Sara Paretsky - Medicina amarga
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De la multitud surgieron risas. Me marché entre una marea de preguntas, miré por encima del hombro para ver a Dick luchando por mantener su autocontrol, y me dirigí a mi coche. Miré a mi alrededor a ver si veía a Rawlings, pero había desaparecido en la confusión.
Dick terminó rápidamente con la conferencia de prensa después de aquello. Metió a Humphries en el Mercedes. Se marcharon hacia el norte por la autovía. Tuve que forzar al Chevy hasta el máximo de su potencia para mantenerme a la par de su veloz deportivo. Cuando llegamos a la Kennedy, se dirigió hacia O'Hare y aumentó la velocidad, sorteando el tráfico. Era casi de noche ya, con lo cual resultaba difícil seguirles. Sólo la forma característica de las luces traseras del deportivo me ayudaba a no perderles de vista.
Cuando nos metimos por la autopista, y pasamos de largo el aeropuerto, me di cuenta de que un Buick Le Sabre marrón se había convertido en mi acompañante permanente. Se mantuvo detrás de mí hasta que deposité mis cuarenta centavos en la cabina de peaje, y luego me adelantó. Fue junto al Mercedes durante unas cuantas millas, lo adelantó cerca de Algonquin Road; luego volvió a situarse detrás de mí y allí siguió.
Íbamos a unas setenta millas por hora. Mi cochecito vibraba. Si me hubiese detenido de repente, el Buick me hubiera pasado por encima. Me sudaban las manos sobre el volante.
Dick cogió la salida I-290 sin darle al intermitente. Yo viré a la derecha, sentí cómo las ruedas se despegaban ligeramente del suelo al girar, vi cómo el Buick adelantaba a dos coches, que pitaron y frenaron, para poder seguir detrás de mí, y recuperé milagrosamente el control, alcanzando a las luces traseras del Mercedes una media milla más allá.
Di unos golpecitos en el volante.
– Vamos chico. Enséñale a ese cabeza cuadrada lo que puede hacer un yanqui. Vamos, nene. Que tú cuestes cuatro mil billetes menos no quiere decir que no seas igual de bueno.
El Chevy siguió vibrando, pero llegó a ochenta y salvó la distancia.
El Buick siguió detrás de mí durante una centena de yardas. Mi revólver estaba en la guantera, donde lo había guardado antes de ir al juicio. No se me ocurrió soltar una mano del volante para manipular la cerradura y cogerlo. No podía creerme que la policía de tráfico nos dejase seguir a aquella velocidad durante mucho tiempo.
Tenía el pelo empapado y las axilas goteando cuando redujimos la velocidad a cincuenta y cinco millas y giramos por la autovía del noroeste. A partir de aquí, el avance fue más tranquilo, interrumpido por los semáforos y con la policía circulando ostentosamente por allí. En una de las paradas, conseguí sacar la llave de la guantera del llavero. En la siguiente, la abrí, saqué rápidamente el revólver y me lo metí en el bolsillo de la chaqueta.
Humphries vivía en Barrington Hills, a unas buenas cincuenta millas de la Circunvalación. Gracias al modo de conducir de Dick, llegamos frente al camino de entrada de su casa en sólo setenta minutos tras haber abandonado el Tribunal de Justicia. Dick se metió por el camino; el Buick y yo seguimos. Tan pronto como el Mercedes desapareció, el Buick aceleró bruscamente y me adelantó, desapareciendo carretera adelante.
Me detuve en el arcén y me quedé allí con la cabeza apoyada en el volante y los brazos temblando. Necesitaba comer. Habían pasado más de doce horas desde que comí por última vez, y durante el intervalo de tiempo que pasó, había utilizado todo el azúcar de mi sangre. Si tuviera un socio, le habría mandado a por algo de comer mientras yo seguía vigilando. Pero como no era así, tendría que arriesgarme. Deshice el camino hasta que llegué a un sitio en el que había unos bares. Me tomé una hamburguesa doble, un batido de chocolate y patatas fritas. Cuando acabé, estaba lista para irme a la cama, no para entrar en acción.
