Elizabeth George - El Peso De La Culpa

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Parece que Asuntos Internos va a dejar de investigar de una vez por todas a la brillante, pero indisciplinada detective Barbara Havers. Tras una suspensión temporal como policía, Havers regresa al trabajo a las órdenes del lúcido Inspector Lynley en un extraño caso: el hallazgo de dos jóvenes en un bosque, con signos visibles de haber sufrido una cruenta muerte. Un asesinato de especial virulencia que abre una puerta hacia las oscuras y poderosas alteraciones de la psique humana. Un sórdido espacio en el que el sexo deviene en sadomasoquismo, y el pasado se adentra en la cara odiosa de una doble vida.

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De todos modos, «veinticinco» pareció informar a Nan de lo que Julian no se atrevía a traducir en palabras y Andy esquivaba.

– Nicola -susurró. Se acercó al mostrador de recepción, dejó la bandeja encima y sin querer tiró al suelo una cestita de mimbre con tarjetas del hotel. Nadie la recogió-. ¿Le ha pasado algo a Nicola?

La respuesta de Andy fue serena.

– Julian y Nick tenían una cita esta noche, que al parecer ella ha olvidado -dijo a su mujer, con la mano izquierda sobre el auricular del teléfono-. Estamos intentando localizarla. -Lanzó la mentira con la habilidad de un hombre que, en otro tiempo, había convertido la falsedad en su principal virtud-. Estaba pensando que tal vez pasó a ver a Will Upman camino de casa, para ir preparando otro trabajo para el verano que viene. ¿Va todo bien con los huéspedes, cariño?

Los ojos grises de Nan pasaron de su marido a Julian.

– ¿Con quién estás hablando, Andy? -preguntó.

– Nancy…

– Dímelo.

No lo hizo. Alguien habló al otro extremo de la línea, y Andy consultó su reloj.

– Por desgracia -dijo-, no estamos del todo seguros… No. No hay antecedentes de eso… Gracias. Estupendo. Se lo agradezco.

Colgó y cogió la bandeja que su mujer había dejado sobre el mostrador. Se dirigió hacia la cocina. Nan y Julian le siguieron.

Christian-Louis estaba a punto de irse, vestido con tejanos, zapatillas de deporte y una sudadera de la Universidad de Oxford con las mangas cortadas. Cogió una bicicleta que estaba apoyada contra la pared, dedicó un momento a calcular la tensión que embargaba a las otras tres personas de la cocina, y dijo:

– Bonsoir, à demain.

Se marchó a toda prisa. Vieron por la ventana el resplandor del faro de la bicicleta mientras se alejaba.

– Andy, quiero la verdad.

Su mujer se plantó delante de él. Era una mujer menuda, casi veinticinco centímetros más baja que su marido. Pero su cuerpo era fuerte y de músculos firmes, el físico de una mujer dos décadas más joven de sus sesenta años.

– Ya te he dicho la verdad -contestó Andy con tono conciliador-. Julian y Nicola tenían una cita. Nick la olvidó. Julian se enfadó y quiso localizarla. Le estoy ayudando.

– Pero no estabas hablando con Will Upman, ¿verdad? -preguntó Nan-. ¿Para qué iría Nicola a ver a Will Upman a las…? -Echó un vistazo al reloj de la cocina, que colgaba sobre un platero. Eran las once y veinte, una hora improbable para ir a visitar al patrón, pues eso había sido Will Upman para Nicola durante los últimos tres meses-. Dijo que iba de camping. No me digas que te creíste que se detuvo a charlar con Will Upman a mitad del viaje. ¿Cómo es que Nicola olvidó una cita con Julian? Nunca lo ha hecho. -Nan dirigió su mirada penetrante hacia Julian-. ¿Os habéis peleado?

La incomodidad de Julian tenía dos motivos: tener que responder a la pregunta otra vez, y llegar a la conclusión de que Nicola no había hablado a sus padres de su intención de abandonar Derbyshire para siempre. Era difícil que estuviera buscando empleo para el verano siguiente, si su deseo era abandonar el condado y no volver más que para breves visitas.

– De hecho, estuvimos hablando de matrimonio -decidió decir Julian-. Estuvimos hablando del futuro.

Los ojos de Nan se dilataron. Algo parecido al alivio borró la preocupación de su rostro.

– ¿Matrimonio? ¿Nicola ha accedido a casarse contigo? ¿Cuándo? Quiero decir, ¿cuándo lo decidisteis? Nunca dijo ni una palabra. Es una noticia estupenda, absolutamente maravillosa. Cielos, Julian, me siento aturdida. ¿Se lo has dicho a tu padre?

