Elizabeth George - Tres Hermanos

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Ness, Joel y Toby afrontan un nuevo cambio en sus vidas. Su excéntrica abuela, dispuesta a eludir sus responsabilidades, decide abandonarlos frente a la puerta de la casa de su hija, la tía de los niños, que vive en la periferia marginal de Londres. La vida de los tres hermanos no ha sido fácil hasta ese momento, y no lo será a partir de ahora. Ness es una adolescente desagradable que juguetea con las drogas y con la delincuencia. El más pequeño, Toby, es un niño con problemas de aprendizaje y que vive anclado en la dependencia que siente por su hermano Joel, un poco mayor que él y que parece asumir la responsabilidad de mantener unida a su extraña familia. Tal ambiente, como prueba la autora del libro, enmarca el camino que se ha de desandar para hallar el origen del mal, para encontrar el principio casi invisible de sucesos terribles que un día coparán las primeras páginas de los periódicos. En su momento, el asesinato de Helen Lynley ocupará la atención de todos, pero ¿cuál fue el verdadero origen del crimen?
La presente novela, desde un planteamiento original y arriesgado que la autora resuelve con maestría, propone la «deconstrucción» de un asesinato. Elizabeth George plantea que al revés no interesa tanto qué pasará tras el asesinato, pues éste es el punto final del libro; lo que se ha de buscar es el origen, lo que se ha de averiguar es aquello que provocó que alguien disparara a una mujer de buena posición en un callejón de un barrio de Londres. Ahí, en el principio, se esconde siempre la explicación del trauma que arrastra el inspector Lynley, protagonista de la serie.

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Levantó la cabeza, al oír algo, y tal vez ese algo fueran unos desconocidos que se aproximaban, aunque obviamente no sabía que eran unos desconocidos y que el peligro acechaba:

– No encuentro las dichosas llaves. Como siempre, no tengo remedio. Tendremos que usar las de Tommy si… -Vio a Joel y a Cal y se sobresaltó. A continuación, soltó una carcajada suave y afectada-. Señor -dijo-. Lo siento. Me habéis asustado. -Y luego, con una sonrisa, añadió-: Hola. ¿Puedo ayudaros? ¿Os habéis perdido? ¿Necesitáis…?

– Ahora -dijo Cal.

Joel se quedó paralizado. No podía hacer nada. Decir nada. Moverse. Hablar. Susurrar. Gritar. Era muy hermosa. Tenía los ojos oscuros y cálidos. Tenía una cara amable. Tenía una sonrisa tierna. Tenía la piel suave y sus labios parecían suaves. Miró a Cal y luego a él, y otra vez a Cal y luego a él, y ni siquiera vio lo que llevaba en la mano. Por lo tanto, no sabía lo que estaba a punto de pasar. Así que Joel no pudo. Ni aquí ni ahora ni nunca, pasara lo que le pasara a él o a su familia como consecuencia.

– Mierda. Mierda -murmuró Cal, y luego-: Joder, tío, hazlo, coño.

Fue entonces cuando la mujer vio el arma. Miró de la pistola a Joel. Miró de Joel a Cal. Palideció mientras el arma cambiaba de manos cuando la cogió Cal.

– Oh, Dios mío -dijo, dirigiéndose hacia la puerta.

Fue entonces cuando Cal disparó.

Disparó, pensó Joel. Apretó el gatillo. Ni una palabra sobre entregarle el bolso. Ni una palabra sobre el dinero, los pendientes, el diamante. Sólo el sonido único de un único disparo, que resonó entre las casas altas a cada lado de la calle mientras la mujer se desplomaba entre sus compras y decía: «Oh». Luego se quedó callada.

El propio Joel profirió un grito ahogado, pero eso fue todo, porque Cal lo agarró y los dos salieron corriendo. No volvieron por donde habían venido, pues, sin hablar, discutir o elaborar un plan, los dos sabían que la mujer pelirroja había llevado el coche hacia allí y, sin duda, aparecería por las caballerizas de un momento a otro y los vería. Así que corrieron hacia otra esquina de la calle y la doblaron. Pero Cal dijo:

– ¡Mierda! ¡Joder! ¡Mierda! -Porque caminando hacia ellos a lo lejos había una anciana paseando a su corgi renqueante.

Cal se metió deprisa en una abertura a la izquierda. Resultó ser una caballeriza. La siguió, pues describía una curva pronunciada a la derecha, donde había una hilera de casas. Pero era una calle sin salida. Estaban atrapados, como ciegos perdidos en un laberinto.

– ¿Qué vamos a…? -empezó a preguntar Joel, aterrorizado, pero no logró decir más porque Cal lo empujó hacia el camino que acababan de dejar.

Justo antes de la curva pronunciada de las caballerizas, un muro alto de ladrillo señalaba el límite del jardín de una casa de otra calle. Ni siquiera a toda velocidad y alentados por el terror de ser vistos o atrapados, podrían haber esperado saltar la pared. Pero, afortunadamente, un Range Rover -tan comunes en esta parte de la ciudad- aparcado junto al muro proporcionó a Cal y a Joel lo que necesitaban. Cal saltó al capó y de allí subió a lo alto de la pared. Joel le siguió, mientras Cal se dejaba caer al otro lado.

