Elizabeth George - Licenciado en asesinato

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Deborah, la mujer del mejor amigo del inspector Thomas Lynley, descubre el cadáver -desnudo y con señales de tortura de un joven estudiante. Todas las sospechas conducen a Bredgar Chambers, un viejo y sombrío internado. Allí, Lynley descubrirá una enrarecida atmósfera de frustración, desarraigo y soterrada perversidad entre estudiantes. Pero, esencialmente, descubrirá que todo ello puede resolverse de un plumazo con el asesinato o el suicidio…

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– Deprisa -dijo, subiéndose el cuello del abrigo.

Bajaron corriendo por el camino particular, cruzaron la carretera comarcal y se adentraron en la senda que conducía a la iglesia de St. Giles. El viento arrojaba la lluvia contra sus caras. El sendero carecía de iluminación, estaba desierto y los haces de sus linternas se reflejaron sobre los grandes charcos de agua producidos por la larga tormenta. Pequeñas ramas derribadas por el viento se enredaban en sus pantalones, y de los tallos aún no florecidos se desprendía barro.

Lynley sabía que el trayecto sería difícil para su amigo. Sabía que debía ayudarle, o de lo contrario se caería. Sin embargo, cuando miró a St. James, cuyo rostro azotaba la lluvia, éste gritó: «¡Estoy bien! ¡Sigue adelante!», y Lynley echó a correr, espoleado por el verso y su mensaje implícito, espoleado por el temor que había captado en la voz de Cecilia Feld, por la desesperación que había observado aquel mismo día en la expresión de Chas Quilter.

«Los senderos de gloria sólo conducen a la tumba.» ¿Acaso no era cierto en el caso de Chas? Prefecto superior, miembro del primer equipo de rugby, del primer equipo de criquet, del primer equipo de tenis. Atractivo, admirado, inteligente. Cambridge garantizado. Éxito garantizado. Todo garantizado.

La entrada del cementerio se cernió frente a él. Cortinas de agua se derramaban desde sus bordes. Lynley se refugió bajo ella, y la luz de su linterna iluminó de repente una prenda tirada en un rincón. Lynley la recogió. Era una chaqueta de Bredgar Chambers, en otro tiempo azul, pero ennegrecida ahora por la lluvia. No se molestó en buscar la etiqueta con el nombre cosido en el forro, sino que la tiró a un lado y abandonó el refugio que le proporcionaba el portal.

– ¡Chas! -gritó-. ¡Chas Quilter!

Corrió hacia la iglesia que se alzaba a lo lejos. Sus pies retumbaron sobre el sendero de hormigón. Paseó la linterna de un lado a otro, pero sólo iluminó lápidas fantasmales, que el agua hacía brillar, y la hierba azotada por la lluvia.

Encontró otra prenda bajo el segundo portal, un suéter amarillo. Como la primera, estaba tirada en un rincón, pero una manga había quedado prendida en un clavo que sobresalía del muro. Señalaba hacia la iglesia, como un espectro. Lynley continuó corriendo.

– ¡Chas!

Una ráfaga de viento que soplaba desde el oeste ahogó su grito.

Paseó el haz de la linterna por las tumbas, y en dirección a la iglesia y los vitrales, sin dejar de correr.

– ¡Chas! ¡Chas Quilter!

El viento había derribado un rosal sobre el sendero, y Lynley tropezó con él. Las espinas desgarraron sus pantalones. Se liberó a la luz de la linterna y se irguió. En ese momento, la linterna iluminó una mancha blanca frente a él. Daba la impresión de que se movía.

– ¡Chas!

Se desvió del sendero y se precipitó entre las tumbas hacia la figura que había visto bajo un grueso tejo, próximo a la puerta sudoeste de la iglesia. Camisa blanca. Pantalones oscuros. Tenía que ser Chas. No podía ser nadie más. Sin embargo, la figura era alta, demasiado alta. Y estaba dando vueltas y vueltas y vueltas, atrás y adelante. Como si el viento la arrastrara, como si el viento la azotara, como si el viento la meciera…

– ¡No! -Lynley recorrió los veinte metros que le separaban del árbol y agarró las piernas del muchacho para sostener su cuerpo-. ¡St. James! -gritó-. ¡St. James, por el amor de Dios!

Oyó un grito de respuesta. Alguien se acercaba. Forzó la vista, dificultado por la lluvia. Su corazón latía violentamente. La figura que corría entre las tumbas no era su amigo. Era Cecilia.

