Elizabeth George - El Peso De La Culpa

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Parece que Asuntos Internos va a dejar de investigar de una vez por todas a la brillante, pero indisciplinada detective Barbara Havers. Tras una suspensión temporal como policía, Havers regresa al trabajo a las órdenes del lúcido Inspector Lynley en un extraño caso: el hallazgo de dos jóvenes en un bosque, con signos visibles de haber sufrido una cruenta muerte. Un asesinato de especial virulencia que abre una puerta hacia las oscuras y poderosas alteraciones de la psique humana. Un sórdido espacio en el que el sexo deviene en sadomasoquismo, y el pasado se adentra en la cara odiosa de una doble vida.

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Pareció que él iba a añadir algo más, pero solo se acercó a la mesa y apagó el cigarrillo.

– Gracias, Barbara Havers -dijo en voz baja.

– Recuerdos -contestó ella. Y sintió el fantasma de una caricia en su hombro cuando Azhar pasó por su lado camino de la puerta.

Una vez a solas, Barbara lanzó una risita, burlándose de su idiotez de quinceañera. Cogió el corazón y lo contempló. I love Essex, pensó. Bien, habría podido hacerle una broma peor.

Vertió el resto del café en el fregadero y acabó sus tareas matutinas. Una vez lavados los dientes y peinada, con una mancha de colorete en cada mejilla como tributo a la feminidad, cogió el bolso, cerró la puerta con llave y subió por el sendero particular hacia la calle.

Salió por la cancela, pero se detuvo cuando lo vio.

El Bentley plateado de Lynley estaba aparcado en el camino.

– Se ha desviado un poco de su camino, ¿verdad, inspector? -dijo, cuando él bajó del coche.

– Winston me telefoneó. Dijo que anoche había dejado su coche en el Yard y que volvió a casa en taxi.

– Nos atizamos unas cuantas copas y me pareció la mejor solución.

– Eso me dijo. En esos casos, lo más prudente es no conducir. Pensé que tal vez le gustaría que la acompañara a Westminster. Esta mañana hay problemas en la Northern Line.

– ¿Cuándo no hay problemas en la Northern Line?

Lynley sonrió.

– ¿Y bien?

– Gracias.

Barbara arrojó el bolso al asiento de atrás y subió. Lynley se puso al volante, pero no encendió el motor, sino que sacó algo del bolsillo de la chaqueta. Se lo dio.

Barbara lo miró con curiosidad. Era una tarjeta de registro del hotel Black Angel, no era una tarjeta en blanco, lo cual tal vez la habría inducido a pensar que le estaba ofreciendo unas vacaciones en Derbyshire. Contenía los datos personales de un tal M. R. Davidson, con domicilio en West Sussex, así como la marca y la matrícula del coche que lo había llevado hasta allí, un Audi.

– Vale -dijo Barbara-. No lo capto. ¿Qué es esto?

– Un recuerdo para usted.

– Ah. -Barbara supuso que ahora sí iba a arrancar. Pero Linley se limitó a esperar-. ¿Un recuerdo de qué?

– Hanken creía que el asesino se había hospedado en el hotel Black Angel la noche de los crímenes. Revisó las tarjetas de todos los huéspedes mediante la DVLA, para ver si alguno conducía un coche registrado a un nombre diferente del que había consignado en la tarjeta. Este era el único que no coincidía.

– Davidson -dijo Barbara mientras examinaba la tarjeta-. Ah, sí. Ya lo entiendo. Hijo de David. Así que Matthew King-Ryder se alojó en el Black Angel.

– No lejos del páramo, no lejos de Peak Forest, donde el cuchillo fue encontrado. No lejos de nada, en realidad.

– Y la DVLA demostró que el Audi estaba registrado a su nombre -concluyó Barbara-. Y no al de un tal M. R. Davidson.

– Los acontecimientos se precipitaron de tal modo ayer que no pudimos ver el informe de la DVLA hasta bien entrada la tarde. Los ordenadores de Buxton estaban colgados y la información tuvo que recabarse por teléfono, pero si no hubieran estado colgados… -Lynley miró por el parabrisas, suspiró y dijo con tono reflexivo-: Quiero creer que la culpa es de la tecnología, que si la información de la DVLA hubiera llegado a nuestras manos con la rapidez necesaria, Andy Maiden aún estaría vivo.

– ¿Qué? -susurró Barbara, estupefacta-. ¿Aún estaría vivo? ¿Qué le ha pasado?

Lynley se lo contó sin omitir ningún detalle. Él era así.

– Fue una decisión muy meditada por mi parte no hablar de la prostitución de Nicola cuando su madre estaba presente. Era lo que Andy quería, y yo se lo concedí. Pero si hubiera hecho lo que debía… -Hizo un gesto vago con la mano-. Dejé que mi aprecio por ese hombre se interpusiera en mi camino. Tomé la decisión equivocada, y como resultado Andy Maiden murió. Su sangre está tan indeleblemente adherida a mis manos como si yo hubiera utilizado la navaja.

– Se está castigando sin motivo -dijo Barbara-. No tuvo tiempo de pensar en la mejor forma de llevar las cosas cuando Nan Maiden interrumpió su entrevista.

