Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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Cuando la imagen se fue fundiendo para dar paso a la publicidad, Morrell apagó el televisor. Don se frotaba las manos.

– Esta mujer da para un libro: uno de seis cifras. Seré un héroe en París y en Nueva York si lo consigo antes que Bertelsmann o Rupert Murdoch. Si ella es de verdad una… ¿A ti qué te parece?

– ¿Te acuerdas del chamán que conocimos en Escuintla? -le preguntó Morrell a Don-. Tenía esa misma expresión en los ojos. Como si estuviera viendo los secretos más íntimos de tu pensamiento.

– Sí -contestó Don con un estremecimiento-. ¡Qué viaje tan horrible! Nos pasamos dieciocho horas debajo de una cochiquera esperando que llegara el ejército. En ese momento fue cuando decidí que sería más feliz trabajando a tiempo completo para Envision Press y dejando que fueran otros los que se cubrieran de gloria. Eso es para tipos como tú, Morrell. Por decirlo de alguna manera: ¿crees que esa Rhea Wiell es una charlatana?

Morrell abrió las manos.

– No sé nada sobre ella, pero no me cabe la menor duda de que cree en sí misma, ¿no?

Bostecé.

– Estoy demasiado cansada como para formarme una opinión, pero creo que no será difícil averiguar qué títulos tiene mañana por la mañana -les dije.

Logré ponerme de pie, pero las piernas me pesaban como el plomo. Morrell me dijo que vendría a acostarse en unos minutos.

– Antes de que Don se entusiasme demasiado con su nuevo libro, quisiera repasar con él algunas cosas mías.

– En ese caso, Morrell, salgamos fuera. No voy a mantener un duelo contigo sobre unos contratos sin mi dosis de nicotina.

No sé hasta qué hora se quedarían allí sentados, pues casi antes de que se cerrara la puerta que da al porche yo ya estaba dormida.

Capítulo 5

Olfateando un rastro

A la mañana siguiente, cuando volví de correr, Don estaba en el mismo lugar en el que lo había dejado la noche anterior: en el porche de atrás, fumándose un cigarrillo. Hasta seguía llevando los mismos vaqueros y la misma camiseta verde arrugada.

– Tienes un aspecto terriblemente saludable. Me entran ganas de fumar aún más en defensa propia -dijo dando una última calada y, después, aplastó la colilla en un cacharro de cerámica roto que Morrell le había dado-. Morrell me ha dicho que tú pondrías el chisme del café; supongo que ya sabes que él se ha ido al centro a ver a no sé quién del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Ya lo sabía. Morrell se había levantado a las seis y media, al mismo tiempo que yo. Según se iba acercando el día de su partida, iba dejando de dormir como es debido. Aquella noche me había despertado un par de veces y me lo había encontrado con la mirada clavada en el techo. Por la mañana me deslicé fuera de la cama lo más silenciosamente posible y fui a asearme al cuarto de baño de invitados, que daba al vestíbulo. Después utilicé el teléfono de su estudio para dejar un mensaje a Ralph Devereux, jefe del Departamento de Reclamaciones de Seguros Ajax, pidiéndole una cita lo más pronto que pudiese. Cuando terminé, Morrell ya se había levantado. Mientras yo hacía estiramientos y me bebía un vaso de zumo, él se dedicó a contestar el correo electrónico y, al salir para correr un rato, él ya estaba por completo inmerso en un chat con Médicos para la Humanidad de Roma.

Cuando volvía de correr pasé por delante de la casa de Max, frente al lago. Su Buick seguía aparcado en la entrada, donde también había otros dos coches, probablemente alquilados por Cari y Michael. No se advertía ningún síntoma de vida. Los músicos se acuestan tarde y se levantan tarde y Max, que de costumbre está a las ocho en su trabajo, debía de haberse adaptado al mismo ritmo que su hijo y que Cari.