– Cuando el deber susurra «debes hacerlo», la juventud contesta «lo haré» -me susurré a mí misma para animarme, volviendo a encaminarme a la casa de Humphries.
Tenía un terreno de unos dos o tres acres. Escondida a lo lejos tras los árboles, la casa sólo se podía ver parcialmente desde la carretera. En la oscuridad, yo no veía más que la fachada de piedra caliza, con un foco que la alumbraba. Me acerqué, sin saber muy bien qué es lo que esperaba encontrar.
Me recosté en mi asiento y cerré los ojos durante un instante. Cuando los abrí, fue porque un par de luces me dieron en los ojos: el Buick, que volvía por la carretera. Estaba completamente oscuro, no había luces en la calle. Estaba fría y tenía los músculos anquilosados; me costó trabajo hacer girar al Chevy y alcanzar al Buick antes de que enfilase hacia la carretera principal.
Llevábamos recorridas varias millas cuando me di cuenta de que íbamos hacia el hospital. Disminuí la velocidad; no merecía la pena que me pusieran una multa si ya sabía a dónde íbamos, y tenía los brazos demasiado cansados como para disfrutar de otra competición automovilística del Grand Prix.
El reloj del salpicadero marcaba las doce cuando me metí en el aparcamiento de visitantes de Friendship. Mientras iba hacia la entrada, mantenía agarrado el revólver con una mano en el bolsillo, mirando entre las filas de coches para encontrar al Buick, pero sin verlo.
Los pasillos desiertos y luminosos me empezaban a resultar tan familiares como mi propia oficina. Casi me esperaba que el ordenanza se apoyase en la escoba para saludarme, o que las enfermeras que avanzaban por el pasillo quisieran hacerme alguna consulta sobre la salud de un paciente.
Nadie intentó hablar conmigo mientras caminaba hacia el ala administrativa. En aquella ocasión, la puerta exterior no estaba cerrada con llave. La abrí con cuidado, pero el pasillo que se extendía ante mí estaba vacío. Avancé por él despacio, intentando captar todos los sonidos, pero sin oír nada. El picaporte del despacho de Jackie también cedió cuando lo giré. No había ninguna luz encendida, pero las luces del aparcamiento iluminaban la habitación con suficiente claridad como para que pudiese distinguir los muebles. La puerta del despacho de Humphries rozaba el suelo; no podía decir si había alguien dentro o no.
Conteniendo la respiración, giré despacio el picaporte y empujé lo suficiente como para que la puerta se abriera un poco. No veía nada, pero podía oír. Una voz ronca hablaba.
– Lo que quiero saber, tío, es lo que le vas a contar a la policía. Me importa un carajo tu amigo el médico y lo que dijo. Pero mi informante dice, tío, que me estás acusando. Cuéntame.
Era Sergio. Hubiese reconocido su voz en cualquier parte. Debí haber llamado a la policía, pero iba a ser difícil que me hicieran caso, y más aún conseguir que vinieran sin armar escándalo. Con la otra mitad de mi mente intentaba averiguar por qué Humphries había venido al hospital a hablar con Sergio, en lugar de encontrarse con él en alguna carretera desierta. Y si era Sergio el del Buick, ¿por qué no me mató mientras estaba durmiendo sobre el volante de mi coche?
Humphries le contestaba.
– No sé quién es tú informante, ni por qué iba él a estar enterado del asunto. Pero puedo asegurarte de que a la policía no les he dicho nada. Me han soltado, como puedes ver.
– No he nacido ayer, tío. No te sueltan con una acusación de asesinato encima. Te sueltan si les dices a los polis lo que quieren oír. Y les encantaría oír que hay un hispano que va a cargar con la acusación, y además sueltan a un hombre de negocios blanco, rico. ¿Lo coges?
– Creo que hablaríamos mejor si me quitases ese cuchillo de la garganta.
Tuve que reconocérselo a Humphries: se mantenía muy sereno bajo semejante presión.
– Tenemos un problemilla, ¿sabes? -continuó-. Después de todo, fuiste tú el que mató a Malcolm Tregiere, no yo.
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