Elizabeth George - Tres Hermanos

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Ness, Joel y Toby afrontan un nuevo cambio en sus vidas. Su excéntrica abuela, dispuesta a eludir sus responsabilidades, decide abandonarlos frente a la puerta de la casa de su hija, la tía de los niños, que vive en la periferia marginal de Londres. La vida de los tres hermanos no ha sido fácil hasta ese momento, y no lo será a partir de ahora. Ness es una adolescente desagradable que juguetea con las drogas y con la delincuencia. El más pequeño, Toby, es un niño con problemas de aprendizaje y que vive anclado en la dependencia que siente por su hermano Joel, un poco mayor que él y que parece asumir la responsabilidad de mantener unida a su extraña familia. Tal ambiente, como prueba la autora del libro, enmarca el camino que se ha de desandar para hallar el origen del mal, para encontrar el principio casi invisible de sucesos terribles que un día coparán las primeras páginas de los periódicos. En su momento, el asesinato de Helen Lynley ocupará la atención de todos, pero ¿cuál fue el verdadero origen del crimen?
La presente novela, desde un planteamiento original y arriesgado que la autora resuelve con maestría, propone la «deconstrucción» de un asesinato. Elizabeth George plantea que al revés no interesa tanto qué pasará tras el asesinato, pues éste es el punto final del libro; lo que se ha de buscar es el origen, lo que se ha de averiguar es aquello que provocó que alguien disparara a una mujer de buena posición en un callejón de un barrio de Londres. Ahí, en el principio, se esconde siempre la explicación del trauma que arrastra el inspector Lynley, protagonista de la serie.

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Y si ahora quería todo eso -el paquete completo, representado por la «presencia de un hombre» en su casa-, ¿era verdad que el deseo nacía más del pánico y el miedo que del amor verdadero? No era una pregunta que pudiera formularse ni que pudiera contestar ahora. Se vio reducida a observar mientras Dix metía sus cosas de cualquier manera en la bolsa de deporte. Se transformó en la clase de mujer que se retuerce las manos que habría despreciado si no fuera ella, una mujer que seguía a su hombre de la habitación al baño y le observaba -como si observara a los servicios de emergencia sacar un cadáver de un coche accidentado- mientras recogía los utensilios de afeitar y todas las lociones y aceites que utilizaba para mantener su cuerpo suave y brillante para las competiciones.

Cuando se dio la vuelta hacia Kendra, miró detrás de ella. Joel había salido del segundo cuarto, Toby justo detrás de él. Dix miró a los chicos, pero luego bajó la mirada, pues tenía que ocuparse de la bolsa de deporte. Cerró la cremallera. El sonido fue distinto a cuando la había abierto: ahora estaba llena, repleta hasta las costuras, pesada pero no tanto como para que un hombre con su fuerza tuviera problemas para llevarla. Se la colgó al hombro.

– Cuida de todo, chaval -le dijo a Joel-. Procura cuidar a Ken.

– Sí -dijo Joel. Su voz era apagada.

– Esto no es por ti, colega -le dijo Dix-. ¿Lo tienes claro? Es por todo, tío. Mucha mierda que no comprendes. Recuérdalo. No es por ti. Es por todo.

* * *

Y eso fue precisamente lo que recayó sobre los hombros de Joel en cuanto Dix D'Court los dejó: todo. Para funcionar, los hogares necesitaban estar dirigidos por un hombre y él era el único hombre que había para mantener a salvo a Toby y sacar a Ness del lío en el que se había metido.

Que este último reto fuera insalvable era algo que Joel no pensaba plantearse. «Intentó matarle», le dijo Hibah, ferozmente, cuando sus caminos se cruzaron cerca de Trellick Tower. «Yo estaba allí. Y también la mujer del centro infantil. Y unos veinte niños, quizá. Un cuchillo más grande y le habría matado. Esta loca, la tía esa. Lo va a pagar. La han encerrado y espero que tiren la llave.»

La esperanza descansaba en que Ness estuviera encerrada. Porque estar encerrada significaba la Policía, la Policía significaba la comisaría de Harrow Road, y la comisaría de Harrow Road significaba que aún existía una posibilidad de que lo que parecía ser parte del futuro de Ness no tuviera que ocurrir de forma necesaria. Aún había una forma de sacar a su hermana del atolladero, y Joel tenía acceso a ella.

De modo que vio el camino que debía tomar: uno que implicaba convertirse en un hombre del Cuchilla. Nada de simples tratos temporales para obtener un favor, sino un compromiso absoluto: demostrar formalmente al Cuchilla, de un modo que no dejara ni una sombra de duda en la mente de nadie, de a quién era leal Joel Campbell. Eso implicaba que debía esperar a que lo llamaran para actuar, lo que no fue fácil.