La joven chilló. Cruzó el césped como una exhalación. Asió a Chas. Asió a Lynley, arañó sus brazos y mordió sus manos, intentando separarle del muchacho.

– ¡Chas! -chilló-. ¡No! ¡Chas! ¡No…!

Enmudeció cuando St. James llegó y la obligó a apartarse. Cecilia trató de golpearle, pero Simon le inmovilizó los brazos y le apretó la cara contra su pecho.

– ¡Suéltala! -aulló Lynley-. Coge al chico. Sosténle. Yo cortaré la cuerda.

– ¡Tommy!

– Por el amor de Dios, St. James, ¡haz lo que te digo!

– Tommy…

– ¡No tenemos tiempo!

– Está muerto. -St. James dirigió la luz de la linterna hacia el rostro de Chas Quilter, revelando el color espectral de la piel mojada, los ojos exoftálmicos, la lengua hinchada que sobresalía de la boca. Desvió el haz-. Todo ha terminado. Está muerto.

Capítulo 21

Lynley se encontró con Cecilia en la habitación de la joven. La señora Streader estaba sentada junto a la cama. Apoyaba una mano en el brazo de la chica y con la otra secaba sus propias lágrimas. Murmuraba el nombre de Cecilia de vez en cuando, pero daba la impresión de que lo hacía más para consolarse a sí misma que a la muchacha, que se hacía dormido en cuanto le administraron un sedante.

Lynley oyó que St. James y el inspector Canerone conversaban fuera de la habitación. Alguien tosió. Otra persona maldijo. Un teléfono sonó. Alguien lo descolgó al segundo timbrazo.

Lynley se sentía destrozado. Parecía una crueldad innecesaria interrogar a Cecilia, pero de todas formas lo hizo, concediendo primacía a su papel de investigador y reprimiendo los impulsos de mitigar el sufrimiento de la muchacha.

– ¿Sabías que Chas iba a venir esta tarde? -le preguntó Lynley. Ella volvió la cabeza hacia él como un autómata-. ¿De qué te habló, Cecilia? ¿Mencionó a Matthew Whateley? ¿Supiste su nombre de esa manera?

Los párpados de Cecilia se cerraron. Se pasó la hinchada lengua por los labios. Habló en tono indiferente.

– Chas… dijo… que Matthew vio el minibús. Estaba en el sendero que separaba Erebus de Ion, y lo vio. El martes por la noche. Le descubrió.

– ¿Matthew descubrió que Chas había cogido el minibús?

– Sí.

– Hablaste por teléfono con Chas el viernes por la noche. Varias veces. ¿Te contó que había llevado a Matthew a la habitación de Calchus?

– No dijo… nada de Matthew. Nosotros… Era por el niño. Yo quería hablarle del niño. Yo tenía que…, nosotros…, decidir qué hacíamos… Si se lo decía a su padre… Pero no quiso. Su padre… No quería decírselo.

– ¿No te habló de Matthew? ¿No dijo nada sobre el laboratorio de química, sobre la campana de gases?

Ella agitó la cabeza débilmente.

– Nada sobre Matthew. -Una arruga se formó entre sus cejas. Buscó los ojos de Lynley-. Pero dijo… que otra persona sabía lo del minibús. Que la cosa no terminaba… con Matthew. Pero tenía que acabar de alguna manera. Tenía que acabar… -Se llevó la mano a los labios. Las lágrimas manaron poco a poco de sus ojos-. Yo no… Tenía que haber comprendido a qué se refería. No lo hice. No creí que él quisiera… El niño. Y… Chas.

La señora Streader secó las mejillas de la joven.

– Sissy, cariño. Todo va bien. Tranquila.

– La cosa no terminaba con Matthew -dijo Lynley a Cecilia-. Alguien más vio a Chas en el minibús aquella noche. Una mujer. Jean Bonnamy. ¿Te habló de ella? ¿Te contó lo que le había pasado a esa mujer esta tarde?

– No. Jean… No dijo nada de Jean. Sólo que usted le perseguía… Que usted quería hacerle hablar… decirle… Dijo que usted no entendía. Que no tenía ni idea. Él se sentía impulsado… -Sus párpados se cerraron.

– ¿Impulsado a qué? ¿A protegerte, como tú a él?

La joven acarició el raso que bordeaba el cubrecama de lana.

– Proteger. Chas protege -murmuró-. Chas es así. Protegerá. -Sus manos se relajaron y su mandíbula se distendió. Estaba dormida.

La señora Streader acarició con ternura la frente de la chica.

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