Julian no quería mentir, pero tampoco se decidía a contar toda la verdad. Se afianzó en un precario terreno medio.

– En realidad, solo habíamos empezado a hablar. De hecho, esta noche teníamos que continuar hablando.

Andy Maiden observaba a Julian con recelo, como si supiera muy bien que cualquier conversación sobre matrimonio entre su hija y Julian Britton sería tan improbable como una discusión sobre la cría de ovejas.

– Un momento. Creí que ibais a Sheffield.

– Exacto, pero pensábamos hablar por el camino.

– Bien, Nicola no se olvidaría de eso -declaró Nan-. Ninguna mujer olvidaría que tiene una cita para hablar de matrimonio. -Se volvió hacia su marido-. Cosa que tú deberías saber muy bien, Andy. -Guardó silencio un momento, absorta al parecer en aquel pensamiento final, mientras Julian reflexionaba en el inquietante hecho de que Andy aún no había contestado a las preguntas de su mujer sobre la llamada telefónica que acababa de hacer. Nan llegó a una conclusión sobre ello-. Dios. Acabas de llamar a la policía, ¿verdad? Crees que le ha pasado algo, porque no se ha presentado a la cita con Julian. Y no querías que yo me enterara, ¿verdad?

Ni Andy ni Julian contestaron. No hacía falta.

– ¿Y qué iba a pensar cuando llegara la policía? -preguntó Nan-. ¿Creíste que seguiría sirviendo café sin preguntar qué pasaba?

– Sabía que te preocuparías -dijo su marido-. Puede que sin motivo.

– Podría ser que Nicola estuviera ahí fuera, en la oscuridad, herida, atrapada o Dios sabe qué, y tú, los dos, ¿pensasteis que no debía enterarme? ¿Porque me preocuparía?

– Ya te estás poniendo nerviosa. Por eso no quise decírtelo hasta que fuera preciso. Puede que no sea nada. Lo más probable es que no sea nada. Julian y yo estamos de acuerdo en eso. Todo se habrá solucionado en un par de horas, Nan.

Ella intentó encajarse un mechón detrás de la oreja. Cortado de una manera extraña que ella llamaba boina (largo por arriba y corto a los lados), era demasiado corto para hacer otra cosa que volver a su sitio.

– Saldremos a buscarla -decidió-. Uno de nosotros ha de empezar a buscarla ahora mismo.

– Que uno de nosotros vaya a buscarla no servirá de mucho -señaló Julian-. Nadie sabe adonde fue.

– Pero todos conocemos sus lugares predilectos. Arbor Low, Thor's Cave, Peveril Castle.

Nan mencionó media docena de lugares más, y todos sirvieron para subrayar de forma inadvertida lo que Julian intentaba aclarar: no existía la menor correlación entre los lugares favoritos de Nicola y su emplazamiento en el distrito de los Picos. Estaban tan al norte como los arrabales de Holmfirth, tan al sur como Ashbourne y la parte inferior de la Tissington Trail. Haría falta un equipo de rescate para encontrarla.

Andy sacó una botella de la alacena, junto con tres vasos. Vertió en cada uno un chorro de coñac. Distribuyó los vasos.

– Bebed -dijo.

La mano de Nan rodeó el vaso, pero no bebió.

– Algo le ha pasado.

– No sabemos nada. Por eso la policía viene hacia aquí.

La policía, en la persona de un agente llamado Price, llegó antes de media hora. Les hizo las preguntas de rigor: ¿Cuándo se había ido la chica? ¿Cómo iba equipada? ¿Se había ido sola? ¿Parecía deprimida, desdichada, preocupada? ¿Qué intenciones había anunciado? ¿Había dicho cuándo regresaría? ¿Quién fue la última persona que habló con ella? ¿Había recibido alguna visita? ¿Cartas? ¿Llamadas telefónicas? ¿Algo ocurrido en fecha reciente habría podido impulsarla a huir?

Julian secundó a Andy y Nan en sus esfuerzos por dejar claro al agente Price la gravedad de que Nicola aún no hubiera regresado a Maiden Hall, pero Price parecía decidido a atenerse a sus métodos, que eran de una lentitud exasperante. Escribía en su libreta con parsimonia, y pidió una descripción detallada de Nicola. Quiso conocer con exactitud el equipo que llevaba. Les obligó a repasar sus actividades de las dos últimas semanas. Y dio la impresión de quedar fascinado por el hecho de que, la mañana previa a la excursión, Nicola había recibido tres llamadas telefónicas de personas que no quisieron revelar su nombre cuando Nan se puso.

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