Elizabeth George - Una gran salvación

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Era un despropósito de la peor especie. Estornudó de una manera ruidosa, húmeda, totalmente imperdonable, en el rostro de la mujer. Llevaba tres cuartos de hora aguantándose, rechazando el estornudo como si fuera la vanguardia de Enrique Tudor en la batalla de Bosworth, pero al final se rindió, y después de hacerlo, para empeorar las cosas, empezó a hacer ruido con la nariz.
La mujer se lo quedó mirando. Era una de esas damas cuya presencia siempre le hacía sentirse como un imbécil. Medía más de metro ochenta y su atuendo, mal armonizado, revelaba la característica despreocupación indumentaria de la clase alta británica. De edad indefinida, intemporal, le escudriñaba con sus ojos azules, fríos como la hoja de una navaja, la clase de ojos que hacían saltar las lágrimas a muchas criadas cuatro décadas atrás. Debía de tener bastante más de sesenta años, quizás bordeaba los ochenta, pero nadie podría decirlo con exactitud. Permanecía erguida en su asiento, las manos entrelazadas sobre el regazo, en una postura aprendida en el colegio de señoritas que no permitía ni el menor movimiento propicio a la comodidad.

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“Lo he hecho yo, y no lo siento -fue lo único que dijo la muchacha.”

El padre Hart cerró los ojos con fuerza, porque el recuerdo de aquella escena le descomponía.

– Fui a la casa en seguida y llamé a Gabriel.

Por un momento Lynley creyó que el sacerdote se refería al mismísimo arcángel, pues el curioso hombrecillo que trataba penosamente de contar su historia daba la impresión de estar un poco en contacto con el más allá.

– ¿Gabriel? -preguntó Webberly con incredulidad.

Lynley se dio cuenta de que al inspector se le estaba agotando la paciencia. Revisó el informe en busca de alguna indicación del nombre y no tardó en encontrarla.

– Gabriel Langston, alguacil de la aldea -leyó-. ¿Debo entender, padre, que el alguacil Langston telefoneó en seguida a la policía de Richmond?

El sacerdote asintió. Miró con cautela la pitillera de Lynley y éste la abrió y ofreció otra ronda. Havers lo rechazó y el sacerdote estaba a punto de hacer lo mismo hasta que Lynley cogió uno. Tenía la garganta irritada, pero sabía que nunca llegarían al final del relato a menos que el sacerdote recibiera la cantidad de nicotina suficiente, y parecía necesitar un compañero de vicio. Tragó saliva, pensando en lo bien que le vendría un whisky, encendió el nuevo pitillo y lo dejó en el cenicero hasta que se consumió por completo.

– Llegó la policía de Richmond. Todo fue muy rápido… Se llevaron a Roberta.

– Bueno, ¿qué otra cosa iban a hacer? Ella misma confesó su crimen.

Havers, que había dicho estas últimas palabras, se levantó y fue hasta la ventana. El tono de su voz informaba claramente a los otros que, en su opinión, estaban perdiendo el tiempo con aquel viejo estúpido, y que en aquellos momentos deberían estar viajando a toda velocidad hacia el norte.

Webberly le ordenó con un gesto que volviera a sentarse.

– Mucha gente confiesa haber cometido crímenes -replicó el inspector-. Hasta ahora he tenido veinticinco confesiones de asesinatos cometidos por el Destripador.

– Sólo quería señalar…

– Podemos hablar de ello más tarde.

– Roberta no mató a su padre -dijo el sacerdote, como si los otros dos no hubieran hablado-. Es imposible.

– Pero hay crímenes de familia -dijo suavemente Lynley.

– No con bigotes por el medio.

Se hizo un silencio largo e insoportable, durante el que ninguno miró a los demás. Bruscamente, Webberly echó su silla atrás.

– Dios mío -musitó-. Lo siento mucho, pero… -Se dirigió a un armario en el extremo de la sala y sacó tres botellas-. ¿Whisky, jerez o coñac? -preguntó a los otros.

Lynley dirigió a Baco una plegaria silenciosa de agradecimiento.

– Whisky -respondió.

– ¿Havers?

– No tomaré nada -dijo severamente la sargento-. Estoy de servicio.

– Sí, claro. ¿Y usted, padre?

– Oh, un jerez me vendría muy…

– Jerez entonces.

Webberly tomó un traguito de whisky antes de servirse otra vez y regresar a la mesa.

Todos miraron sus vasos en actitud meditativa, como si cada uno esperase que otro hiciera la pregunta. Finalmente lo hizo Lynley, cuya garganta había suavizado ahora el fragante whisky de malta.

– Dígame… ¿A qué bigotes se refiere?

El padre Hart miró los papeles extendidos sobre la mesa.

– ¿Es que no está en el informe? -preguntó quejumbrosamente.- ¿No habla del perro?

– Sí, aquí se menciona al perro.

