Sara Paretsky - Medicina amarga

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V. I. Warshawski, detective privado, intenta resolver una serie de asesinatos que comienzan con la extraña muerte de su amiga Consuelo y su bebé en una lujosa clínica, ¿Hubo negligencia? ¿Quién mató al joven médico negro que la atendía? Al mismo tiempo tiene que luchar con los problemas domésticos habituales: la dieta desordenada, los efectos del fanatismo religioso o la dura vida de Chicago.

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Cuando salté la última verja que me separaba de Washtenaw, tenía la boca seca y el corazón me latía demasiado deprisa. Sentía los pelos de la nuca erizarse contra el cuello de mi camisa. Rondé por la oscuridad del edificio abandonado que estaba al otro lado de la calle intentando localizar a los centinelas. Intentando controlar la sensación de debilidad que tenía en las rodillas. Venga, Warshawski, me susurré a mí misma, pesca o corta el cebo. Lo que importa en una pelea no es el tamaño del perro, sino el tamaño de la pelea para el perro.

Muy animada con estas cosas, salí de mi refugio a la calle, crucé entre los coches encaramados precariamente en viejas latas de zumos y llegué a la fachada de la tienda que tenía gruesas persianas. Nadie me disparó. Sin embargo, en la oscuridad sentía la presencia de numerosos Leones a mi alrededor.

Llamé rápidamente a la puerta de cristal. Se abrió en seguida, el ancho de una cadena. Apareció el cañón de un revólver. Claro. El ambiente teatral de las bandas, el alivio ante la aburrida vida sin alicientes de las calles.

– Soy V. I. Warshawski, presente como se me mandó, limpia de pensamiento, palabra y actos.

Sentí acercarse a alguien por detrás de mí y agarrarme. No pude permitirme seguir mis reflejos y dar una patada. Unas manos me cachearon con torpeza.

– Está limpia, tío -dijo el chico gangoso que estaba detrás de mí-. No he visto a nadie con ella.

La puerta se cerró para quitar la cadena, y se volvió a abrir. El portero me cogió del brazo y me guió a través de suelos desnudos en los que resonaban nuestros pasos contra las vacías paredes. Atravesamos una especie de pesada cortina que escondía una puerta. Mi escolta repiqueteó sobre la puerta una especie de clave y se oyó correr más cadenas.

Sergio Rodríguez estaba sentado al otro lado, esplendoroso. Llevaba una camisa de seda azul abierta hasta el cuarto botón y gran cantidad de cadenas doradas alrededor del cuello. Estaba reclinado en una silla de despacho de cuero negro, detrás de un tablero de caoba. La alfombra era espesa; el aire, refrescado por un acondicionador que estaba en la ventana, olía a marihuana. En un rincón había un aparato grande en el que se escuchaba muy alto una emisora hispana. Cuando yo entré, alguien bajó el volumen.

Había tres chicos con Sergio. Uno llevaba una camiseta que dejaba ver unos brazos llenos de tatuajes. En el brazo izquierdo tenía un pavo real cuyas elaboradas plumas de la cola debían esconder marcas de pinchazos. El segundo llevaba una camisa rosa de manga larga que se ceñía a su esbelto cuerpo como un leotardo. Tanto él como el Tatuaje llevaban revólveres bien a la vista. El tercero era Fabiano. Que yo viese, no iba armado.

– Apuesto a que no esperabas encontrarme aquí, puta -sonrió con suficiencia.

– ¿Qué hiciste? ¿Ir derecho a papi después de hablar conmigo? -le pregunté-. Tenías que tener mucho miedo de que Sergio te hiciese demasiadas preguntas acerca del coche.

Fabiano arremetió contra mí.

– ¡Puta! ¡Espera y verás! ¡Te voy a enseñar lo que es miedo! ¡Te voy a enseñar…!

– ¡Vale! -dijo Sergio con voz ronca-. Tranquilo. Yo dirijo la conversación esta noche… Bueno, Warshawski. Ha pasado mucho tiempo. Mucho tiempo desde que tú trabajabas para mí, ¿eh?

Fabiano se retiró hacia el fondo de la habitación. Camisa Rosa se fue con él, vigilándole un poco. Así que la banda tampoco se fiaba de Fabiano.

– Te ha ido muy bien, Sergio. Reuniones con concejales, reuniones con la Oficina para el Desarrollo de la Comunidad… Tu madre está muy orgullosa de ti -usaba un tono normal, sin expresar ni admiración ni reproche.