Me quedé mirando la casa como si las ventanas pudiesen guiarme hasta los pensamientos secretos de las personas que había en su interior. ¿Qué les habría evocado a Max y a Cari el hombre que había salido por televisión la noche anterior? Cuando menos habían reconocido su apellido, de eso estaba segura. ¿Alguno de sus amigos londinenses habría formado parte de la familia Radbuka? Max había dejado claro que no quería hablar de aquello, así que sería mejor que intentara no entrometerme. Sacudí las piernas y di por finalizada mi carrera.

Morrell tenía una máquina semiprofesional para hacer café expreso. De vuelta a su apartamento, preparé unos capuchinos para Don y para mí antes de ducharme. Mientras me vestía, me puse a escuchar los mensajes que tenía. Ralph me había llamado desde Ajax diciendo que estaría encantado de hacerme un huequito a las doce menos cuarto. Me puse el jersey rosa de punto de seda y la falda color salvia que había llevado el día anterior. Pasar parte de mi tiempo en casa de Morrell era una complicación: siempre me ocurría que, cuando estaba en su casa, la ropa que quería ponerme estaba en mi apartamento y cuando estaba en mi apartamento, la ropa que quería ponerme estaba en su casa.

Cuando entré en la cocina, Don se había instalado con el Herald Star en la isleta central.

– Si en París te llevaran a dar una vuelta por una montaña rusa, ¿en qué lugar estarías?

– ¿Por una montaña rusa? -pregunté mientras mezclaba yogur con galletas y gajos de naranja-. ¿Eso te va a ayudar a preparar las preguntas perspicaces que vas a plantearles a Posner y a Durham?

Sonrió de oreja a oreja.

– Estoy ejercitando el ingenio. Si tuvieras que hacer una averiguación rápida acerca de la psicóloga que salió anoche en la televisión, ¿por dónde empezarías?

Me apoyé contra la encimera mientras comía.

– Buscaría en los registros de psicólogos para ver si tiene licencia para ejercer y cuál es su titulación. Entraría en ProQuest: ella y el tipo ese de la Fundación Memoria Inducida ya han andado a la greña antes, así que tal vez podría encontrarse algún artículo sobre ella.

Don garabateó algo en una esquinita de la página del crucigrama.

– ¿Cuánto tiempo te llevaría hacerlo y cuánto me cobrarías por ello?

– Depende de lo exhaustivo que quieras que sea el informe. Lo básico lo puedo averiguar bastante rápido, pero cobro cien dólares por hora con un mínimo de cinco horas. ¿Tiene Gargette una política de gastos generosa?

Don puso el lápiz a un lado.

– Tienen cuatrocientos contables en sus oficinas centrales de Reims para asegurarse de que los redactores como yo no coman más que un BigMac cuando están en la calle, así que no es probable que estén dispuestos a soltar pasta para pagar a un investigador privado. De todos modos, si la señora Wiell es quien dice ser y el otro tipo es quien dice ser, éste podría ser realmente un gran libro. ¿No podrías hacer algunas averiguaciones y luego vemos lo que hacer?

Estaba a punto de aceptar cuando, de pronto, pensé en Isaiah Sommers contando cuidadosamente sus veinte billetes. Lamentándolo, negué con la cabeza.

– No puedo hacer excepciones con los amigos. Me sería más difícil cobrar a los desconocidos.

Sacó un cigarrillo y le dio unos golpecitos contra el periódico.

– Vale. ¿Y no podrías hacer algunas averiguaciones fiándote de que te pagaré en cuanto pueda?

Puse cara de circunstancias.

– Pues…, creo que sí. Esta noche, cuando vuelva, te traeré un contrato.

Don volvió a salir al porche. Yo acabé mi desayuno y llené el tazón con agua -porque a Morrell le daría un ataque si, al volver a casa, se lo encontrase con una capa de yogur pegado y seco- y, después, igual que Don, salí por la puerta de atrás. Tenía el coche aparcado en el callejón de detrás del edificio. Don seguía leyendo las noticias, pero levantó la cabeza y me dijo adiós. Mientras bajaba las escaleras, sin saber cómo, se me ocurrió la palabra:

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