Cuando llegó el día, salía del colegio Holland Park y encontró a Cal Hancock esperándolo al final de Airlie Gardens, en la ruta que tomaría para coger el autobús. Estaba apoyado en el asiento de una motocicleta Triumph negra como el carbón, que, por un momento, Joel pensó que era suya. Iba muy abrigado para protegerse del húmedo frío de febrero; de los pies a la cabeza, su ropa combinaba con la Triumph: gorro de punto negro, chaquetón negro cerrado hasta el cuello, guantes negros, vaqueros negros, botas negras de suela gruesa. Su expresión era sombría, no estaba suavizada por la marihuana ni matizada por nada más. Eso y la vestimenta -tan distinta de arriba abajo, tan oculta de arriba abajo- le dijeron a Joel que por fin había llegado el momento.

– Andando, tío -dijo Cal. No dijo: «Es la hora»; ni, sin duda, tampoco: «Coge la pipa», porque Joel había recibido la orden de llevar el arma encima a todas horas, y la había obedecido a pesar del riesgo que corría.

– Primero tengo que ir a recoger a Toby al colegio, Cal -dijo automáticamente.

– No. Lo que tienes que hacer es venir conmigo.

– No sabe volver a casa solo, tío.

– No es problema mío y tuyo tampoco, seguro. Puede esperar allí. De todos modos, lo que vas a hacer no te llevará mucho tiempo.

– De acuerdo -dijo Joel, e intentó parecer sereno. Pero el miedo acudió a las palmas de sus manos, donde tuvo la sensación de que le colocaban trocitos de hielo.

– Dame la pipa -le dijo Cal.

Joel dejó la mochila en la acera. Miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie observaba el intercambio que iba a producirse, y cuando vio que no, desabrochó las hebillas y metió la mano hasta el fondo de la bolsa donde estaba la pistola, enrollada en una toalla. Cal la desenvolvió, comprobó el arma y luego la guardó en el bolsillo de su chaqueta. Tiró la toalla al suelo y dijo:

– Vamos. -Se puso a caminar calle arriba, en dirección a Holland Park Avenue.

– ¿Adónde? -dijo Joel.

– No tienes que preocuparte por adónde vamos -dijo Cal volviendo la cabeza.

Llevó a Joel calle arriba. Cuando llegaron a Holland Park Avenue, giró hacia el este. Iban en dirección a Portobello Road, pero en la esquina donde habrían girado para llegar allí, Cal no giró, sino que siguió recto. Joel caminó detrás de él hasta la estación de metro de Notting Hill, donde bajó las escaleras y recorrió el túnel hasta el vestíbulo donde se vendían los billetes. Compró dos en una máquina. Eran de ida y vuelta. Sin mirar a Joel, Cal se dirigió a los torniquetes que los llevarían a los trenes.

– Eh, tío. Espera -dijo Joel. Y cuando Cal no le esperó, sino que simplemente siguió avanzando sin detenerse, Joel lo alcanzó y dijo lacónicamente-: No voy a hacer nada en un metro. Ni de coña, tío.

– Lo harás donde te diga, tío -dijo Cal, que metió un billete en la rendija del torniquete, empujó a Joel para que pasara y luego le siguió.

Si no lo hubiera deducido antes, Joel habría entendido entonces que estaba con un Cal Hancock que no conocía. Ya no era el tipo tranquilo, colocado, que montaba guardia con indiferencia mientras el Cuchilla se tiraba a Arissa. Era el tío al que otros tíos veían cuando se pasaban de la raya. Sin duda, el Cuchilla también había escarmentado a Cal después del fracaso con la mujer pakistaní en Portobello Road. «O esta vez lo hace bien o me encargaré de ti, Calvin», le habría dicho el Cuchilla.

– Tío, ¿por qué sigues con él? -dijo Joel.

Cal no dijo nada. Simplemente caminó por los túneles hasta que salieron al andén repleto de trabajadores, compradores y colegiales que volvían a casa.

Cuando por fin se subieron al tren, Joel no tenía ni idea de en qué dirección viajaban. No había prestado atención a los carteles a la entrada del andén y no había leído el destino que parpadeaba en la parte delantera del tren cuando éste entró rugiendo en la estación, arrojó a los pasajeros y esperó a que embarcaran otros.

Se sentaron delante de una madre adolescente embarazada, que llevaba un bebé en un cochecito y cuidaba de un niño que no paraba de intentar subir por una de las barras del vagón. La chica no parecía mayor que Ness: su rostro carecía de expresión.

– No eres como él, tío -dijo Joel-. Puedes seguir tu propio camino si quieres.

– Cállate -dijo Cal.

Joel observó cómo el niño intentaba subir por la barra. El tren arrancó de la estación con una sacudida, el niño se cayó y pegó un grito, y su madre no le hizo ni caso. Joel insistió.

– Joder, colega. No te entiendo, Cal. Si esto sale mal -sea lo que sea-, nos hundimos los dos. Tienes que saberlo, ¿así que por qué no le has dicho al señor Stanley Hynds que se encargue él mismo de su trabajo sucio?

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