Sara Paretsky - Medicina amarga

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V. I. Warshawski, detective privado, intenta resolver una serie de asesinatos que comienzan con la extraña muerte de su amiga Consuelo y su bebé en una lujosa clínica, ¿Hubo negligencia? ¿Quién mató al joven médico negro que la atendía? Al mismo tiempo tiene que luchar con los problemas domésticos habituales: la dieta desordenada, los efectos del fanatismo religioso o la dura vida de Chicago.

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– Ya te dije que era un trabajo para la policía.

– Entonces, ¿qué intentabas demostrar yendo allí sola en lugar de decirle lo que sabías a la policía? A veces, Victoria, ¡eres imposible! -el acento vienés de Lotty apareció, como siempre que estaba preocupada.

– Sí, debes tener razón.

El ardor de mi cara se unía al temblor de mis hombros en un gran retumbar blanco de dolor. Retumbaba más fuerte cuando el coche saltaba un bache y luego disminuía un poco. Arriba y abajo. Como la vieja noria de Riverview.

Durante un momento me pareció que estaba en la noria de Riverview, pero no era verdad. Iba de camino al hospital. Mi madre estaba enferma. Podía estar muriéndose, pero papá y yo teníamos que ser valientes. Tras haber ganado el campeonato de baloncesto de la escuela estatal, las otras chicas del equipo y yo nos habíamos hecho con unas cuantas pintas de whisky. Nos lo bebimos todo entre las diez y nos pusimos malísimas. Ahora tenía que ir a ver a mi madre. Necesitaba que yo estuviese espabilada y alegre, no dolorida y con resaca.

– Supongo que yo también soy muy estúpida en ocasiones.

La voz cortante atravesó la niebla. Lotty. No era Gabriela. Era yo la que estaba herida, y me dolía.

– Tienes muy mala pinta. Sea lo que sea lo que te impulsó a ir sola, no es necesario que nos peleemos por ello esta noche. Vamos, Liebchen, de pie, muy bien. Apóyate en mí.

Me puse de pie lentamente, temblando sin poder evitarlo al sentir el aire cálido. Lotty dio una orden. Apareció una silla de ruedas. Me dejé caer en ella y me metieron dentro.

Dejé de intentar mantenerme despierta. Veía luces blancas a través de mis párpados drogados. Pinchazos en la cara; me estaban recomponiendo. Algo frío en la espalda. Los músculos se relajaban.

– ¿Viviré, doctor? -susurré.

– ¿Vivir? -una voz masculina me hizo eco en voz alta. Me desperté un poco más y le miré. Era un hombre mayor con cara arrugada y pelo gris-. Nunca estuvo usted en peligro de muerte, señorita Warshawski.

– No quería decir eso. Lo que quería saber… es si mi cara… ¿Tendrá muy mal aspecto?

Sacudió la cabeza.

– No se notará. Con tal de que evite el sol directo durante algunos meses y guarde una dieta saludable. Su novio podrá ver una débil línea cuando la bese, pero si está tan cerca, seguramente no estará mirando.

Sexista de mierda, dije, pero para mis adentros. No hay que morder la mano que te está cosiendo.

– Diré que le den de baja para pasar aquí el resto de la noche. Solamente para que descanse un poco en lugar de deambular por ahí en coche. La policía quiere hablar con usted, pero les he pedido que esperen hasta mañana.

Puede que no fuese tan malo después de todo. Le di las gracias por haberme remendado. Cuando miré a ver si estaba Lotty por allí, el me dijo que se había ido cuando decidieron que me quedase el resto de la noche. Me dejé llevar en un ascensor varios pisos más arriba, y a través de un vestíbulo a una habitación. Una enfermera me desvistió, me dio un camisón y me puso en la cama tan fácilmente como si yo fuera un niño, no una detective de más de sesenta kilos.

– Dígales que no me despierten mañana para tomarme la tensión -murmuré, y caí en un profundo sueño.

IX

Policía en la barbacoa

Con la ayuda de unas cuantas pastillas estuve durmiendo hasta las dos de la tarde del domingo. No podía creerlo cuando al fin me desperté: nadie me había molestado. La rutina inamovible del hospital me había ignorado. Es bueno tener amigos en los sitios adecuados.

Entró una doctora a las tres para comprobar cómo estaba. Me movió los brazos y las piernas e hizo brillar un oftalmoscopio junto a mis ojos.

