacia delante. Logró llegar al prado y se arrojó al interior. Escuchó un ruido detrás de ella, los pasos pesados de alguien corriendo hacia donde estaba ella y un hombre que gritó: «¡Tira esa mierda de arma!». Ella lo vio todo como si se hubiera congelado la imagen.
Meredith Powell en el suelo con una púa vieja atravesándole el cuello. Frazer Chaplin a menos de metro y medio de Gordon Jossie. Gina Dickens apoyada en la cerca de alambre con la mano en su boca. El mismo Jossie cogiendo la pistola con frialdad, todavía en la posición del segundo disparo, que acababa de lanzar al aire.
– ¡Barker! -Fue un estruendo, no la voz del comisario jefe Whiting. Estaba vociferando desde la entrada-. ¡Deja la maldita pistola en el suelo! ¡Ahora! Ya me has oído. ¡Ahora!
Tess pasó por delante de Whiting, saltando hacia delante, aullando, corriendo en círculos.
– ¡Suéltala, Barker!
– ¡Le has disparado! ¡Le has matado! -dijo Gina Dickens. Gritó, corrió hacia Frazer Chaplin y se echó encima de él.
– Los refuerzos están de camino, señor Jossie -dijo Barbara-. Baje el arma…
– ¡Deténgalo! ¡Ahora me matará a mí!
La perra ladró y ladró.
– Ve a ver a Meredith -dijo Jossie-. Que alguien haga el puñetero favor de ir a ver a Meredith.
– Deja la maldita arma primero.
– Te he dicho…
– ¿Quieres que ella también muera? ¿Igual que el chico? ¿Te excita la muerte, Ian?
Jossie entonces giró el arma y apuntó a Whiting.
– Solamente algunas muertes. Algunas malditas muertes.
La perra aulló.
– ¡No dispare! -imploró Barbara-. No lo haga, señor Jossie.
Ella corrió hacia la descompuesta figura de Meredith. La púa estaba clavada hasta la mitad, pero no había llegado a la yugular. Estaba consciente, pero sobrepasada por el shock. El tiempo era crucial. Jossie necesitaba saberlo.
– Está viva. Señor Jossie, está viva -dijo-. Deje el arma en el suelo. Déjenos sacarla de aquí. No hay nada más que pueda hacer ahora.
– Se equivoca. Sí que lo hay -dijo Jossie. Y volvió a disparar.
Michael Spargo, Ian Barker y Reggie Arnold fueron a unidades especiales de seguridad durante la primera etapa de sus sentencias. Por razones obvias, los mantuvieron separados, en centros ubicados en diferentes partes del país. El objetivo de las unidades especiales es la educación y -frecuentemente, pero no siempre, dependiendo del grado de colaboración del detenido- la terapia. La información acerca de cómo les fue dentro no es de dominio público, pero lo que sí se sabe es que a la edad de quince años, su tiempo allí terminó, y fueron trasladados a un «centro para jóvenes», que siempre ha sido un eufemismo para decir «una prisión para los jóvenes delincuentes». A los 18 años, fueron trasladados de sus respectivos centros juveniles a cárceles de máxima seguridad, donde pasaron el resto de la condena que habían dictado los tribunales de Luxemburgo. Diez años.
Aquello pasó, claro está, hace mucho tiempo. Los tres chicos, hoy hombres, fueron reinsertados en la sociedad. Debido a casos como el de Mary Bell, Jon Venables y Robert Thompson, por desgracia famosos niños criminales, a los chicos les dieron nuevas identidades. El lugar en el que cada uno fue puesto en libertad sigue siendo un secreto muy bien guardado, se desconoce si son miembros activos de la sociedad. Alan Dresser prometió cazarlos para «devolverles un poco lo que le hicieron a John», aunque dado que están protegidos por la ley y no pueden hacerse públicas sus fotografías, es improbable que el señor Dresser o cualquiera logre dar nunca con ellos.
¿Se ha hecho justicia? Ésta es una pregunta casi imposible de contestar. Para hacerlo se necesita contemplar a Michael Spargo, Reggie Arnold e Ian Barker, o bien como puros delincuentes, o bien como auténticas víctimas, y la verdad se encuentra en algún punto intermedio.