– Me va bien, gracias. Pero tú… tú no estás mejor de lo que estabas cuando te vi por última vez, Warshawski. He oído que sigues conduciendo un cacharro, que sigues viviendo sola. Tendrías que casarte, Warshawski. Que colocarte.

– ¡Sergio! Estoy conmovida. ¡Después de tantos años! Y yo que creía que no te importaba nada…

El sonrió, la misma sonrisa imponente, angelical, que me había deslumbrado hacía diez años. Así había conseguido que le redujesen la sentencia.

– Oh, yo ahora soy un hombre casado, Warshawski. Tengo una mujer muy mona, un bebé, una buena casa, buenos coches. ¿Y tú?

– Por lo menos, no tengo a Fabiano. ¿Es uno de los tuyos?

Sergio movió un brazo con pereza.

– Hace algunos recados de vez en cuando. ¿Por qué estás picada con él?

– No estoy picada con él. Estoy llena de admiración por su estilo, y de simpatía por su dolor.

Me volví para coger una silla plegable. Sólo Sergio tenía derecho a estar cómodo. Vi a Fabiano haciendo un gesto de furia y a Camisa Rosa ponerle una mano encima para calmarlo. Acerqué la silla al escritorio y me senté.

– Me gustaría estar segura de que no desahogó su dolor golpeando a Malcolm Tregiere hasta sacarle el cerebro.

– ¿Malcolm Tregiere? El nombre me resulta familiar… -Sergio chasqueó su lengua como un sommelier intentando localizar una añada escurridiza.

– Un médico. Le mataron en la parte alta hace un par de días. Atendió a la novia y al bebé de Fabiano el martes pasado, antes de que muriesen.

– ¡Un médico! Ah, sí, ahora recuerdo. Un negro. Alguien entró en su apartamento, ¿no?

– Sí. No sabrás quién fue, por casualidad, ¿verdad?

Sacudió la cabeza.

– Yo no, Warshawski. No sé nada de eso. Un médico negro que se ocupe de sus asuntos no tiene nada que ver con mis asuntos.

Aquello sonaba definitivo. Me volví y miré hacia los otros tres. Tatuaje se estaba frotando las plumas del brazo izquierdo.

Camisa Rosa miraba vagamente al aire. Fabiano sonreía con afectación.

Volví mi silla hacia un lado para poder ver a los cuatro.

– Fabiano no está de acuerdo. Cree que tú sabes mucho del asunto. ¿Verdad, Fabiano?

El saltó de la pared.

– ¡Hija de puta! Yo no le he dicho nada, Sergio. Nada de nada.

– ¿Nada de qué? -pregunté.

Sergio se encogió de hombros.

– De nada, Warshawski. Tienes que aprender a meterte en tus asuntos. Hace diez años tenía que bajarme los pantalones delante de ti. Ahora eso se acabó. Tengo un abogado de verdad, uno que no se porta como si yo fuera un gusano o algo así cuando necesito ayuda, no una titi que tiene que trabajar porque no puede conseguirse un marido.

Durante un instante me sorprendió. No por lo del marido, sino por lo del gusano. ¿Trataba yo así a mis clientes? ¿O sólo a Sergio, que había apaleado a un anciano de mala manera y lloriqueaba cuando yo quería hablarle del asunto en lugar de intentar ligármelo?

Estaba aturdida y no vi acercarse a Tatuaje hasta un segundo antes de que me golpeara. Me caí rodando de la silla hacia sus piernas, lanzándole de un golpe contra el escritorio. Seguí rodando. Camisa Rosa se lanzó sobre mí, intentando agarrarme los brazos. Le di una patada en la espinilla. El gruñó, cayó hacia atrás e intentó golpearme esta vez. Recibí el golpe en el brazo, me acerqué y le di un rodillazo en el abdomen.

Tatuaje estaba detrás de mí, agarrándome por los hombros. Me relajé en sus manos, me volví a medias y le metí el codo en las costillas. Me soltó lo suficiente como para que yo pudiese escapar, pero Sergio se había unido a la pelea. Gritó algo a Camisa Rosa, que me sujetó por la muñeca izquierda. Sergio me cogió por la cintura y yo me caí torpemente, y él aterrizó encima.

Fabiano, que no había hecho nada durante la corta lucha, me dio una patada en la cabeza. Era un simple gesto: no podía golpear muy fuerte sin darle a Sergio. Sergio me ató las manos a la espalda y se puso de pie.

– Dale la vuelta.

Vi los tatuajes en primer plano y luego miré hacia arriba, hacia la deslumbrante sonrisa de Sergio.

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