– El doctor Pirwitz dejó instrucciones de que podía usted irse a su casa esta tarde si se sentía con ánimos.

¿El doctor Pirwitz? Supuse que sería el cirujano de pelo gris. No le pregunté su nombre mientras me recomponía.

– Bueno, me siento con ánimos.

Me dolía horriblemente la mandíbula y los hombros estaban tan rígidos que se me guiñaban los ojos cuando los movía. Pero mejorarían más rápido en la comodidad de mi propia casa que en el hospital.

Ella escribió algo en mi informe. Incluso si el paciente no dice más que «sí, me quiero ir», hay que dejar una huella indeleble en el informe.

– Muy bien. Ya está. Lleve este papel hasta el puesto de enfermeras y allí le darán el alta -me sonrió alegremente y se fue.

Salté de la cama y me moví como un zombi hasta el baño. Vestirme fue un proceso que me hizo tomar consciencia de la miríada de músculos que tenía en los brazos y en las piernas. ¿Quién habría podido pensar que teníamos tantos?

Me estaba poniendo los zapatos cuando apareció el señor Contreras dudando en la puerta. Traía agarrado un ramo de margaritas. Su cara se iluminó cuando vio que yo estaba vestida.

– Vine a la una, pero me dijeron que estabas durmiendo. ¡Oh, Dios mío, muñeca! ¿Te has visto la cara? Parece como si hubieras estado en una pelea de taberna. Bueno, ya mejorará. Te voy a llevar a casa y te pondré un bistec crudo. Hacía milagros cuando yo tenía un ojo a la funerala de joven.

No me había mirado la cara. De hecho, había evitado el espejo cuidadosamente cuando me lavé en el pequeño cuarto de baño.

– Le creo -dije de mal humor. Ya no pude resistirme a ir al espejo que estaba sobre el lavabo en la pared lateral. No había visto la artesanía de Sergio la noche anterior. Una línea oscura corría desde un poco más abajo de mi ojo izquierdo hasta la mandíbula. Grapas de plástico transparente lo mantenían todo unido. No parecía demasiado horrible por sí mismo. Era la hinchazón, en amarillos y púrpuras, y el ojo izquierdo inyectado en sangre lo que me hacía parecer a una esposa maltratada. Tiré del cuello de mi jersey y vi una línea similar, algo descolorida, que corría hasta la clavícula.

– El fin justifica los medios -dije pomposamente, no muy segura de si me refería a los medios de Sergio o a mi propia incursión precipitada en su territorio.

– No te preocupes, muñeca. Eso se te va a curar, vas a quedar como nueva. Ya lo verás… Te traje esto por si hubieran querido quedarse contigo un poco más -me tendió las margaritas.

– Puedo irme ya, así que me las llevaré a casa.

Me siguió por el vestíbulo con constantes comentarios acerca de sus peleas cuando era mecánico, cuando le rompieron la nariz, cuando perdió su colmillo izquierdo -se echó hacia atrás el labio con un índice rechoncho para enseñarme el hueco-; lo que le había dicho su esposa cuando volvió a casa borracho a las cuatro de la mañana con un ojo negro y el hombre que se lo había puesto así a remolque, cantando alegremente «Cuando unos ojos irlandeses sonríen».

El proceso de liberación fue lento. Intentando atraer clientes de pago entre un vecindario ruinoso, Beth Israel mantenía un alto nivel de profesionalidad en todos los aspectos. Al menos, eso decía Lotty siempre. La enfermera que comprobó las órdenes del médico y la recepcionista que procesó mi alta me trataron ambas con una sonriente cortesía muy diferente al modo en que lo hizo la señora Kirkland en Friendship. Me dieron unos antisépticos especiales y pomada, me dijeron que volviese al cabo de una semana para quitarme los puntos y se despidieron de mí.

Los Cubs estaban jugando contra los odiados Mets. Los de Chicago no pueden perdonarle a los de Nueva York la temporada del 69. Hacía un año, algún promotor idiota organizó un partido amistoso entre los Cubs y los Mets del 69 en Arizona. Ron Santo se negó a jugar. Era el único Cub auténtico del equipo. Este año fue aún peor, con Chicago jugando de forma mediocre y los Mets cayendo durante toda la temporada.

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