Extracto de Psicopatología, la culpa
y la inocencia en el caso John Dresser ,
por el Doctor Dorcas Galbraith.
(Presentado en la Convención de la UE de Justicia
de Menores, a petición del honorable miembro
del Parlamento, Howard Jenkins Thomas.)
Judi Macintosh le dijo a Lynley que fuera directamente. El subinspector estaba esperándole, dijo. ¿Quería un café? ¿Té? Parecía seria. Tal y como esperaba, pensó Lynley. Las noticias, como siempre y especialmente cuando tiene que ver con la muerte, vuelan.
Se negó cortésmente. En realidad, no le hubiera importado tomarse una taza de té, pero esperaba no pasar el tiempo suficiente en la oficina de Hillier como para bebérselo. El subinspector jefe se levantó a su encuentro y fue con Lynley hasta la mesa de conferencias. Se dejó caer en una silla.
– ¡Menudo follón! -dijo-. ¿Sabemos al menos cómo diablos llegó un arma a sus manos?
– Todavía no -dijo Lynley-. Barbara está trabajando en ello.
– ¿Y la mujer?
– ¿Meredith Powell? Está en el hospital. La herida fue muy grave, pero no fatal. Fue cerca de la médula espinal, por lo que se podía haber visto terriblemente afectada. Ha tenido suerte.
– ¿Y la otra?
– ¿Georgina Francis? Bajo custodia. Después de todo, el resultado ha sido bueno, aunque no exactamente de manual, señor.
Hillier la lanzó una mirada.
– Una mujer asesinada en un lugar público, otra mujer gravemente herida, dos hombres muertos, un esquizofrénico paranoico en el hospital, una demanda que pende de nuestras cabezas… ¿Qué parte de todo esto es un buen resultado, inspector?
– Tenemos al asesino.
– Que es un cadáver.
– Tenemos a su cómplice.
– Que quizá nunca vaya a juicio. ¿Qué sabemos de la tal Georgina Francis para que la podamos llevar a los tribunales? Vivió un tiempo en la misma casa que el asesino. Por alguna razón estuvo en la Portrait Galley. Era la amante del asesino. Era la amante del asesino del asesino. Pudo haber hecho esto, o pudo haber hecho aquello…, y ya está. Dele esta información a los de los tribunales y les oirá aullar.
Hillier levantó sus ojos hacia el cielo en un gesto inequívoco de buscar guía divina. Al parecer la halló.
– Está acabada -dijo-. Ha tenido una oportunidad más que decente de demostrar su capacidad de liderazgo y ha fallado. Ha marginado a miembros de su equipo, con los que trabajaba, ha asignado a agentes de manera inapropiada y sin tener en cuenta su experiencia, ha hecho juicios de valor que pusieron a la Met en la peor de las situaciones, socavó la confianza aquí y allá… Sea tan amable de decirme, Tommy: ¿cuál es el resultado?
– También podemos estar de acuerdo en que ha tenido ciertos impedimentos, señor -dijo Lynley.
– ¿De verdad? ¿Impedimentos de qué?
– Por lo que el Ministerio del Interior sabía y no podía (o no quería) contarle. -Lynley se detuvo, para que se entendiese cuál era su punto de vista. Poco había para poder usarse como defensa de Isabelle Ardery y su papel como superintendente, pero él creía que al menos debía intentarlo-. ¿Sabía usted quién era, señor?
– ¿Jossie?
Hillier negó con la cabeza.
– ¿Sabía que estaba siendo protegido?
Los ojos de Hillier se encontraron con los suyos. No dijo nada; con aquello Lynley obtuvo su respuesta. En algún momento a lo largo de la investigación, concluyó, le habían entregado a Hillier la fotografía. Quizá no le dijeron que Gordon Jossie era uno de los tres chicos responsables de la muerte de John Dresser en aquel terrible asesinato años atrás, pero sabía que era alguien en cuya vida nadie debía indagar.
Читать дальше