– No. Yo intuía que ella sabía algo, o que al menos sospechaba que Andy había asesinado a su hija. Pero aun así no revelé la verdad sobre Nicola, porque no podía creer que él lo hubiese hecho.

– Y no lo había hecho -dijo Barbara-. Su decisión fue correcta.

– No creo que pueda separarse la decisión del resultado -repuso Lynley-. Antes lo pensaba, pero ahora no. El resultado existe debido a la decisión. Y si el resultado es una muerte innecesaria, la decisión fue equivocada. No podemos manipular los hechos, por más que lo deseemos.

A Barbara le sonó como una conclusión y se abrochó el cinturón de seguridad. Pero Lynley volvió a hablar.

– Usted tomó la decisión correcta, Barbara.

– Sí, pero tenía una ventaja sobre usted. Había hablado personalmente con Cilla Thompson. Usted no. Y también con King-Ryder. Y cuando vi que había comprado uno de aquellos repugnantes cuadros, me fue fácil llegar a la conclusión de que era nuestro hombre.

– No estoy hablando de este caso -dijo Lynley-. Estoy hablando de Essex.

– Oh. -Barbara se sintió muy pequeña de repente-. Eso. Essex.

– Sí, Essex. He intentado separar la decisión que tomó aquel día de su resultado. Sigo insistiendo en que la niña igualmente se hubiese salvado si usted no hubiera intervenido, pero no podía permitirse el lujo de efectuar cálculos sobre la distancia de la lancha a la niña y de la rapidez de alguien para arrojarle un salvavidas, ¿verdad, Barbara? Tenía un instante para decidir qué debía hacer. Y gracias a la decisión que tomó, la niña se salvó. Sin embargo yo, pese a las muchas horas que tuve para pensar en Andy Maiden y su mujer, tomé la decisión equivocada. Su muerte pesa sobre mi espalda. La vida de la niña sobre la suya. Puede examinar ambas situaciones como le dé la gana, pero sé de qué resultado me gustaría ser responsable.

Barbara apartó la vista en dirección a la casa. No sabía muy bien qué decir. Quería decirle que había esperado días y noches el momento en que él diría que comprendía y aprobaba su comportamiento en Essex, pero ahora que el momento había llegado por fin, descubrió que era incapaz de pronunciar las palabras.

– Gracias, inspector -murmuró-. Gracias. -Tragó saliva.

– ¡Barbara! ¡Barbara! -El grito llegó desde la zona embaldosada delante del piso de la planta baja. Hadiyyah estaba sobre el banco de madera que había delante de las puertaventanas del piso en que vivían con su padre-. ¡Mira, Barbara! -graznó, y bailó una jiga-. ¡Tengo zapatos nuevos! Papá ha dicho que no debía esperar hasta el día de Guy Fawkes. ¡Mira! ¡Mira! ¡Tengo zapatos nuevos!

Barbara bajó la ventanilla.

– Estupendo -gritó-. Estás preciosa, nena.

La niña giró y rió.

– ¿Quién es? -preguntó Lynley.

– La niña en cuestión -contestó Barbara-. Veámonos, inspector. O llegaremos tarde al trabajo.

AGRADECIMIENTOS

Quienes conozcan Derbyshire y el distrito de los Picos darán fe de que Calder Moor no existe. Pido perdón por las libertades que me he tomado al adaptar el paisaje a las necesidades de mi historia.

Dedico mi más sincera gratitud a las personas que me ayudaron en Inglaterra durante mis investigaciones para escribir esta novela. Sin ellas no habría podido llevar a cabo el proyecto. En el norte, doy las gracias al inspector David Barlow, de Ripley, y a Paul Rennie, de los Servicios de Actividades al Aire Libre de Disley, por informarme sobre Rescate de Montaña; a Clare Lowery, del laboratorio forense de la policía científica de Birmingham, por un curso acelerado sobre botánica forense; a Russell Jackson, de Haddon Hall, por permitirme contemplar las interioridades de una joya arquitectónica del siglo xiv. En el sur, doy las gracias al inspector jefe Pip Lane, de Cambridge, por su colaboración a la hora de enriquecer mis conocimientos sobre todos los aspectos de la policía, desde el Servicio de Información sobre Denuncias Criminales hasta las órdenes judiciales de registro; a James Mott, en Londres, por la información sobre la facultad de derecho de Londres; a Tim y Pauline East, de Kent, por información y demostraciones sobre el tiro con arco moderno; a Tom Foy, de Kent, por su lección sobre la fabricación de flechas y su aguda comprensión del crimen relatado en la novela; y a Bettina Jamani, de Londres, por las habilidades detectivescas más extraordinarias que he tenido ocasión de conocer. También quisiera dar las gracias a mi editor de Hodder & Stoughton, Sue Fletcher, por el entusiasmo con que abrazó un proyecto ambientado en su patio trasero, y por prestarme a Bettina Jamani siempre que la necesitaba. Deseo extender mi gratitud a Stephanie Cabot, de la agencia William Morris, por haberse pateado las sex shops del Soho conmigo.

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