– Pues ése es Bigotes -explicó el sacerdote, y la cordura quedó restablecida.

Hubo un suspiro de alivio colectivo.

– Estaba muerto en el establo, junto a Teys -observó Lynley.

– Así es. ¿Se dan cuenta? Por eso sabemos que Roberta es inocente. Aparte de que quería a su padre, tenemos que considerar a Bigotes. Ella jamás le habría hecho daño al perro. -El padre Hart buscó afanosamente las palabras que pudieran explicar esta afirmación tajante-. Era un perro de granja y formaba parte de la familia desde que Roberta tenía cinco años. Estaba jubilado, desde luego, y un poco ciego, pero uno no despacha a esa clase de perros. Todo el mundo en la aldea conocía a Bigotes . Era un poco la mascota de todos nosotros. Por las tardes iba a casa de Nigel Parrish, en el campo, y se tendía al sol mientras Nigel tocaba el órgano (es el organista de nuestra iglesia, ¿saben?). A veces iba a pasar el rato con Olivia.

– Se llevaba bien con el perro, ¿verdad? -preguntó Webberly, perfectamente serio.

– ¡Ya lo creo! -exclamó sonriente el padre Hart-. Bigotes se llevaba bien con todos nosotros. Y seguía a Roberta a todas partes. Por esta razón, como pueden comprender, cuando llevaron detenida a Roberta, pensé que tenía que hacer algo. Y aquí estoy.

– Sí, en efecto, aquí está usted -concluyó Webberly-. Nos ha sido usted muy útil, padre. Creo que el inspector Lynley y la sargento Havers tienen toda la información que necesitan por el momento. -Se puso en pie y abrió la puerta del despacho-. ¿Harriman?

Cesó el tecleo, como de alfabeto Morse, del ordenador. Las patas de una silla chirriaron contra el suelo, y la secretaria de Webberly entró en la estancia.

Dorothea Harriman se parecía un poco a la princesa de Gales, cosa que ella recalcaba hasta un grado desconcertante, tiñéndose el pelo moldeado con el color aproximado de la luz del sol sobre el trigo maduro y negándose a ponerse gafas en presencia de cualquiera presumiblemente capaz de comentar la forma spenceriana de su nariz y su barbilla. Estaba deseosa de ascender, de progresar lo máximo posible en su carrera. Era lo bastante inteligente para hacer un buen trabajo y probablemente conseguiría promocionarse, sobre todo si lograba renunciar a su molesta manera de vestir, a la que todo el mundo se refería como “parodia de la princesa”. Aquel día llevaba una especie de vestido de baile rosa, cuya falda había acortado para el uso cotidiano. Era horrible.

– A sus órdenes, inspector jefe -dijo la secretaria, que, a pesar de las amenazas e imprecaciones, insistía en llamar a todos los funcionarios del Yard por el nombre completo de su cargo.

Webberly se volvió hacia el sacerdote.

– ¿Se quedará usted en Londres o regresará a Yorkshire?

– Volveré en el último tren. Como no podía estar presente esta tarde para oír las confesiones, prometí que las oiría hasta las once de la noche.

– Naturalmente -asintió Webberly-. Pida un taxi para el padre Hart -le dijo a Harriman.

– Oh, pero no tengo bastante…

Webberly le interrumpió alzando una mano.

– Corre de cuenta del Yard, padre.

El Yard. El sacerdote masculló estas palabras, complacido porque implicaban hermandad y aceptación. Siguió entonces a la secretaria del inspector jefe hasta la salida.

– ¿Qué toma usted cuando bebe, sargento Havers? -preguntó Webberly cuando el sacerdote ya se había ido.

– Agua tónica, señor -replicó ella.

– Muy bien -musitó el inspector, y abrió la puerta de nuevo-. Harriman -vociferó-. Traiga una botella de Schweppes para la sargento Havers. No diga que no tiene la menor idea de dónde conseguirla. Encuéntrela.

Cerró la puerta, se acercó al armario y sacó la botella de whisky.

Lynley se frotó la frente y se apretó con fuerza las sienes.

– Qué dolor de cabeza -murmuró-. ¿Alguno de ustedes tiene una aspirina?

– Yo tengo -se apresuró a decir Havers, y hurgó en su bolso hasta dar con un tubo pequeño, que hizo rodar sobre la mesa en dirección a Lynley-. Tome todas las que quiera, inspector.

Webberly los miraba a los dos, pensativo, preguntándose una vez más si la asociación de dos personalidades tan dispares podría tener alguna posibilidad de éxito. Havers era como un erizo, y formaba una bola protectora erizada de púas a la menor provocación. Pero por debajo de aquel exterior punzante había una mente penetrante, indagadora. Lo que estaba por ver era si Thomas Lynley tenía la combinación apropiada de paciencia y simpatía para que aquella mente se impusiera a la personalidad pendenciera que había impedido a Havers tener éxito en su asociación con cualquier otra persona.

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