Aterrizaron en un jardín agradablemente abandonado y se dirigieron a la otra punta. Atravesaron un seto bajo y tiraron una pila para pájaros; era de cobre y estaba vacía. Se encontraron de frente con otro muro de ladrillo. Éste no era tan alto como el primero. Cal pudo subirse a él con facilidad. Joel tuvo más problemas. Lo intentó una vez, luego otra.

– ¡Cal! ¡Cal! -dijo, y el artista extendió la mano, lo agarró del anorak y lo aupó.

Un segundo jardín muy parecido al primero. Una casa a la izquierda con ventanas tapadas. Un sendero de ladrillos que cruzaba el césped conducía a una pared. Una mesa y unas sillas debajo de un cenador. Un triciclo al lado.

Cal saltó al muro lejano. Se agarró a él. Cayó. Volvió a saltar. Joel lo cogió de las piernas y lo empujó hacia arriba. Cal se dio la vuelta y tiró de Joel. El chico apoyó los pies en la pared, pero no logró auparse. Se oyó el sonido de su anorak desgarrándose y soltó un grito de pánico. Empezó a deslizarse hacia abajo. Cal volvió a cogerle, por donde pudo. Brazo, hombros, cabeza. Le dio un golpe al gorro de punto de Joel y lo tiró al suelo, al jardín del que venían.

– ¡Cal! -gritó Joel.

Cal le levantó.

– Da igual -murmuró.

Dejaron el gorro ahí.

No dijeron nada más porque no hacía falta. Lo único que necesitaban era escapar. No había tiempo para que Joel cuestionara lo que había sucedido. Sólo pensó: «La pistola se ha disparado, se ha disparado y punto», e intentó no pensar en nada más. Ni en la cara de la mujer ni en su único «Oh»; tampoco en la imagen, ni en el sonido ni, evidentemente, en lo que sabía. Su expresión había pasado de sobresaltada a amable y agradable, y después a aterrada. Todo en menos de quince segundos, todo en el tiempo que tardó en ver, en darse cuenta y en intentar escapar.

Y luego estaba el arma. La bala del arma. El olor y el sonido. El fogonazo de la pistola y el cuerpo cayendo. Al desplomarse sobre las bolsas, la mujer se había golpeado la cabeza contra la verja de hierro forjado que recorría el peldaño superior a cuadros blancos y negros. Era rica, muy rica. Tenía que ser rica. Tenía un coche elegante en un barrio elegante lleno de casas elegantes, y le habían pegado un tiro, un tiro, un tiro a una señora blanca rica -elegante hasta la médula- junto a la puerta de su casa.

Otro jardín apareció delante de ellos: parecía un huerto en miniatura. Lo cruzaron a toda velocidad, hacia el lado opuesto, donde otro jardín constituía un tormento de arbustos, setos, matas y árboles que habían dejado crecer salvajemente. Delante de él, Joel vio a Cal, que se subía al siguiente muro. Arriba, movió el brazo frenéticamente para que el chico se diera más prisa. Joel respiraba con dificultad y notaba el pecho agarrotado. Tenía la cara empapada. Se pasó el brazo por la frente.

– No puedo… -dijo.

– No me jodas. Vamos, tío. Tenemos que largarnos de aquí.

Así que saltaron y cruzaron tambaleándose el jardín número cinco, donde descansaron un momento, jadeando. Joel se quedó escuchando, para ver si oía el sonido de sirenas, gritos, chillidos, o lo que fuera, procedentes del lugar del que se alejaban, pero todo estaba en silencio, lo que parecía buena señal.

– ¿La Poli? -preguntó, respirando entrecortadamente.

– Oh, ya vendrá. -Cal se apartó del muro y retrocedió un paso. Subió. Una pierna a un lado; la otra, al otro. Luego miró el siguiente jardín y pronunció una sola palabra-: Mierda.

– ¿Qué? -preguntó Joel.

Cal lo aupó. Joel se sentó a horcajadas en el muro. Vio que habían llegado al final de la hilera. Era el último jardín, pero no tenía un muro que al otro lado diera a una calle o a una caballeriza, sino que una inmensa pared externa de un edificio viejo y grande -de ladrillo, como todo lo que se habían encontrado- servía como límite lejano para este último jardín. La única forma de entrar o salir del césped y de los arbustos era a través de la casa a la que pertenecía.

Joel y Cal saltaron abajo. Dedicaron un momento a evaluar los alrededores. Las ventanas de la casa tenían barrotes de seguridad, pero unos estaban apartados a un lado, lo que sugería negligencia o que alguien estaba en casa. No importaba. No tenían alternativa. Cal fue primero. Joel le siguió.

En una terraza, que estaba delante de la puerta trasera, había un grupo de plantas, matas frondosas en macetas de arcilla cubiertas de líquenes. Cal cogió una y avanzó hacia la ventana sin barrotes. La lanzó, metió la mano dentro, entre los cristales rotos, y abrió un pestillo insignificante. Saltó dentro. Joel le siguió. Se encontraron en una especie de despacho doméstico. Aterrizaron en el escritorio, donde volcaron el terminal de un ordenador que ya estaba cubierto de tierra, cristales rotos y la mayoría de las matas que habían caído del tiesto.

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